Mal
empieza Rafael Rojas cuando, en su respuesta a los críticos cubanos de su libro La vanguardia peregrina, afirma que
la mía es una “diatriba vestida de reseña”. Diatriba, según
el Diccionario de la Real Academia Española, es “Discurso o
escrito violento e injurioso contra alguien o algo”; injuria es “Agravio,
ultraje de obra o de palabra, Hecho o dicho contra razón y
justicia”. Y nada hay de ello en una reseña que carece de argumentos ad hominem. Crítica acérrima, poco
diplomática, pero crítica razonada, donde cada afirmación, en lo posible, se
fundamenta con ejemplos. Hay una norma ética no escrita para este tipo de
reseñas, que dice más o menos así: informa sobre el libro en cuestión y refuta
lo que quieras, o lo que puedas. Es decir, además de dar opinión o emitir juicio, hay que
ofrecer una descripción del objeto criticado que permita a los lectores formarse
una idea del mismo. Mi reseña puede ser tachada de descortés, pero no de haberse
saltado esta regla fundamental: centrándome en el meollo del
libro, eso que el autor llama “la paradoja de aquella vanguardia peregrina”
(p.25), cité casi diez veces a Rafael Rojas.
A Rojas, en cambio, le gusta menos citar; prefiere tergiversar. Sólo tergiversando mi reseña la puede convertir en una diatriba, y sólo convirtiéndola en una diatriba logra saltarse la necesidad de refutar las críticas de fondo que le hago. Mi réplica ha de seguir, entonces, el camino contrario: voy a citar y recitar a Rafael Rojas. Sé que tanta cita va en detrimento de la elegancia de mi prosa (Nota 1), pero, como justamente señala Rojas, no soy ningún estilista; me interesa más abundar en mi razonamiento, desarrollarlo hasta el cansancio, para mostrar que con su conato de réplica Rojas no hace sino ponerse en evidencia, evidenciar su falta de razón. Mi mejor aliado ha de ser pues el propio Rojas, su libro La vanguardia peregrina, ese que los lectores del futuro, disipada ya esa neblinosa telaraña que entretejen Fama y Sede, podrán valorar con menos prejuicio.
Una cláusula le basta a Rojas para dar cuenta de mi reseña: "Si obviamos la abierta tergiversación -como cuando afirma que en el ensayo "Mariposeo sarduyano" se identifica el "barroco de la Revolución" de Sarduy con la ideología oficial cubana o con el propio régimen-, o el deliberado equívoco -decir que confundo "modernism" y "vanguardia", siendo todos los escritores que estudio posteriores y críticos del "modernism"-, o el evidente escamoteo -descartar que el 68 sea un tema del libro, cuando aparece, por lo menos, en cuatro de los ensayos, además de la Introducción-, el principal reproche de Díaz sería que La vanguardia peregrina y, de paso, otras dos obras anteriores, El estante vacío y La máquina del olvido, son libros desechables porque no son "orgánicos" y aparentan serlo."
En La vanguardia peregrina, Rojas escribió: “Severo Sarduy sostenía un concepto de revolución que no era una simple relectura de las teorías de Copérnico, Kepler y Galileo sino que, a través de Bataille y buena parte del naciente posestructuralismo francés, identificaba el barroco con una estrategia intelectual anticapitalista, en la que “malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función del placer” eran gestos críticos de la “ideología del consumo y la acumulación”, propia de la modernidad. El “barroco de la Revolución” al que se refería entonces Sarduy, no estaba muy lejos, en términos ideológicos y estéticos, del que simbolizaba la Cuba socialista.”(p.29, énfasis mío) ¿Dónde está, entonces, mi “abierta tergiversación”?
A Rojas, en cambio, le gusta menos citar; prefiere tergiversar. Sólo tergiversando mi reseña la puede convertir en una diatriba, y sólo convirtiéndola en una diatriba logra saltarse la necesidad de refutar las críticas de fondo que le hago. Mi réplica ha de seguir, entonces, el camino contrario: voy a citar y recitar a Rafael Rojas. Sé que tanta cita va en detrimento de la elegancia de mi prosa (Nota 1), pero, como justamente señala Rojas, no soy ningún estilista; me interesa más abundar en mi razonamiento, desarrollarlo hasta el cansancio, para mostrar que con su conato de réplica Rojas no hace sino ponerse en evidencia, evidenciar su falta de razón. Mi mejor aliado ha de ser pues el propio Rojas, su libro La vanguardia peregrina, ese que los lectores del futuro, disipada ya esa neblinosa telaraña que entretejen Fama y Sede, podrán valorar con menos prejuicio.
Una cláusula le basta a Rojas para dar cuenta de mi reseña: "Si obviamos la abierta tergiversación -como cuando afirma que en el ensayo "Mariposeo sarduyano" se identifica el "barroco de la Revolución" de Sarduy con la ideología oficial cubana o con el propio régimen-, o el deliberado equívoco -decir que confundo "modernism" y "vanguardia", siendo todos los escritores que estudio posteriores y críticos del "modernism"-, o el evidente escamoteo -descartar que el 68 sea un tema del libro, cuando aparece, por lo menos, en cuatro de los ensayos, además de la Introducción-, el principal reproche de Díaz sería que La vanguardia peregrina y, de paso, otras dos obras anteriores, El estante vacío y La máquina del olvido, son libros desechables porque no son "orgánicos" y aparentan serlo."
