martes, 3 de julio de 2007

Fascismo, kitsch, castrismo

1 . En un conocido ensayo de 1936 Benjamin afirmó que la política como teatro grandioso, más que como debate, no era simplemente la trampa del fascismo, sino el fascismo en esencia. Justo ese año crucial, Leni Riefensthal registraba en El triunfo de la voluntad la apoteosis de una estetización de la política que desde la propia marcha sobre Roma había distinguido al “movimiento”. Con su calculada combinación de discurso declamatorio, música hipnótica, coreografía masiva e iluminación teatral, aquellas concentraciones del Partido Nacionalsocialista en Nüremberg habían tomado como modelo a las grandes producciones operáticas de Bayreuth. No extraña, entonces, que la crítica del fascismo como ilusionismo y teatro –presente también, según una posible lectura, en el relato Mario y el Mago de Thomas Mann– esté de algún modo prefigurada en las arremetidas de Nietzsche contra Wagner; y que la wagneriana “obra de arte total” sea, para Herman Broch, la expresión máxima de la “religión de la belleza” del romanticismo en la que, en su opinión, se encontraba el caldo de cultivo de ese “mal radical” de los tiempos que encarnó de la manera más tétrica en la Alemania hitleriana.

La filosofía del arte de Broch constituye una profunda meditación en torno al kitsch, desarrollada fundamentalmente en un capital ensayo publicado en 1933 en la Neue Rundschau. Su título, “El mal en el sistema de valores del arte”, evidencia ya que para el autor de Los sonámbulos el kitsch solo se hace completamente inteligible en el marco de ese sistema de valores en el que constituye una negatividad. El valor, dice Broch, no puede darse en el terreno de la conciencia pura, donde prima la verdad, sino en lo empírico; es allí donde se constituye como “aquello que apunta a la superación de la muerte”. He ahí la meta del conocimiento: iluminar la oscuridad, hurtarle a la muerte su poderío, ganarle terreno yendo de lo racional a lo irracional. El arte auténtico, valioso, es por tanto esencialmente investigación. El kitsch, por el contrario, es “imitativo”, “cerrado”, puesto que considera a la idea platónica -la belleza-, que debe permanecer siempre exterior al sistema, como algo que puede realizarse en cada obra concreta. Mientras que para el artista auténtico la belleza no debe ser nunca el objetivo, sino solo un producto secundario de su trabajo, el kitsch entroniza a la belleza como objetivo inmediato.

Es, por tanto, el resultado de una inversión de la jerarquía. “Detalle característico y esencial del kitsch es confundir la categoría ética con la estética; el kitsch persigue un trabajo “bello”, no “bueno”, y, por consiguiente, fija su interés en el efecto estético”, afirma Broch. Es justo esa prioridad atribuida a lo ético sobre lo estético lo que lo lleva a considerar el romanticismo, con su “religión de la belleza”, como el caldo de cultivo de un kitsch que es, en última instancia, “el mal en el sistema de valores del arte”. El kitsch es el mal porque, con su falsa conversión de lo infinito en finito, con su presentación del mundo “tal como debería ser” y no “tal como es”, con la repetición cansina de los mismos caminos trillados, constituye una huida de la muerte; lo contrario del valor y del verdadero arte. El kitsch es, para Broch, un sistema que mantiene para con el arte auténtico una relación análoga a la del Anticristo con Cristo. Se le parece, siendo su opuesto. Lo imita, siendo su otro radical. Si el arte auténtico es descubrimiento de nuevas parcelas de la realidad, el kitsch es estereotipo y repetición. Si aquel es un “sistema abierto” que mantiene su objetivo -la belleza- fuera del sistema, este es un “sistema cerrado”, que ha colocado el objeto como algo inmanente y realizable en cada obra.

