Dar un libro a la imprenta es exponerse, en tanto autor, a la consideración pública; sé bien, entonces, que no es de buen gusto responder a las críticas que uno recibe. No lo he hecho ante reseñas muy negativas de mis dos libros anteriores, porque entiendo que toca a los lectores -los contemporáneos y los futuros- juzgar reparos y ponderar valores. Pero también porque creo que sólo el paso del tiempo aporta la distancia suficiente para mirar la propia obra como la de otro, lo cual nos deja percibir aquellos defectos que en el momento se nos escapan. He decidido, sin embargo, hacer ahora una excepción, ya que la reciente nota de Rafael Rojas manifiesta un desencuentro que, más allá de las diferencias entre nosotros, toca a cuestiones generales sobre la función de la historiografía y la crítica en el debate intelectual cubano de hoy.
Rojas ha hecho poco menos que una caricatura de mi libro Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución Cubana (Colibrí, 2009). En su reseña, me pinta casi como un militante de Vigilia Mambisa; bajo mi aplanadora, en vez de discos de Juanes, una retahíla de intelectuales cubanos comprometidos en algún momento con la dictadura: Jesús Díaz, Antón Arrufat, Norberto Fuentes, Leonardo Padura, Eliseo Diego… Yo al timón, gritando “¡Todos a la hoguera!”, con vehemencia comparable a la de quienes hace cincuenta años hicieron tabula rasa de la República. Según Rojas, mantengo la confusión totalitaria de literatura e ideología, y al invertir de modo tan simplista la axiología oficial, casi todo queda en el panfleto, poco se avanza en el conocimiento. “El libro posee la velocidad en la argumentación y la contundencia discursiva que caracterizan las réplicas del polemista, más que las pesquisas del historiador”, dice, luego de afirmar que “El tono del volumen tal vez proviene del origen de los textos: varios de ellos aparecieron en el blog La memoria inconsolable, que Díaz publicó entre el 2006 y el 2007”.
Con este señalamiento empieza ya la tergiversación, pues si bien es cierto que retomo ideas que en el primer semestre de 2007 hice públicas en algunas de las entradas de ese blog, así como en artículos aparecidos a lo largo de 2006 en Encuentro en la red, el libro no es, como sugiere Rojas, una colección de “textos” más o menos autónomos. Por el contrario, evitando ese tipo de formato –al que se acercan algunos de los libros de Rojas, que intentan pasar por orgánicos sin serlo-, retomo esos apuntes y artículos diversos, pero refundiéndolos en un único escrito que, en cuatro capítulos consecutivos (“Del pecado original”, “Los años duros”, “¿Qué es el diversionismo ideológico?” y “Radiografía del deshielo tropical”) intenta captar las líneas maestras del arco histórico que va de Lunes de Revolución (1959-1961) a la “guerrita de los emilios”, aquel debate que sacudió nuestra república de las letras en enero de 2007.
Decir de Palabras del trasfondo que “su énfasis está puesto en historiar la literatura cubana producida entre los años 60 y 90 y las posiciones públicas de decenas de intelectuales (Cintio Vitier, Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, Antonio Benítez Rojo, Miguel Cossío Woodward, Manuel Cofiño, César López, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, Norberto Fuentes, Eduardo Heras León, Jesús Díaz, Senel Paz, Arturo Arango, Leonardo Padura…) como suscripciones de la ideología oficial” es distorsionar el sentido mismo del libro. Éste no es ni una historia de la literatura cubana en los últimos cincuenta años, ni mucho menos ese catálogo de “posiciones públicas” que dice Rojas. De hecho, no se trata de comprender a los intelectuales como suscriptores de una “ideología oficial” que es exterior a ellos y de la cual dan “testimonios de adhesión”, ni de reducir a esos testimonios más o menos coyunturales unas obras que en muchos casos los trascienden, complican o resisten, sino de investigar cómo los intelectuales cubanos han contribuido a la vez que sufrido una “política cultural” que ha ido cambiando a lo largo de cinco décadas, y de la manera en que esos encuentros y desencuentros entre estado e intelligentsia en buena medida marcaron los caminos de la literatura después de 1959.