En La vanguardia peregrina, Rojas escribió: “Severo Sarduy sostenía un concepto de revolución que no era una simple relectura de las teorías de Copérnico, Kepler y Galileo sino que, a través de Bataille y buena parte del naciente posestructuralismo francés, identificaba el barroco con una estrategia intelectual anticapitalista, en la que “malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función del placer” eran gestos críticos de la “ideología del consumo y la acumulación”, propia de la modernidad. El “barroco de la Revolución” al que se refería entonces Sarduy, no estaba muy lejos, en términos ideológicos y estéticos, del que simbolizaba la Cuba socialista.”(p.29, énfasis mío) ¿Dónde está, entonces, mi “abierta tergiversación”?
En cuanto a la vanguardia, es
cierto que existen distintas nociones de la misma, aunque si fueran tantas como
alega Rojas el término ya no serviría para nada. Hay, sobre todo, dos; una
estricta, que se limita a lo que se ha dado en llamar “vanguardia histórica”, la
de aquellos que soñaron, como Breton, no sólo hacer tabula rasa de la tradición literaria y artística sino “cambiar la
vida”, y otra más amplia, que además incluye a los grandes renovadores de la
literatura moderna, esos clásicos del modernism
que eran sin embargo ajenos a los gestos, programas y manifiestos de los vanguardistas strictu sensu. Cuando digo que Rojas confunde
modernism y vanguardia, me refiero obviamente
a aquella noción de vanguardia -que no es sólo, por cierto, la de Bürger sino
también la de Mario de Micheli (Nota 2) - donde
no entran Joyce, Proust y Kafka, pero sí Tzara, los surrealistas y Duchamp. Escribe
Rojas sobre Julieta Campos: “Cerca de Joyce y Beckett, la escritura era para
ella, ante todo, el ordenamiento textual de una consciencia caótica, la
transcripción de un torbellino mental”(p.37). Rojas: “En su temprano “Tríptico
de la escritura”, Kozer rendía homenaje a dos genios tutelares de la vanguardia
occidental: Marcel Proust y Franz Kafka”(p.163) Rojas: “El método escriturario
de Tejera proviene […] de las vanguardias narrativas de la baja modernidad
occidental (Kafka, Proust, Joyce, Beckett, Nabokov, Bernhard), que reformularon
la epistemología de la novela contemporánea.” (p.32)
Si su libro fuera una colección de ensayos
sobre escritores cubanos de vanguardia, entonces sería injusto reprocharle a
Rojas el haber desconocido esta distinción: se entendería que se trata de
autores experimentales, renovadores, que cuestionaron la tradición, etc. Pero
ocurre que La vanguardia peregrina no
es, o no pretende ser eso; en su Introducción se expone claramente la tesis central
del libro, según la cual “en la contradicción de defender una estética, que en la década del sesenta había sido
políticamente capitalizada por el estado socialista, residía el drama de aquella
vanguardia peregrina”. (p.29, énfasis mío) En mi reseña señalé que esta idea se
desdibuja a lo largo de los ensayos que componen el volumen, sencillamente
porque no hay cómo fundamentarla. La única noción de vanguardia capitalizada
por el estado socialista en esa década fue la de cambiar el mundo, construir un
mundo nuevo más allá del orden burgués, esa
noción estricta de la vanguardia que, por cierto, no es simplemente política,
sino que tiene que ver con la reintegración de lo estético y lo político, la
voluntad de superar la separación entre ambas esferas propia de
la sociedad burguesa. Es esa idea, que podría rastrearse hasta los Manuscritos económicos y filosóficos de
1844, la que encontramos en los discursos de Castro y Guevara, no la de
una literatura experimental ni de un replanteo de la tradición literaria, cosas
que desde la perspectiva radical de la Revolución en aquellos años resultaban
perfectamente compatibles con el orden burgués.
“La categoría de vanguardia que utilizo -dice ahora Rojas- es cultural,
política y, sobre todo, histórica, no rígidamente estética”, pero ocurre justo
al revés. La idea de vanguardia que informa los ensayos de La vanguardia peregrina es más bien estética, la concepción amplia
de la vanguardia como renovación y experimentalismo, no la idea más bien
política que habría sido capitalizada por la Revolución, y la única desde la
cual se sostendría ese conflicto de lo que Rojas llama “la vanguardia exiliada
cubana”. El propio Rojas
me da la razón, cuando en su ensayo sobre Sarduy contradice lo afirmado por él
mismo en la Introducción, al escribir: “El neobarroco y el mariposeo sarduyanos
serían […] estrategias estéticas que sintonizaban más con las políticas
libertarias de la izquierda europea y latinoamericana en el contexto del 68 que
con la ideología de la Revolución Cubana.”(p.89)
Si las opiniones políticas de Sarduy sobre Cuba "no eran incompatibles con su localización en la izquierda vanguardista francesa entre la década de 1960 y la de 1980"(p.87), entonces ¿dónde está la contradicción entre ser
parte de esa nueva izquierda y oponerse al régimen cubano? “Izquierda, exilio y
vanguardia, tres conceptos con frecuencia divorciados, se entrelazan en la
poética y la política de Julieta Campos.”(p.135): así termina Rojas su ensayo
sobre la escritora cubano-mexicana. Pero es que no han estado tan divorciados,
esa identidad “bastante rígida” entre la vanguardia y la Revolución no existía
ya para fines de los sesenta; se sabe que muchos de los exiliados de esos años
habían sido jóvenes iconoclastas de Lunes
de Revolución, que en muchos sentidos estaban más a la izquierda que los propios
doctores del viejo partido comunista. Rojas se inventa un blanco de paja, crea
un drama donde no lo hay...
