Hace un tiempo escribí una reseña muy crítica de
La vanguardia peregrina; tres meses
después su autor sacó una breve nota donde la tachaba de “diatriba”. En
principio pensé no responder, pero al ver cómo Rojas insistía en defender, a golpe de falacia, su libro indefendible, le repliqué largamente, con
argumentos razonados y abundantes citas. Sólo unos días después Rojas ha sacado
una reseña –aunque más bien se trata de una nota- sobre mi último libro, recién
publicado por Verbum. La consecuencia entre esta nota y la crítica aparecida en
este blog es evidente. Rojas ya no intentará más defender La vanguardia peregrina; ahora va a por La revolución congelada. Su corneta ha tocado a degüello…
Hacia el final de la nota, Rojas dice
que no va a imitarme, pero su discurso en algo recuerda al mío. Yo digo que su
libro no es en realidad orgánico; él dice que el mío no es orgánico. Yo digo que la idea central de la “vanguardia peregrina” es espuria; él
dice que mi idea de “revolución congelada” es fundamentalmente errada y
muy cuestionable. Yo digo que le falta rigor en el trabajo con el archivo y con la
teoría; él dice que en mi libro, más que imprecisión, hay “amalgama
conceptual”. Yo digo que a su prosa le falta sorpresa, fuerza y gracia; él dice que no
tengo “voz ensayística”. Yo digo que “La prole de Virgilio” es un ensayo
superficial, él dice que la crítica que hay en La revolución congelada es “en extremo superficial”. Yo afirmo que
sus últimos libros (de tema cubano) son peores que los primeros; él no dice, pero sugiere que
mi último libro es el peor de los que he escrito, pues los anteriores no le
merecieron una opinión tan desfavorable. Puesto así, pareceríamos dos niños
mentándonos nuestras respectivas madres durante el recreo, o dos políticos
españoles echándonos en cara la corrupción: “-¿Qué me dices de los millones de
Bárcenas en Suiza?, -Acuérdate de los EREs de Andalucía…”
Pero hay
una diferencia; en el discurso de
Rojas faltan, una vez más, citas del libro criticado, argumentos,
demostraciones. Rojas me imita en la forma, pero no en el contenido. De ahí ese
regusto a cascarón vacío que deja su nota; falto de cimientos, todo el
discurso está a punto de venirse abajo; quitando la intención de citicar lo más posible mi libro, poco queda. La crítica de Rojas es, para decirlo en términos
que recuerdan a nuestros años sesenta, puro voluntarismo. Él, que me reprocha
usar un lenguaje violento, recurre ahora a la ultima
ratio regum, pero se nota su falta de convicción. ¿De veras cree que “el
aporte de este libro, junto a otros que están renovando las visiones sobre la
realidad insular, en los años 60 y 70, es menor”? Con su nota sobre La
revolución congelada Rojas sólo ha demostrado dos cosas; que no tiene cómo refutar mis críticas a La vanguardia peregrina, y
que no es capaz de articular una crítica coherente de La revolución congelada.
Una vez más, los argumentos eran necesarios,
porque hay que respetar un poco a los lectores, a los de hoy y a los de mañana. Lo escrito, escrito está: ambos libros están ahí, cualquiera puede
y podrá leerlos y cotejarlos con las respectivas reseñas, juzgar donde hay razón y
donde no. No obstante, me toca una vez más refutar a Rojas, y lo haré con detenimiento,
flema incluso. Porque sé que La revolución
congelada no es ese amasijo de citas incoherentes e ideas anticuadas que dice él, su crítica no me ha sacado del paso. Si Rojas ha subido el tono de su
discurso; yo rebajaré el mío. La nota de Rojas tiene que ser breve, no porque su
autor carezca de energía (sabemos que ha escrito no pocas páginas sobre libros
insignificantes) sino porque sólo se fundamenta en la autoridad; quien está
autorizado no tiene que dar explicaciones. La mía tiene que ser larga; todo lo
favorece a él: curriculum, nombre, poder…
Si mi idea de la crítica es, como afirma Rojas,
“agonística” (NOTA 1)
su idea de la crítica es diplomática, yo diría que política, en el sentido
populista del término. “Todo el mundo tendrá televisores”. Rojas ha mencionado
y reseñado en buenos términos a cuánto escritor o crítico cubano hay –con
algunas excepciones, claro. Que sale un libro en Cuba, él lo mencionará muy pronto.