Pero el kitsch no es sólo un tipo de arte; es una actitud ante la vida que se manifiesta con particular énfasis en la producción y el consumo de esos productos artísticos que desde el siglo XIX domina Occidente: la novela rosa, la ópera, el cine comercial. Broch insiste en que el juicio contra el kitsch parte de la primacía del valor ético, y no de consideraciones relativas al “gusto”. “El que produce kitsch no es uno que produce un arte inferior, no es un ignorante parcial o total del arte, no es alguien a quien se pueda enjuiciar de acuerdo con los cánones de la estética, sino que es un proscrito desde el punto de vista ético, un delincuente que quiere el mal radical”. De esta manera, el kitsch es necesariamente malo no solo para el arte sino para todo sistema de valores. El delito del delincuente que existe dentro de todo esteta es el no reparar en medios para conseguir su fin: “quien trabaja con la mirada fija en el efecto estético, el que no busca sino la satisfacción del sentimiento que el momento le hace sentir como “bello”, el esteta radical en suma se sentirá totalmente libre a la hora de elegir los medios con que alcanzar su objetivo, esto es, la belleza, y los empleará sin reparo alguno: este es el monstruoso kitsch que Nerón montó en sus jardines con el artificio pirotécnico de los cuerpos de cristianos ardiendo, mientras él tocaba el laúd”.

En el ensayo de 1933, Broch considera la ruina de todos los valores manifestada por la Gran Guerra como el límite de una época “positivista” y dominada por el kitsch surgida en el seno del siglo romántico, y más allá como el punto más bajo de la descomposición, a partir del Renacimiento, del sistema platónico-cristiano de la Edad Media. En medio de las ruinas del mundo “devenido positivista” saluda la llegada de un mundo nuevamente platónico, cuyos signos ve en la existencia de un estilo arquitectónico de época -el estilo funcional- y, en general, el arte moderno que contrapone al arte del pasado “siglo sin estilo”. No cuesta entonces trabajo comprender que quien creía que “toda época de ruina de valores fue, al mismo tiempo una época de kitsch” encontrase en el nacionalsocialismo la máxima expresión de la ruina, algo así como la encarnación luminosa del mal de los tiempos. En una conferencia pronunciada en 1950 en la Universidad de Yale, que consistía justamente en “Algunas consideraciones sobre el problema del kitsch”, junto a Nerón aparece Hitler como ejemplo del “mal ético” del kitsch.

Ahora Broch insiste en la idea de que el kitsch, derivado de la actitud romántica, “pretende establecer un contrato decididamente falso entre cielo y tierra”, “elevar el miserable acontecer de la vida cotidiana a esferas absolutas y seudoabsolutas”, encontrando en esta tendencia a la sublimación el germen de la neurosis que se expresa ejemplarmente en el sentimentalismo romántico. “Yo creo que la relación entre la neurosis y el kitsch (...) tiene su importancia para la historia contemporánea porque, en definitiva, tiene su origen en la malignidad del kitsch. No es pura casualidad que Hitler (al igual que su predecesor Guillermo II) fuera un seguidor incondicional del Kistch. Vivió el kitsch sangriento y amó el kitsch de sacarina”.

Ese “kitsch de sacarina” refiere, desde luego, la adopción por los nazis del estilo neoclásico, y la condena del arte moderno -que Broch opone sistemáticamente al romanticismo y al kitsch- bajo la etiqueta de “degeneración burguesa”. También la pompa de los desfiles y los mítines, esa confusión de lo estético y el mundo de la vida que aterrorizaba a Adorno, y que podría entenderse, según la teoría del ensayo del 33, como “dogmatismo”, es decir, intrusión de un campo de valor en otro. La hipóstasis antiliberal del estado y la nación como espacios donde el individuo podría realizar “una vida puramente espiritual”, así como la obsesión de Hitler por la pureza racial revelan desde luego la disposición “neurótica” del nacionalsocialismo. Se trata del “contrato decididamente falso entre cielo y tierra” que Broch descubre en el romanticismo; un contrato que se traduce en la Italia de Musolini y en la Alemania nazi en el desborde lírico de la revolución que vendría a superar la mediocridad propia de la democracia liberal y de la civilización burguesa.