Mi objeción fundamental a La vanguardia peregrina no es, entonces, que algunos
autores estudiados allí no sean realmente vanguardistas, sino que su idea
básica, la que vertebraría el conjunto del libro, es espuria. Rojas afirma ahora
“que las teorías de la vanguardia y el vanguardismo han sido y pueden ser tan
divergentes que poco sentido tiene posicionarse desde alguna de ellas”, como si
yo me atrincherara dogmáticamente en una teoría, la de Bürger, para negarle
entrada a la fiesta vanguardista a todo aquel que no cumpla con esos requisitos:
el que no tenga carnet del Partido Vanguardista, se queda fuera. Lo que hago,
en cambio, es señalar una contradicción en los propios términos del
planteamiento de Rojas. No le reclamo que “utilice” otra teoría de vanguardia,
sino que sea coherente con sus propias premisas. Si la noción de vanguardia que habría
capitalizado el régimen es una, y aquella de la que participan los escritores
que él estudia es otra, entonces Rojas hace trampa. Tira la piedra y esconde la
mano. Hay varias piedras tiradas así en La
vanguardia peregrina: la especie de que los seis escritores que se
estudian en el libro, exiliados antes de 1968, "articularon una poética
en la coyuntura ideológica y política de aquel año" (p.19); lo de los
posicionamientos políticos de la “vanguardia exiliada” más
“sofisticados” que los de aquellos otros que, como Baquero y Novás Calvo, “llegaron a
adoptar, en el exilio, posiciones anticomunistas” (p.12); esa enigmática afirmación, en la
última página del libro, según la cual “A
principios del siglo XXI, la historiografía literaria cubana aun opera con
visiones construidas a mediados del siglo XX, en La Habana de fines de la
República o inicios de la Revolución” (p.203).
Confrontado con la evidencia, a
Rojas le quedaban dos opciones: o aceptar la razón de las críticas que su libro
ha recibido, o seguir haciendo trampas. Es esto lo que
ha hecho: sigue tirando piedras y escondiendo la mano. Pero las piedras son
bumeranes, granadas que, carentes de impulso, le explotan en la cabeza. A propósito del 68, Rojas habla ahora del “evidente escamoteo [por mi
parte] -descartar que el 68 sea un tema del libro, cuando aparece, por lo
menos, en cuatro de los ensayos, además de la Introducción”. Pero lo que él afirma
en la Introducción es que “el año de 1968 sería […] clave para
identificar a un grupo de escritores cubanos exiliados, de vanguardia, que
comparte no pocas ideas de las izquierdas occidentales de la época y, a la vez,
se opone al régimen cubano” (p.14). De esta afirmación de lo crucial del 68,
reiterada en la Introducción de La
vanguardia peregrina, a que sea “un tema en el libro”, como ahora alega Rojas,
va un buen trecho: la idea se desdibuja porque, de nuevo, es infundada,
peregrina. Ni siquiera en
Sarduy, que por su vinculación a la revista parisina Tel Quel estuvo más cerca del mayo francés, este acontecimiento
parece haber sido definitorio. De donde
son los cantantes se publica un año antes, Escrito sobre un cuerpo, aunque publicado en 1968, reúne ensayos
aparecidos en aquella revista con anterioridad a la revuelta estudiantil.
Donde dije digo digo diego... Ahora dice Rojas que “Esa vanguardia, como se reitera en el libro, está ligada a la
experiencia de publicaciones como Orígenes,
Ciclón y, sobre todo, Lunes de Revolución –el único medio
donde llegaron a publicar todos esos escritores-, en las que se produjo, a la
vez, una crítica y un arqueo de la tradición literaria nacional.” En Lunes de Revolución García Vega aparece
respondiendo, en el número 110, a una encuesta sobre el recién celebrado
Congreso de Escritores y Artistas de donde surgió la UNEAC. Un Kozer de veinte
años responde a otra encuesta: “¿Qué se lee en La Habana?”, en el número 65.
Decir que ambos publicaron en Lunes es
abusar de las palabras. Y es que no hay forma convincente de darle
coherencia a estos ensayos. Si el libro fue pensado como orgánico, como sostiene
ahora Rojas, pero aun. El resultado está muy lejos de la intención del autor.