Esos autores enumerados por Rojas son citados, algunas de sus obras comentadas con mayor o menor detenimiento, pero en ningún caso el énfasis está puesto en ellos en tanto “figuras”. De ahí que resulte improcedente la objeción de que se “elude la mayor parte de la obra de los mismos, antes y después de la Revolución, y la evolución crítica de algunos en las últimas décadas”. No hablar de “Los anillos de la serpiente” y de Encuentro de la cultura cubana, imperdonable en una semblanza de Jesús Díaz –como la que ofrece Rojas en Tumbas sin sosiego- no es ni siquiera objetable en un ensayo que no se propone en absoluto ofrecer la “biografía intelectual” del autor de Los años duros. ¿Acaso pretende Rojas que la única manera de hacer historia intelectual es a través de “perfiles” como los recopilados en una de las secciones de Tumbas sin sosiego? ¿Y si la profusión de nombres y obras, el ansia agrimensora de aprehender todo un campo en ese nivel superficial, oscureciera las líneas maestras del argumento que nos interesa desarrollar, o de la historia que uno quiere desentrañar? Es esta sospecha, en parte, lo que está detrás del cambio de tono entre Límites del origenismo y Palabras del trasfondo, no el hecho de retomar en este libro algunas entradas de un antiguo blog.
Igual de impertinente es la segunda objeción de Rafael Rojas: “En varios momentos del libro se tiene la impresión de que, para él, el valor literario de una novela o un poemario está determinado por su mayor o menor anticastrismo.” Me gustaría que Rojas, quien señala la argumentación rápida del libro, pero en su reseña crítica apenas ofrece evidencias, aclarara en qué momentos identifico yo valor literario y anticastrismo: no recuerdo haber elogiado las novelas de Zoé Valdés ni demeritado las de Carpentier. No se me ocurriría negar la calidad de un poeta como Guillén, pero sencillamente éste no es un libro de crítica literaria. Es por eso que en las páginas finales, cuando se impone esbozar un mínimo balance, evito ofrecer una lista personal de grandes obras o autores; no es en ese terreno, el del debate sobre el canon cubano, donde Palabras de trasfondo quiere intervenir.
¿Es justo deducir, como hace Rojas, que “desde esa perspectiva, los estudios de Roberto González Echevarría sobre Carpentier o de Antonio Benítez Rojo sobre Guillén, dos escritores comunistas y castristas, no tendrían el menor sentido”? Mi libro no niega en modo alguno el sentido ni el valor de ese tipo de crítica, sencillamente adopta otro lugar de enunciación, uno absolutamente al margen del contexto académico. Se trata de un ensayo que, escrito en ocasión del cincuentenario del 1 de enero, pretende acercarse a la revolución como algo concluso, pero a la vez no puede sustraerse a la toma de partido que en mi opinión exige la actual coyuntura política. Por desgracia la Hecatombe no es aun pasado perfecto; y el castrismo, como Proteo, tiene mil caras; de ahí que algunos pasajes del libro posean la urgencia de quien usa “la historia como arma” -pero la historia, no gastadas consignas anticastristas.