Creo que es justamente la complicidad entre el “kitsch sangriento” y el “kitsch de sacarina” de que habla Broch a propósito de Hitler lo que Celan consigue trasmitir magistralmente en “La Fuga de la muerte”. Melómano como el emperador romano y como el mismo Führer, el hombre de ojos azules “hace cavar con las palas una fosa en la tierra”, mientras manda a los judíos a “tocar para el baile”. Así sublima la muerte, mientras estetiza la cremación como “un ascender como humo en el aire”. Y del lado de los judíos, la prisión. El campo de concentración, quintaesencia del mundo totalitario, es pura “apretura”, negación de la privacidad. Baile y la prisión: he aquí los dos arquetipos que definen, según Kundera, al mundo totalitario, que “no es el gulag, es el gulag con los muros exteriores tapizados de versos y delante de los cuales se baila” (Les testament trahis)


2. Significativamente, en una de sus novelas más leídas Kundera retoma estas ideas de Broch sobre el kitsch. Allí, en La insoportable levedad del ser, define al kitsch a partir de la escena originaria del Paraíso. “La mierda es un problema teológico más complejo que el Mal. Dios les dio a los hombres la libertad y por eso podemos suponer que al fin y al cabo no es responsable de los crímenes humanos. Pero el único responsable de la mierda es el que creó al hombre.” Kundera recuerda que la incompatibilidad que desde niño percibió entre la mierda y Dios fue sentida también por los Padres de la Iglesia, quienes se apresuraron a solucionar el conflicto diciendo que mientras al hombre se le permitió permanecer en el Paraíso o bien no defecaba o bien la mierda no se entendía como algo asqueroso. Si con la expulsión viene la excitación sexual, solo posible por la existencia de la mierda, el Paraíso es el arquetipo del kitsch: “En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos acuerdo categórico con el ser.” Y a este acuerdo Kundera le llama “kitsch”.

Lo que el escritor checo toma de Broch es sobre todo la noción del kitsch como falsedad y fraude. Aquello que en la conferencia de Yale Broch definía como la neurosis constitutiva de todo kitsch, ejemplarmente manifiesta en el sentimentalismo romántico: el establecer “un contrato definitivamente falso entre cielo y tierra”, el que “lo infinito sea erigido en finito de la mano del pathos” es, básicamente, el “acuerdo categórico” de que habla el novelista checo. Si consideramos la tierra como el cielo, ¿cómo no estar de perfecto acuerdo con lo que en ella es? Pero Kundera, a diferencia de Broch, no pretende una teoría sistemática. No escribe un ensayo que se parece bastante a un riguroso tratado, sino una novela, y es justo en ese contexto -no sólo en el específico de La insoportable levedad del ser, sino en el de la novela como opción de escritura- donde debe ser entendida su concepción del kitsch. A esta luz se entiende la insistencia obstinada y a primera vista chocante del escritor checo en definirse como novelista antes que como escritor. Al igual que el énfasis del fascismo en lo emocional hizo a Brecht enfatizar lo intelectual, la novela vacunó a Kundera de las tentaciones líricas que lo rodeaban; más que un género entre otros, fue “una no-identificación consciente, obstinada, rabiosa, concebida no como evasión o pasividad sino como resistencia, desafío, revuelta.”