Rojas dice que él nunca afirma en
La vanguardia peregrina que Arrufat fuera vanguardista. Es
cierto que no lo afirma, pero lo sugiere, cuando en la Introducción señala que
“las poéticas vanguardistas tienen siempre la ventaja de internarse en otras
zonas nacionales y globales de la cultura”(p.19), y en el siguiente párrafo
escribe: “En la obra de García Vega y Arrufat, de Campos y Tejera, de Sarduy y
García Vega la dialéctica de la tradición literaria cubana fue más allá de las
modalidades del realismo republicano (Labrador Ruiz, Montenegro o Carpentier)”
(p.20) También afirma
Rojas que “Tal vez, el único caso de un escritor no exiliado que emprende, desde
la isla, una lectura de la tradición literaria cubana con características
similares a las de la vanguardia exilada sea Antón Arrufat. (p.18) Ahora bien, si Arrufat no es un exiliado, ¿dónde residiría esa similitud sino en lo vanguardista,
en ese ir más allá del "realismo republicano"?
“El abandono de toda ontología
poética nacional, planteado por Jorge Luis Borges en su conocido ensayo “El
escritor argentino y la tradición” (1932) es también una actitud reconocible en
Arrufat.”(p.18), afirma seguidamente Rojas. En el encuentro entre
escritores cubanos de la isla y el exilio celebrado en Estocolmo en 1994,
Arrufat decía: “Para cada cubano es lo cubano un renovado misterio, un afán con
frecuencia baldío y, a la vez, una seguridad, una presencia, un aroma.” Y
aportaba, a partir del modelo de las tres pruebas de la existencia de Dios,
otras tantas de la existencia de la cubanidad, entendida no como una abstracta
entelequia sino como experiencia y sensación, para terminar afirmando “la
noción, poderosa, y a la vez abstracta y vital, de lo cubano fluyendo en el
tiempo presente y en el porvenir” (Bipolaridad de la cultura cubana,
Ponencias del Primer Encuentro de Escritores de dentro y fuera de Cuba, Centro International Olof Palme, Estocolmo, 1994).
Estas palabras las cité en Palabras del
trasfondo, como parte de mi crítica al nacionalismo -"locubanismo" más bien- de lo que llamé
“deshielo tropical”. Pero al parecer a Rojas no le gustó mucho esa crítica,
pues en su reseña de aquel libro me reprochó no distinguir “las posiciones
públicas de intelectuales como el propio Arrufat o Leonardo Padura, por un
lado, y Abel Prieto y Miguel Barnet, por otro”. Rojas me señalaba entonces “una
disolución de matices que merma la persuasión del texto”; ahora el mismo Rojas reivindica
una idea de vanguardia que de tan elástica más parece un
chicle que una categoría.
Ahora bien, al margen de si Arrufat puede
clasificarse o no como vanguardista, Rojas sí afirma, como hice notar en mi
reseña, que “el vínculo que la poética de Arrufat ha desarrollado con Virgilio
Piñera es […] muy parecido al que Sarduy desarrolló con Lezama: una afinidad
electiva que le permite tomar distancia del nacionalismo y, a la vez, sumar
atributos cosmopolitas a su poética.”(p.18). Y afirma, igualmente, que “gracias, en buena medida, a Arrufat, la marca de
Piñera se lee en la narrativa de Abilio Estévez y Leonardo Padura, en la poesía
de Reina María Rodríguez y Sigfredo Ariel, en la prosa de Jorge Ángel Pérez y
Antonio José Ponte y en los ensayos de Victor Fowler y Jesús Jambrina”(p.147)
Insisto:
ninguna de estas aseveraciones está demostrada en el ensayo “La prole de
Virgilio”. Y esas demostraciones sin hacer eran absolutamente necesarias. ¿Dónde
está, por ejemplo, la marca de Piñera en Padura, un escritor evidentemente
mucho más cercano a otros narradores que Rojas considera parte del “realismo
republicano” como Carpentier y Novás Calvo?
Cuando
Octavio Paz escribe que El grito de Munch es “el
reverso
de la música de las esferas”, no tiene sentido pedirle demostración.
Antes ha señalado que el gran pintor noruego es uno de los herederos de
Van Gogh, y uno se
da cuenta de que, en efecto, El grito
podría ser el reverso de La noche
estrellada. Esa relación entre dos obras que siempre habíamos
contemplado por separado se ilumina de pronto, como en un flashazo.
Aquí hay una visión crítica, una intuición poética que no puede
ser demostrada, que no requiere demostración. No es el caso del tipo de
crítica
que escribe Rojas. Si ya un ensayo como “La prole de Virgilio” se
plantea, un
poco escolarmente, como “ejercicio de la recepción de Virgilio Piñera”
(p.19),
señalarle errores no es neopositivismo. No entraña una exigencia de
cientificidad, sino de rigor. A quien trabaja con la imaginación, se le
pedirá
que sea original; a quien trabaja con el archivo, que sea riguroso.