Me gustaría detenerme ahora en otro punto al que Rafael Rojas dedica un poco más de espacio en su nota, sobre todo porque más allá de la cuestión de who is right, que posiblemente no interese a muchos lectores no familiarizados con el archivo histórico y literario que Rojas y yo frecuentamos, esta diferencia puntual conduce a la pregunta por la función del intelectual o del historiador en relación al problema de la memoria histórica, crucial para una esfera pública como la del exilio cubano, situada –estacionada, más bien-, en el umbral de la democracia. En el último capítulo de Límites del origenismo comenté “Pequeña historia de Cuba”, intentando comprender las razones de la “conversión” revolucionaria de Eliseo Diego y Cintio Vitier a fines de los sesenta. Frente a una lectura como la de Reynaldo Arenas, quien atribuye la “integración” de ambos escritores sencillamente al oportunismo, me interesaba destacar la medida en que sus poéticas conservadoras, fraguadas en los cuarenta y cincuenta, en cierto sentido facilitaron o propiciaron –que no determinaron- su identificación con la revolución en torno al año decisivo de 1968. Se trata, más o menos, del problema que Milosz ilumina en El pensamiento cautivo: el atractivo del totalitarismo de izquierdas para escritores que no eran comunistas, pero carecían de fe en los valores de la democracia liberal. En este caso, la tentación que para escritores católicos “antimodernos” puede representar un régimen que, en su radicalismo antiburgués, ofrece la promesa de una nueva comunidad espiritual. Como muchos poemas de Vitier, “Pequeña historia de Cuba” refleja una interpretación de la revolución como resurrectio magna religiosa, y así lo leí en Límites del origenismo, restituyéndolo a su contexto, que es el de la Ofensiva Revolucionaria y la Zafra de los Diez Millones.
En desacuerdo con una parte de mi lectura, Rojas sostuvo en un ensayo publicado en La Habana Elegante en 2006 -“Tan callado el maestro: Eliseo Diego, la poesía y la historia”- que “Leído hoy, treinta años después de su escritura, el poema nos persuade de que esa “trémula belleza del origen”, ese “regreso soñando a casa”, permanece ubicado en algún atisbo del porvenir”, y trajo a la discusión otros poemas de Diego para reforzar su tesis de que “Eliseo Diego no fue un teólogo, un “clérigo”, de la Revolución o, tan siquiera, un intelectual, un “letrado”: fue sólo un buen escritor”. Por mi parte, repliqué en un escrito aparecido en Penúltimos días, "Precisiones sobre Eliseo Diego y su Pequeña historia de Cuba", que no tuvo respuesta de Rojas. Este, sin embargo, decidió luego incluir en Tumbas sin sosiego aquel ensayo sobre Eliseo Diego, sin hacer alusión alguna a mi réplica. Pareciéndome justo que ésta quedara también recogida en libro, decidí a mi vez incorporar parte de aquellas “Precisiones" en el segundo capítulo de Palabras de trasfondo, donde insisto en leer “Pequeña historia de Cuba” como un poema central del aggiornamiento del conservadurismo católico origenista con el radicalismo revolucionario de 1968-1971.
¿Por qué Rojas –quien, como se puede comprobar, fue quien empezó nuestra polémica en torno a Eliseo Diego- al citar ahora mi afirmación de que “el hecho de que Pequeña Historia de Cuba no sea un poema demasiado referencial o explícito no lo “salva” en modo alguno de su contexto político”, omite las comillas que indican claramente que la palabra "salva" no se usa en el literal sentido religioso? Evidentemente, Rojas intenta presentar mi lectura del poema como una “condena” de Eliseo Diego, o un intento mezquino de disminuir la calidad de su poesía, cuando de lo que se trata por mi parte es de restablecer una verdad de la que sobran evidencias. Rojas sostiene que “La obra intelectual de escritores e historiadores, bajo un totalitarismo, no se puede reducir al testimonio de adhesión al régimen. Ese testimonio no debe ser ocultado a conveniencia, pero sí podría colocarse junto a las distancias que, en dado caso, asume un escritor.” Estoy totalmente de acuerdo. Pero, cuando él afirma en otro lugar que “en los 90, ese mismo gobierno comenzó a honrar a quienes habían muerto o morirían en la isla, aunque no propiamente del lado “socialista”: Fernando Ortiz, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Eliseo Diego, Dulce María Loynaz” (Tumbas sin sosiego, Anagrama, 2007, p.15), ¿no está ocultando el currículo de Eliseo Diego, al ponerlo en una relación que incluye, además de a Ortiz, cuyo caso es desde luego bien distinto, a escritores que estuvieron todos marginados durante años y que el régimen “rehabilitó” o “recuperó” convenientemente a partir de los ochenta? El gobierno cubano no “comenzó a honrar” a Diego como lo hizo con Lezama o Dulce María Loynaz, pues aquel nunca perdió el favor oficial.