Su denuncia del kitsch y su reivindicación de la novela es también, entonces, un cuestionamiento de la poesía. En La vida está en otra parte, menos conocida pero tan importante como La insoportable levedad del ser, la juventud, la revolución y la poesía, esos tres valores capitales de una época que ya no es tan nuestra son despiadadamente cuestionados en la historia conmovedora y lamentable de un joven poeta convertido en fanático servidor del régimen estalinista. Al preguntarse “¿Cómo es posible que el chauvin de la Rusia soviética, el hacedor de propaganda versificada, aquel que el propio Stalin llamó “el más grande poeta de nuestra época”, cómo es posible que Maiakovsky siga siendo sin embargo un gran poeta, uno de los más grandes?”, y si “Con su capacidad de entusiasmo, con sus lágrimas de emoción que le impiden ver claramente el mundo exterior, ¿no estaba acaso la poesía lírica, esa diosa implacable, predeterminada a convertirse, un día fatal, en la maquilladora de las atrocidades y su “servante au grand coeur”?”, la denuncia de Kundera en esta novela toca no ya a la mala poesía, sino a la poesía misma, a la poesía en tanto herencia lírica del romanticismo aprovechada por el kitsch totalitario.

Lo contrario del kitsch es, desde luego, la risa. Pero para Kundera no hay una risa, sino dos. De la misma manera que Broch define al kitsch como imagen invertida del arte valioso, Kundera considera una risa auténtica y una inauténtica, cuyos orígenes imagina, de nuevo, en la escena de la creación. He aquí la fábula: “Cuando el ángel oyó por primera vez la risa del diablo, quedó estupefacto. Aquello ocurrió durante algún festín, estaba lleno de gente y todos se fueron sumando, uno tras otro, a la risa del diablo que era fantásticamente contagiosa. El ángel comprendía con claridad que esa risa iba dirigida contra Dios y contra la dignidad de su obra. Sabía que debía reaccionar pronto, de una manera o de otra pero se sentía débil e indefenso. Como no era capaz de inventar nada por sí mismo, imitó a su adversario. Abriendo la boca emitió un sonido entrecortado, brusco, en un tono de voz muy alto (…), pero dándole un sentido contrario. Mientras que la risa del diablo indicaba lo absurdo de las cosas, el grito del ángel, al revés, aspiraba a regocijarse de que en el mundo todo estuviera tan sabiamente ordenado, tan bien pensado y fuese bello, bueno y pleno de sentido.”(El libro de la risa y el olvido)

La risa original es la del diablo. Es la risa de la broma. La otra, la de los ángeles, es una copia con sentido contrario: “acuerdo categórico con el ser”, kitsch. La serpiente, el Diablo no encarnan ya el mal. ¿Cómo podría serlo si Dios ha muerto? Por el contrario, con una trompetilla responden a ese “mal radical” que toma la forma del baile frente a los muros de la prisión, del corro en que todos se hacen uno y ascienden ligeros, mecidos por el viento, haciendo de la Mezquindad idilio rosado. El primero de los enemigos del kitsch es desde luego la serpiente: nada más kitsch que el idilio del paraíso. En medio del paisaje bucólico, ella inocula el veneno. La duda es un pharmakon, como la escritura para Platón: medicina y veneno, cura y perdición. ¿Por qué los primeros padres no comieron del Árbol de la Vida, si la prohibición del Señor sólo recaía sobre el Árbol del Conocimiento? En su irremediable tontería eran animales. La humanidad, como sabemos, se logra solo con el destierro del Jardín, del Zoo primigenio. Lo demás es soñar con el Reino, con el Territorio. Pero Zaratustra, el de la “buena nueva” convoca a dejar atrás la nostalgia por la plenitud perdida y a pronunciar el trágico a la vida que entroniza la risa en el rostro como la corona de la victoria. No hay, pues, origen ni telos, y en el intersticio entre los dos puntos ciegos se abre el espacio del juego. Tal fue, al cabo, el regalo de la serpiente: en Casa nunca se puede jugar. Dios o bestia, Dios o marioneta mecánica: eso eran los androides parlantes del Jardín. La serpiente los convirtió en otra cosa.

3. Si las novelas de Kundera se han leído en Cuba con tanta fruición no es sólo por su calidad literaria sino también porque son, de alguna manera, un espejo revelador; porque esa risa fue prohibida; porque en los setenta muchos pudieron preguntarse, como Ludvig, si la historia bromeaba; y porque la vida toda se convirtió en un teatro.