Y si había poco rigor hay en La vanguardia peregrina, menos todavía hay en las apostillas que Rojas ha ido sacando para contrarrestar las que considera malas, o malintencionadas, lecturas de este libro suyo. A propósito de "La prole de Virgilio", que los tres críticos cubanos que hemos reseñado La vanguardia peregrina coincidimos en señalar como el menos logrado del conjunto, dice ahora Rojas: "Cuando, en el primero de esos ensayos, usamos la noción de "prole", estamos aludiendo, naturalmente, el uso que diera a la misma Roberto González Echevarría en su clásico La prole de la Celestina (1993). Entiéndase, prole, es decir, descendencia numerosa -la queja por el exceso de una prole es, para empezar, tautológica- pero no como linaje que implica necesariamente una continuidad estética, como podía ser el barroco, o más bien los barrocos en Rojas, Cervantes, Lope, Calderón, Balboa, Espinosa, Carpentier o Guillén, estudiados por González Echevarría, sino como fenómeno de recepción colectiva de un autor del pasado -Piñera o Sarduy- que los afirma y actualiza en un campo intelectual y una tradición literaria nacionales".
Para empezar -para seguir- el término prole no implica muchedumbre, de ser así la expresión "prole numerosa" sería redundante y no lo es. Prole es linaje, descendencia. Una golondrina no hace verano, un hijo ya es prole. Cabrera Infante bien podría ser "la prole de Novás Calvo", aun cuando fuera su único heredero literario. En segundo lugar, Rojas vuelve a contradecirse, de forma más que evidente, cuando echa mano de González Echevarría para enseguida reconocer que él, Rojas, entiende prole "no como linaje que implica necesariamente una continuidad estética". Si entre la idea de prole que tiene González Echevarría y la de "recepción colectiva de un autor del pasado" que tiene Rojas apenas hay similitud, ¿qué sentido tiene entonces aludir a aquel? La alusión de "La prole de Virgilo" a La prole de la Ceslestina no es natural sino gratuita.
Siempre viene bien leer a Benjamin, a Bourdieu, a Eagleton y a Bloom, pero es más necesario leer bien a los autores sobre los que uno escribe. Quizás, incluso, habría que dejar un poco atrás aquellas lecturas, dejarlas reposar como el fino y la manzanilla, olvidarlas por un momento. Menos Bourdieu, menos Eagleton, menos Bloom; más olfato para rastrear la "marca de Piñera" allí donde la haya. Semejante rastreo será, desde luego, siempre discutible, porque no estamos en el terreno de las ciencias exactas, pero de ninguna manera podrá equipararse a mera historia de la "recepción". Prole de Lezama es Sarduy, que hace una lectura -mala en los dos sentidos, en el común de la palabra y en el propio de Bloom- sumamente productiva del maestro: fue ese Lezama asarduyado, expurgado de su Chesterton y su Claudel, el que se leyó en el Río de la Plata. Prole de Lezama no es Ciro Bianchi, que compiló Imagen y posibilidad y recientemente ha compilado entrevistas. Prole de Lezama no es Carlos Espinosa, que preparó aquel utilísimo libro de testimonios publicado en 1986. Bianchi y Espinosa han intervenido activamente en la "recepción" de Lezama después de su ostracismo, pero no como herederos, no como prole.
Otro tanto, salvando las distancias a favor de Bianchi y Espinosa, se podría afirmar de la Órbita preparada por David Leyva, que Rojas menciona como una "buena muestra de la vitalidad que conservaba, a un siglo de su nacimiento, el autor de Una broma colosal" (147) ¿Basta hacer una Órbita para evidenciar la vitalidad de un autor? En 2004 Unión publicó una Órbita de Roa, Vitier también tuvo la suya, pero no creo que a nadie se le ocurra considerar esos volúmenes como pruebas de las vitalidades respectivas de esos autores. Más que mencionarla demagógicamente, habría que leer críticamente la Órbita en cuestión, no sea que en vez de signo de vitalidad lo sea de lo contrario: una evidencia del esfuerzo por cooptar a Piñera, por recuperarlo desde las instituciones. Me temo que este es el caso: el libro integra, a partir de aquella retórica de la recuperación tan propia de los noventa (Nota3), escritos que fueron "actualizados" mucho antes desde el exilio, como la obra Los siervos, reproducida por Carlos A. Aguilera en la revista argentina tsé-tsé en 2006, como parte del dossier "Virgilio Piñera: la inundación ilustrada".
La objeción, entonces, que suscita un ensayo como "La prole de Piñera", al menos para mí, no es tanto que Rojas no discrimine entre autores desiguales, como que no logra deslindar entre lo vivo y lo muerto, entre el Piñera sujeto y el Piñera objeto de estudio, entre el Piñera genitor y aquel que, después de haberlo dejado tomar pastillas y callar, ahora dejan hablar. De lo que se espanta uno no es de la "cantidad de nombres y obras que se citan", sino de la superfluidad de un ensayo donde se mencionan los nombres de los miembros del jurado que concedieron el premio Alejo Carpentier al libro de Enrique Saínz sobre La poesía de Virgilio Piñera, pero esa "marca de Piñera", la prole que el título promete, no llega a aparecer. Porque Arrufat escribió un libro imprescindible -Virgilio Piñera: entre él y yo- y, como albacea de los papeles inéditos de Piñera, es responsable de la edición póstuma de muchas obras suyas, pero ¿hay ahí una relectura de Piñera que haya mediado tan decisivamente entre el autor de La isla en peso y sus herederos de los noventa y dos mil? Quizás la prole ande por otras partes, en ensayos como "La lengua de Virgilio" de Ponte, "El arte de graznar" de Sánchez Mejías, y la nota de Pedro Marqués que acompañó la publicación de "La gran puta" -que Arrufat no incluyó, por cierto, en La isla en peso (Obra poética)- en el último número de la revista Diáspora(s). Para acercarse más a la "marca de Piñera" en la literatura cubana contemporánea, Rojas debió acaso haber profundizado más en dos o tres autores, dos o tres textos (no digo que necesariamente estos) donde Piñera aparece como precursor reinventado por los herederos, distorsionado acaso, pero vivo, vivito y coleando. Renunciar a tanto dato superficial, a la ambición de mapear todo el terreno, moverse menos en extensión y más en profundidad.