Otro punto importante de la larga divergencia de Rojas con mi libro tiene que ver con la historia del marxismo cubano. “Díaz no establece distinciones entre el marxismo cubano antes y después de la Revolución, ni entre la visión histórica de Carlos Rafael Rodríguez y la de Sergio Aguirre.”, afirma Rojas. De hecho, no es que yo no establezca distinciones, sino que me opongo a la insostenible indistinción que hace Rojas en Tumbas sin sosiego, donde afirma que “hacia 1940, el comunismo cubano compartía la integración de la memoria simbólica producida, fundamentalmente, por intelectuales republicanos que pensaban la nación como una entidad construida por un demos –es decir, por una ciudadanía constitucional o una comunidad de individuos libres –antes que por un etnos o una clase.” (Tumbas sin sosiego, p.71). Esto es un grave error de hecho, y para demostrarlo acudo en Palabras de trasfondo a escritos de Roa, Sergio Aguirre y Carlos Rafael Rodríguez, que documentan que el “canon nacional” de los marxistas era mucho más estricto que el de esos intelectuales republicanos. ¿Cómo podían los marxistas cubanos compartir la “integración de la memoria simbólica”, cuando ya desde los tiempos de Reacción contra Revolución (1932) comenzaron a esbozar una lectura de la historia de Cuba que se oponía, lógicamente, al panteón republicano donde convivían independentistas, reformistas y anexionistas? Cuando estaban obligados a seguir las reglas del juego democrático los intelectuales marxistas eran, sí, más corteses que lo que fueron después de 1959, pero en la doctrina –que es lo principal para un historiador de las ideas- las diferencias con el marxismo posterior a 1959 son mucho menores de lo que piensa Rojas.
¿Son tan importantes las diferencias entre Carlos Rafael Rodríguez y Sergio Aguirre, que Rojas me reprocha pasar por alto, cuando ambos firmaron en 1942 el ensayo “El marxismo y la historia de Cuba”? Un escrito donde, polemizando tácitamente con Mañach, los doctores del Partido Socialista Popular insistían en que después de 1968 la burguesía no era ya clase representativa de la nación, por lo que todo reformismo, a partir de entonces, había sido “antinacional”? Es justo en este punto crucial, el rechazo del autonomismo, donde el nacionalismo revolucionario de fines de los sesenta continuaba la tradición marxista. Desde luego, la idea de los “cien años de lucha” no podía ser anterior a 1968; pero el rechazo del autonomismo que entrañaba tuvo a los marxistas como una de sus fuentes doctrinarias fundamentales. Ese nacionalismo revolucionario no rompía tanto con el marxismo republicano como cree Rojas; aun cuando, desde luego, entre el mismo y la versión de la historia de Cuba que se impuso en los setenta como “historia del movimiento obrero” hay importantes diferencias. Pero las mismas no atañen al anatema sobre el autonomismo, que es donde confluye el debate sobre la historia de Cuba con el debate sobre la función del intelectual: el antintelectualismo y el antiautonomismo se identificaron en torno a los “Cien años de lucha”, y esa identificación se mantuvo a lo largo de los setenta y ochenta, durante el reinado del marxismo-leninismo más ortodoxo.
Llegamos, por último, al tercer desencuentro, que tiene que ver menos con el archivo histórico y más con los debates contemporáneos. “¿Son idénticas las posiciones públicas de intelectuales como el propio Arrufat o Leonardo Padura, por un lado, y Abel Prieto y Miguel Barnet, por otro?”, pregunta retóricamente Rojas, como si yo dijera o sugiriera que lo son. Los cuatro son citados en Palabras del trasfondo para documentar la nueva ideología de lo que llamo "deshielo tropical", donde se combina un ecléctico nacionalismo –resurge el discurso del carácter nacional, que había caído en crisis en los sesenta-, y la defensa de un espacio de autonomía para las letras, en el marco de una lectura del pasado que, a partir de la crítica de los “errores” de los funcionarios, escamotea las raíces de la “política cultural” epitomizada en el “quinquenio gris”. Claro que hay diferencias entre las posiciones públicas de estos intelectuales, pero no entiendo por qué el historiador tendría que concentrarse necesariamente en ellas. El enfatizar la diferencia entre el par Arrufat-Padura, y el par Prieto-Barnet, ¿no podría en cambio llevarnos a oscurecer otra diferencia más importante, la que hay entre la nueva ideología nacionalista con su política cultural aperturista -a la que más allá de sus especificidades tributan esos cuatro escritores-, por un lado, y por el otro una cierta vanguardia intelectual que, desde los márgenes de la ciudad letrada habanera, ponía en evidencia los límites del deshielo?