Hace poco, la grotesca “Batalla de Ideas” fue otra ocasión de presenciar la inmensa broma macabra de que habla Kundera: ese teatro de marionetas movidas por los hilos invisibles del Máximo Líder. Horror y risa causó ver a niños de cinco años recitando estentóreamente poemas patrióticos para después cumplir el “sueño de sus vidas”: darle un beso a “nuestro querido, e invicto, e intachable Comandante en Jefe”. El afán de originalidad en medio del vértigo de la repetición hizo que se buscaran nuevas formas para los mismos contenidos. Se hicieron “poesías” en las que se habló del “pequeño capitán de la tristeza” (Elián) y de la crueldad de la “loba feroz” (Ileana Ross), canciones en que se instó al niño balsero a rechazar “las lucecitas falsas” que lo engañaban en la norteña sociedad de consumo. Se recordó, en fin, que los cubanos vivimos en el paraíso y que nuestro deber es cantarlo, expresar nuestra alegría y nuestro agradecimiento.

Día tras día se hacía historia en esas “tribunas abiertas” que, con calculada combinación de oratoria política y espectáculo artístico, vagamente recordaban a la Rumanía de Ceaucescu. Antes de efectuarse, ya la tribuna o la marcha era “histórica”. No sólo ella, sino también su retrasmisión al día siguiente resultaba noticia titular en el Noticiero Nacional de Televisión. El 14 de junio de 2001 pudimos ver una “mesa redonda” sobre el impacto de la marcha de niños realizada el día anterior bajo la consigna “Abajo el abuso, liberen a Elián”. Se elogió allí la “profundidad de ideas de nuestros niños”, su “espíritu combativo”, su elocuencia, su espontaneidad. Se comentó la eficiencia de la transportación, del servicio prestado por los médicos de familia, de los meteorólogos que previeron las condiciones del tiempo. Se destacó, sobre todo, el poder de convocatoria de “la amorosa carta del compañero Fidel”. Se dijo, no sin razón, que en ningún país más que en Cuba se podría realizar una manifestación así, “donde el orgullo nacional se multiplicó”.

Todo es bello y bueno. Todo heroísmo, historia y poesía. En Cuba, la estetización totalitaria de la política está ya implícita en la idea, compartida con los ideólogos del régimen por muchos fellow travelers extranjeros, de que la verdadera obra de arte es la Revolución misma. Aunque implica en principio la noción del pueblo como agente, a un tiempo sujeto y objeto de la transformación revolucionaria, parece evidente que este tópico no puede sustraerse del todo a la concepción goebbelsiana del político como artista y las masas como la materia prima a la que aquel da forma. En “El socialismo y el hombre en Cuba”, Guevara distingue claramente entre “las masas” y un “grupo de vanguardia” ideológicamente “más avanzado”. Mientras en estos “se produce un cambio cualitativo que les permite ir al sacrificio en su función de avanzada, los segundos solo van a medias, y deben ser sometidos a estímulos y presiones de cierta intensidad; es la dictadura del proletariado ejerciéndose no sólo sobre la clase derrotada, sino también individualmente sobre la clase vencedora.”

La celebración de la Revolución como obra de arte expresa también el deseo de trascender la diferencia entre el artista y el resto de las gentes, el cual, como se sabe, termina propiciando un arte académico y kitsch. Ahí los ejemplos sobran: poesía social, novela policíaca revolucionaria, movimiento de aficionados... Si la verdadera obra de arte es la Revolución, los que la forjan con su trabajo y su sacrificio son los verdaderos artistas: por un lado el pueblo, por el otro el héroe, la otra cara de la moneda. Y no hay espacio, desde luego, para un arte al margen de esa totalidad “revolucionaria”; el arte en sentido estricto no puede entonces ser sino suplemento de aquel otro arte original, sea bajo la forma de canto lírico o de reflejo épico-novelesco.