Con ello, el ensayo hubiera ganado no sólo en agudeza sino también en arte, ese tinguaro de arte -quizás sería mejor decir artesanía- que todo buen ensayo académico, por lejos que esté del espíritu libérrimo de Montaigne, no deja de ostentar. Ciertamente, en "La prole de Virgilio" la lasitud de las ideas está en correspondencia con el desvaimiento de la prosa. Así como la falacia fundamental de la tesis de La vanguardia peregrina determina fatalmente la incoherencia, la falta de sentido en la composición misma del volumen. Aunque hallamos, por aquí y por allá, destellos del talento de Rojas, en general falta garra, fuerza, y falta también gracia, finesse. Hay cierta relación entre ambas carencias. Es a eso a lo que me refería cuando afirmé en mi reseña que los ensayos de Rojas (hablo siempre de los ensayos de tema cubano, no he leído los otros), han ido perdiendo calidad. Acostumbrado acaso a críticas complacientes, Rojas quiere ver en este señalamiento una descalificación, pero es evidente que mientras se esgriman argumentos, seguimos en el terreno de la crítica –que no es necesariamente un campo de batalla pero tampoco es un salón de Juegos Florales ni una Sociedad de Bombos Mutuos. Descalificación sería hacer de las críticas una premisa o una petición de principio, no una conclusión más o menos razonada.
Y si había poco rigor hay en La vanguardia peregrina, menos todavía hay en las apostillas que Rojas ha ido sacando para contrarrestar las que considera malas, o malintencionadas, lecturas de este libro suyo. A propósito de "La prole de Virgilio", que los tres críticos cubanos que hemos reseñado La vanguardia peregrina coincidimos en señalar como el menos logrado del conjunto, dice ahora Rojas: "Cuando, en el primero de esos ensayos, usamos la noción de "prole", estamos aludiendo, naturalmente, el uso que diera a la misma Roberto González Echevarría en su clásico La prole de la Celestina (1993). Entiéndase, prole, es decir, descendencia numerosa -la queja por el exceso de una prole es, para empezar, tautológica- pero no como linaje que implica necesariamente una continuidad estética, como podía ser el barroco, o más bien los barrocos en Rojas, Cervantes, Lope, Calderón, Balboa, Espinosa, Carpentier o Guillén, estudiados por González Echevarría, sino como fenómeno de recepción colectiva de un autor del pasado -Piñera o Sarduy- que los afirma y actualiza en un campo intelectual y una tradición literaria nacionales".
Para empezar -para seguir- el término prole no implica muchedumbre, de ser así la expresión "prole numerosa" sería redundante y no lo es. Prole es linaje, descendencia. Una golondrina no hace verano, un hijo ya es prole. Cabrera Infante bien podría ser "la prole de Novás Calvo", aun cuando fuera su único heredero literario. En segundo lugar, Rojas vuelve a contradecirse, de forma más que evidente, cuando echa mano de González Echevarría para enseguida reconocer que él, Rojas, entiende prole "no como linaje que implica necesariamente una continuidad estética". Si entre la idea de prole que tiene González Echevarría y la de "recepción colectiva de un autor del pasado" que tiene Rojas apenas hay similitud, ¿qué sentido tiene entonces aludir a aquel? La alusión de "La prole de Virgilo" a La prole de la Ceslestina no es natural sino gratuita.
Siempre viene bien leer a Benjamin, a Bourdieu, a Eagleton y a Bloom, pero es más necesario leer bien a los autores sobre los que uno escribe. Quizás, incluso, habría que dejar un poco atrás aquellas lecturas, dejarlas reposar como el fino y la manzanilla, olvidarlas por un momento. Menos Bourdieu, menos Eagleton, menos Bloom; más olfato para rastrear la "marca de Piñera" allí donde la haya. Semejante rastreo será, desde luego, siempre discutible, porque no estamos en el terreno de las ciencias exactas, pero de ninguna manera podrá equipararse a mera historia de la "recepción". Prole de Lezama es Sarduy, que hace una lectura -mala en los dos sentidos, en el común de la palabra y en el propio de Bloom- sumamente productiva del maestro: fue ese Lezama asarduyado, expurgado de su Chesterton y su Claudel, el que se leyó en el Río de la Plata. Prole de Lezama no es Ciro Bianchi, que compiló Imagen y posibilidad y recientemente ha compilado entrevistas. Prole de Lezama no es Carlos Espinosa, que preparó aquel utilísimo libro de testimonios publicado en 1986. Bianchi y Espinosa han intervenido activamente en la "recepción" de Lezama después de su ostracismo, pero no como herederos, no como prole.