La diferencia entre la perspectiva de Rojas y la mía no es, entonces, la que hay entre el sereno historiador ocupado en discriminar y el vehemente polemista que mete a todos en un mismo saco, sino la que separa a dos comprensiones divergentes de la diferencia fundamental, esa línea de demarcación que define el “afuera” -por así decir- de un castrismo que hoy muestra la cara amable de la apertura y de la “identidad nacional”. La lectura que hace Rojas, en Tumbas sin sosiego, de la narrativa de Padura, por ejemplo, a mi juicio pierde de vista una diferencia clave entre ese proyecto literario y uno como la Trilogía sucia de La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez. Según Rojas, “Padura proporciona, con su narrativa, todo un registro de nuevos actores que ejercen una política radical de la diferencia, encaminada a configurar el territorio de una ciudadanía históricamente inédita.”(Tumbas sin sosiego, pp.370, 425) En mi opinion, Rojas pierde de vista el hecho de que además de la multiplicidad de sujetos heterogéneos que, en clara oposición a la narrativa del realismo socialista, presenta en efecto Padura en sus novelas, en la serie de las Cuatro Estaciones, como en La novela de mi vida, hay un cierto sentimentalismo nacionalista, una confianza en que, debajo de la mezquindad de los hombres y de la miseria de una Habana ruinosa y dominada por el dólar, hay una pureza que permanece intocada; visión nostálgica característica de lo que Jorge Fornet ha llamado, con propiedad, la “narrativa del desencanto”. No es casualidad que la tetralogía de Padura se haya publicado originalmente en Cuba, e incluso haya sido reeditada en 2006, mientras ninguna editorial cubana ha acogido los cuentos de Pedro Juan Gutiérrez, donde falta esa filiación con la Revolución que, a pesar de los naufragios y las críticas, conserva la obra de Padura.
Desde mi punto de vista, es importante destacar los límites de esta ideología del desencanto que Padura comparte con otros narradores de su generación, como el propio Abel Prieto, más allá de las diferencias tanto en posición pública como en calidad literaria entre un ministro del régimen y un escritor que ha ganado su relativa independencia gracias a su indiscutible talento para escribir novelas comerciales. Pues creo que la diferencia radical no está en la narrativa de Padura, sino allí donde se rompe con esa poética que se explayó en los años noventa pero es, en buena medida, un producto de los ochenta. Porque me interesa señalar esta diferencia es que en Límites del origenismo destaqué la importancia del ensayo programático “Olvidar Orígenes” –escrito que, por cierto, no es mencionado ni una vez en Tumbas sin sosiego, por cuyas páginas desfilan, sin embargo, multitud de libros prescindibles. Y es también para insistir en esta diferencia que ya Sánchez Mejías apuntaba en La Habana de 1994 pero que la perspectiva de Rojas tiende a perder de vista, que decidí terminar Palabras de trasfondo con una lectura celebratoria de “Resurrección poética de Alamar”, extraordinaria trilogía poética donde Juan Carlos Flores, rompiendo radicalmente con la poesía de los ochenta, rechaza con mueca expresionista los “demonios nacionalistas” que cultivan hoy tantos intelectuales rehabilitados. Tengo por convicción que, a pesar de la diversidad del material con que trabajan y del tono de sus respectivos discursos, en ese rechazo -y hasta en la mueca de disgusto-, el crítico y el poeta pueden llegar a coincidir.