Comprender la Revolución como obra de arte significa además señalar su fundamental diferencia de la sociedad civil y la democracia representativa. Si esta se compone de un parlamento tradicional, aquella es la “democracia directa” que Sartre elogió después de asistir fascinado a los discursos de Castro y sus conferencias con la gente de pueblo. Precisamente una de aquellas ocasiones, el acto masivo con que el gobierno revolucionario respondió a la expulsión de Cuba de la OEA, fue registrado en un importante documental de Tomás Gutiérrez Alea titulado Asamblea general.

Las cámaras, repartidas en medio del tumulto concentrado en la Plaza de la Revolución, captan la vitalidad de la multitud que vibra al compás del líder, en contraste con las imágenes de los cancilleres, gordos y con espejuelos, de los países americanos. A esos representantes diplomáticos insta Castro a reunir a sus pueblos, como hace él en esa Asamblea General Nacional en que, con evidentes reminiscencias teatrales de la Revolución Francesa, se declararon unos muy curiosos “Derechos del hombre latinoamericano”. Y es justo la apoteosis popular de aquel acto –el más multitudinario celebrado hasta entonces en Cuba–, el enthousiasmos donde la masa consagra sin mediaciones a las nuevas divinidades, lo que muestra el documental de Gutiérrez Alea, que recoge la voz de gente anónima como esa mulata que grita histérica: “Con la Revolución y con Fidel hasta la muerte”.

Después de todo, aquella mujer fanática tenía razón; era la muerte la que venía disfrazada en la explosión de júbilo de entonces, el “mal radical” gestado en el triunfal recorrido de Castro desde la Sierra Maestra hasta La Habana. En su sancta simplicitas, esa mulata de Asamblea general recuerda a los estudiantes que en la Colina Universitaria enterraron simbólicamente al Diario de la Marina sin darse cuenta, los muy ingenuos, que se estaban enterrando a sí mismos. “Con la Revolución y con Fidel hasta la muerte”, en esa frase y en aquel entierro teatral estaba, in nuce, toda una historia posterior que conocemos bien: prohibidas la publicidad, la pornografía y las revistas del corazón, todo el espacio ha sido ocupado por el kitsch totalitario, y ese kitsch ha aprovechado ciertos excesos nacionalistas, allí donde la poesía y la mala poesía se acercan peligrosamente.

“Es la tierra más fermosa que ojos humanos hayan visto”, había dicho Colón, quien anota en su diario que vieron desde las carabelas caer un ramo de fuego en el mar. Lo sabemos, desde luego, por Lezama, que en su prólogo a la Antología de la poesía cubana, donde afirma que Cuba comienza su historia en la poesía, interpreta el apunte del Almirante como un índice de la predestinación poética de la Isla. La voluntad, por parte de Castro, de escribir esa historia en verso y no en prosa ha llevado a una desastrosa ingeniería social cantada y vuelta a cantar en toneladas y toneladas de mala poesía. Aunque no ha habido en Cuba campos de exterminio, la leche ha sido negra para muchos, y aunque la dictadura ha sido menos sangrienta que las dictaduras militares del continente, también en Cuba “hay cadáveres”. Pero esos cadáveres no son visibles en las cunetas, encubiertos como están por un grueso maquillaje de versos y canciones, discursos y consignas. (“Estamos escribiendo nuestros nombres en un tronco, en una pared del tiempo y todas nuestras historias, las colectivas y las personales se funden en una, que clama por lo que nuestra Cuba está clamando desde que tuvo noción de sí misma: por libertad, por soberanía, por justicia”: con estas palabras publicadas en Granma el 26 de junio de 2003 Silvio Rodríguez explicó su apoyo a la reforma de la constitución que en obvia réplica al Proyecto Varela proclamó “irrevocable” al socialismo en Cuba.)