Otro tanto, salvando las distancias a favor de Bianchi y Espinosa, se podría afirmar de la Órbita preparada por David Leyva, que Rojas menciona como una "buena muestra de la vitalidad que conservaba, a un siglo de su nacimiento, el autor de Una broma colosal" (147) ¿Basta hacer una Órbita para evidenciar la vitalidad de un autor? En 2004 Unión publicó una Órbita de Roa, Vitier también tuvo la suya, pero no creo que a nadie se le ocurra considerar esos volúmenes como pruebas de las vitalidades respectivas de esos autores. Más que mencionarla demagógicamente, habría que leer críticamente la Órbita en cuestión, no sea que en vez de signo de vitalidad lo sea de lo contrario: una evidencia del esfuerzo por cooptar a Piñera, por recuperarlo desde las instituciones. Me temo que este es el caso: el libro integra, a partir de aquella retórica de la recuperación tan propia de los noventa (Nota3), escritos que fueron "actualizados" mucho antes desde el exilio, como la obra Los siervos, reproducida por Carlos A. Aguilera en la revista argentina tsé-tsé en 2006, como parte del dossier "Virgilio Piñera: la inundación ilustrada".
La objeción, entonces, que suscita un ensayo como "La prole de Piñera", al menos para mí, no es tanto que Rojas no discrimine entre autores desiguales, como que no logra deslindar entre lo vivo y lo muerto, entre el Piñera sujeto y el Piñera objeto de estudio, entre el Piñera genitor y aquel que, después de haberlo dejado tomar pastillas y callar, ahora dejan hablar. De lo que se espanta uno no es de la "cantidad de nombres y obras que se citan", sino de la superfluidad de un ensayo donde se mencionan los nombres de los miembros del jurado que concedieron el premio Alejo Carpentier al libro de Enrique Saínz sobre La poesía de Virgilio Piñera, pero esa "marca de Piñera", la prole que el título promete, no llega a aparecer. Porque Arrufat escribió un libro imprescindible -Virgilio Piñera: entre él y yo- y, como albacea de los papeles inéditos de Piñera, es responsable de la edición póstuma de muchas obras suyas, pero ¿hay ahí una relectura de Piñera que haya mediado tan decisivamente entre el autor de La isla en peso y sus herederos de los noventa y dos mil? Quizás la prole ande por otras partes, en ensayos como "La lengua de Virgilio" de Ponte, "El arte de graznar" de Sánchez Mejías, y la nota de Pedro Marqués que acompañó la publicación de "La gran puta" -que Arrufat no incluyó, por cierto, en La isla en peso (Obra poética)- en el último número de la revista Diáspora(s). Para acercarse más a la "marca de Piñera" en la literatura cubana contemporánea, Rojas debió acaso haber profundizado más en dos o tres autores, dos o tres textos (no digo que necesariamente estos) donde Piñera aparece como precursor reinventado por los herederos, distorsionado acaso, pero vivo, vivito y coleando. Renunciar a tanto dato superficial, a la ambición de mapear todo el terreno, moverse menos en extensión y más en profundidad.
Con ello, el ensayo hubiera ganado no sólo en agudeza sino también en arte, ese tinguaro de arte -quizás sería mejor decir artesanía- que todo buen ensayo académico, por lejos que esté del espíritu libérrimo de Montaigne, no deja de ostentar. Ciertamente, en "La prole de Virgilio" la lasitud de las ideas está en correspondencia con el desvaimiento de la prosa. Así como la falacia fundamental de la tesis de La vanguardia peregrina determina fatalmente la incoherencia, la falta de sentido en la composición misma del volumen. Aunque hallamos, por aquí y por allá, destellos del talento de Rojas, en general falta garra, fuerza, y falta también gracia, finesse. Hay cierta relación entre ambas carencias. Es a eso a lo que me refería cuando afirmé en mi reseña que los ensayos de Rojas (hablo siempre de los ensayos de tema cubano, no he leído los otros), han ido perdiendo calidad. Acostumbrado acaso a críticas complacientes, Rojas quiere ver en este señalamiento una descalificación, pero es evidente que mientras se esgriman argumentos, seguimos en el terreno de la crítica –que no es necesariamente un campo de batalla pero tampoco es un salón de Juegos Florales ni una Sociedad de Bombos Mutuos. Descalificación sería hacer de las críticas una premisa o una petición de principio, no una conclusión más o menos razonada.
Descalificación, o casi,
es afirmar, como hace Rojas, que “en sus
últimos libros [Duanel Díaz], tampoco hace crítica literaria, ni historia
intelectual sino interpretación
ideológica de la literatura, aunque con frecuentes apelaciones neopositivistas al
"error" o a la "equivocación"
en el saber cultural.” No me queda claro qué es “interpretación
ideológica de
la literatura”, aunque entiendo que resulta una práctica de menos valor
que la
crítica literaria y la historia intelectual. Pero Rojas no explica, no
especifica,
no ofrece ni un ejemplo. Ya sé que no
le gusta citar demasiado, pero cuando se hacen tales afirmaciones es
necesario
sustentarlas. Posiblemente con ese señalamiento se refiere a algo
parecido a lo
que los marxistas llamaban “sociologismo vulgar”, esto es, un tipo de
exégesis que relega la forma de los textos para concentrarse sólo en sus
contenidos ideológicos; una
crítica filistea que desconoce la autonomía de la literatura y el valor
estético.
En su
nota sobre mi libro Palabras del
trasfondo, Rojas afirmaba, en este sentido: “En varios
momentos del libro se tiene la impresión de que, para él, el valor literario de
una novela o un poemario está determinado por su mayor o menor anticastrismo.” Allí
Rojas mencionaba a Coetzee, a
Mandelshtam y a Solzhenitsin, pero de mi libro sólo ofrecía
una breve cita que, como señalé en mi larga réplica (que puede leerse en
la entrada anterior de este blog), estaba burdamente manipulada.
Para responder legítimamente a aquella respuesta mía, Rojas hubiera
tenido que
señalar cuáles eran esos momentos donde yo apreciaba los
textos literarios en proporción directa a su anticastrismo, hubiera tenido que poner
algunos ejemplos concretos del reduccionismo que según él aquejaba mi discurso; hubiera
tenido, en definitiva, que citar un poco de Palabras
del trasfondo. Pero Rojas no replicó; seguramente ello lo hubiera llevado a sacrificar
algo del brillo de su prosa. Visto está: él no suele citar mucho cuando escribe según qué notas y reseñas. Lo suyo es el name
dropping.
(1) A propósito, cuando Rojas afirma que el reproche de name dropping es insulso viniendo de un académico como yo que "cita y recita", parece confundir la cita con el name dropping, cuando se trata evidentemente de prácticas distintas. Lo que se conoce como name dropping viene siendo, mutatis mutandis, lo contrario de la teoría del iceberg de Hemingway. El name dropper no omite, sino que exhibe todas sus lecturas de la manera más visible, como signos ostensibles de autoridad y conocimiento. La cita es otra cosa: está en el origen mismo del género -Montaigne citaba bastante a los clásicos griegos y latinos-; y si bien el ensayo literario puede darse el lujo de prescindir de ella, es una práctica necesaria en la crítica literaria y en el ensayo académico, que sin embargo pueden perfectamente prescindir del name dropping. Para mí, la cuestión no está en citar o no, sino en citar bien o citar mal; en que la cita sea necesaria o accesoria. Dicho esto, reconozco que en más de una ocasión he citado más de la cuenta, innecesariamente. A quien me lo reproche, tendré que darle la razón. Ahora bien, salvo en algunos de los ensayos que escribí hace más de diez años, cuando era un principiante, no creo haber cultivado nunca el name dropping.
(2) Rojas se equivoca, otra vez, en su nota “Teoría de la vanguardia” cuando afirma: “Mario de Micheli –la obra de este, por cierto, Las vanguardias artísticas (1959), fue publicada en Cuba-, entre tantos otros críticos, utilizaron un concepto flexible de vanguardia, mucho antes que Bürger, con el propósito de captar las dinámicas de la producción cultural en la era industrial.” Las vanguardias artísticas del siglo XX, que la editorial Unión publicó en 1966 o 1967, es un estudio marxista de la avant-garde, la vanguardia histórica strictu sensu. De hecho, el libro incluye como apéndices una antología de manifiestos de los movimientos: dadaísmo, surrealismo, futurismo, etc. La idea de Mario de Micheli es, pues, bastante cercana a la de Peter Bürger.
(3) Para los que no conozcan la Órbita en cuestión, reproduzco a continuación la nota de contraportada, firmada por David Leyva: "Virgilio Piñera, quiéranlo o no, es uno de los escritores de primera fila de nuestra historia literaria. El gusto es diverso y variable pero la trascendencia es única, y Piñera llegó a ella a contracorriente, nadando en seco, franqueando no pocos obstáculos de vida. Como escritor dominó y controló, a partir de su peculiar estilo y estética, todos los géneros literarios. En su copiosa obra no se encontrarán gratuidades, espíritu de complacencia, embelesos narcicistas o caminos trillados para llegar a lo bello; sí hallarán lucidez crítica, fuerza imaginativa concentrada y un salvador empleo del humor distanciado. Rogamos al lector no separar ninguno de estos poemas, cuentos, obras de teatro, fragmentos de novela, ensayos, cartas, y testimonios del medio existencial, social y económico en que fueron concebidos. Cuando un creador entra en catarsis e hiperboliza y deforma artísticamente no se ha de confundir con un loco excéntrico que quiere llamar la atención sino con un ente sensible que pretende alertarnos de sus miedos y de la danza absurda en que muchas veces se convierte nuestra realidad".(Órbita de Virgilio Piñera, selección, prólogo y notas de David Leyva, Unión, 2011)