No ha habido, ciertamente, grandes monumentos convertidos en manifiestos ideológicos. Tampoco bustos de Fidel Castro. Pero, ay, sus discursos han valido por diez mausoleos y un centenar de estatuas. Desde aquellos delirios de transformación radical de la naturaleza que pretendían hacer de Cuba una Jauja en la que sobrara la leche y no fuera necesario el dinero, hasta el apocalíptico ecologismo de las "reflexiones" de hoy, en ellos está todo el "mal radical" que en figura carismática de profeta y salvador ha inoculado nuestro supremo kitschman, ese que, como Nerón a los cuerpos de los cristianos, nos ha utilizado como a conejillos de Indias para su triunfal entrada en una Historia escrita con mayúsculas.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

menos mal que cerraste, porque ya no sabes que inventar

Anónimo dijo...

ay, por favor, deja que duanel le den lo más rápido posible la residencia, de otra forma se demora más. en este sentido su labor ha sido encomiable.

Infortunato Liborio del Campo dijo...

Te quedó chulo, parece que todos lo han pasado por alto con lo del Koniec, (but Isis) Aunque creo que te quedó un poco flojo al final, en lo relacionado a la Revolución Cubana, es decir, el Kitsh en Munich, a ti o a mi, nos la suda, Broch y Kundera te sirven como una excelente introducción, que prepara al lector para lo que viene detrás, pero lo que viene detrás (el pollo del arroz con pollo) no tiene la misma extensión y profundidad que la instroducción. Es decir luego de tener abonado el campo y sembrada la parcela has dejado gran parte de la cosecha en el campo.
Quizás más adelante haga más comentarios, pero tengo que releerlo.
Creo que es de lo mejorcito que has escrito, por eso merece hacertelo talco jajaja.
Por ejemplo creo que de la Insoportable...el ejemplo de la Gran Marcha Adelante es más ilustrativo, la escena de la frontera con Cambodia, etc.

Aquí lo dejo, era muy extenso y tengo que volver a él.

Duanel Díaz Infante dijo...

Tienes razón, Liborio, la última parte se queda un poco coja. Csualmente ayer encontré otras notas sobre el tema que podía haber incorporado ahí, sobre la trivialización del heroísmo y otros aspectos del kitsch totalitario. En efecto, esa parte de la Gran Marcha es muy importante. En el ensayito sobre Kundera que aproveché aquí está este párrafo:

"En La insoportable levedad del ser el kitsch aparece asociado, sobre todo, a dos personajes: Franz, un científico movido por el “kitsch de izquierda”, que muere absurdamente en una marcha a Cambodia y su amante, Sabrina, que reconoce en el kitsch al mal del que quiere sustraerse. “Mi enemigo no es el comunismo, es el kitsch”, dice cuando, estando exiliada en Francia, la presentan como una abnegada luchadora por los derechos de los artistas y los ciudadanos checos. Ese momento es fundamental: el kitsch, del que había huido, existe tanto fuera como dentro: el mundo ha sido tomado por el kitsch. “Mi enemigo no es el comunismo, es el kitsch”: bajo esta frase podría situarse una dimensión fundamental de la obra de Kundera. "

Pero aquí no lo incorporé porque no se trataba tanto de Kundera como del kitsch comunista. En fin, el tema tiene "tela"...

Infortunato Liborio del Campo dijo...

Vuelve a él, para eso están los textos, para rehacerlos. (Flaubert, Whitman, etc.) o para deshacerlos (Derrida) jajaja. Por eso yo me dedico a hacer casas, puentes, etc...yo no me puedo equivocar, porque lo pagarían con la vida muchas personas...en la literatura el que paga con la vida es uno mismo, así que se puede uno equivocar y hasta rectificar.

Duanel Díaz Infante dijo...

No, Liborio, ya dije "Koniec". Las notas que encuentre y lo que se me vaya ocurriendo lo incorporaré, claro, cuando retome el tema en el libro.

Infortunato Liborio del Campo dijo...

Ok, no he dicho que tenga que ser aquí.