Que en el exilio, también será comentado, siempre con generosidad; cuando haya
una crítica, vendrá la palmadita en el hombro. El tono es por lo general de
bonhomía. ¿Quién dijo que la cubanidad no es amor? Rojas reparte a manos llenas capital
simbólico bajo la especie de reseñas, notas y menciones de todo tipo. No importa que la
lectura sea superficial, que la mención sobre; lo que importa es marcar el
terreno, agrimensar. Ese capital simbólico crecerá, conformando una especie de
blindaje de su obra, una predisposición positiva. ¿Cómo enfrentarse a la
Bondad? ¿Cómo decir que aquel que quiere incluirnos a todos y para el bien de
todos no escribe tan bien, no es tan riguroso con el archivo cubano, no
es tan sagaz en su “uso” de la
teoría?
Si lo ponemos en términos duelísticos, él es
caballero con armadura y todo; yo voy a pie y descalzo. Por eso tengo que
esforzarme más, no me queda otra que convencer a los lectores, esa única opción
de la que él prescinde una y otra vez. Mi crítica ha de legitimarse en sí
misma, lo cual está, por cierto, en plena concordancia con el linaje moderno,
ilustrado, de esta actividad intelectual; porque la crítica no se legitima en
“estudios de filosofía e historia” ni de ninguna otra clase, ella misma debe
probarse una y otra vez. Nunca le he reprochado a Rojas, como alguna vez han
hecho otros, que se meta en la crítica literaria en vez de quedarse en su
terreno, que sería la historia y la filosofía; ahora él me reprocha querer “importar” para la crítica literaria “grandes
temas de la filosofía y la historia”, como este si fuera un coto vedado,
exclusivo. Quien reclama ser, no ya moderno, sino muy actualizado, debería abandonar esa idea patrimonial del saber; tener claro que el
conocimiento no está dividido en finquitas que cada cual cultiva sin saltarse la
cerca vecina, y que cuando nos sentamos a escribir, somos absolutamente iguales,
no importa que uno haya estudiado “filosofía” y el otro “filología”; ni el uno
es filósofo ni el otro filólogo. Lo que importa es lo que salga de ahí, el
resultado, lo escrito.
De mi anterior libro, Palabras del trasfondo, Rojas dijo que el origen de la mayoría de
los textos estaba en mi blog; insinuaba, sin probarlo, que no era libro
orgánico. Ahora dice que yo he “reunido” varios ensayos en La revolución congelada. Vamos a ver: en este libro he aprovechado ensayos
míos anteriores, sobre todo “El fantasma de Sartre en Cuba” (Cuadernos Hispanoamericanos,
enero 2007), “Revolución’s
Wake” (Encuentro
de la cultura cubana, primavera-verano, 2008), y “Le
socialisme qui venait du chaud” (Encuentro de la cultura
cubana, verano-otoño 2009), también bastante del tercer capítulo de Palabras del trasfondo, “¿Qué es el
diversionismo ideológico?”. Mientras iba escribiendo mi disertación, preparé con
algo del material de los capítulos primero y cuarto, dedicados al guevarismo y
al tema de la ruina, respectivamente, otros tres ensayitos: “Cuba: utopía
y quimera”, “La revolución congelada” y “La revolución es el espectáculo”,
todos publicados en Diario de Cuba en
2012. El manuscrito de la disertación estuvo terminado a comienzos de ese año; no es que yo venga a reunir ahora esos ensayos anteriores, es
que yo entonces daba a conocer así algunas ideas de mi disertación. Otros lo
hacen en la Revista Hispánica Moderna
o la Revista Iberoamericana, yo lo
hice en Diario de Cuba. El origen de
la primera parte del cuarto capítulo es, por cierto, un artículo académico que
me pidieron para un número monográfico de la Revista Iberoamericana; pero La
revolución congelada salió antes que el número en cuestión, por lo que de
hecho la primicia estuvo en el libro publicado por Verbum. Decir, entonces, que
se trata de una “reunión” de varios ensayos es falso; cualquier lector puede compobarlo.
Cuando
uno reúne ensayos, suele haber repeticiones. Es lo que ocurre en Tumbas sin sosiego (p.370 y 424, p.90 y 160), libro que, sin llegar
a ser un batiburrillo, se puede describir sin manipulación alguna como un volumen
donde han sido reunidos muchos ensayos originalmente autónomos. ¿Dónde están
las repeticiones en La revolución
congelada? Cuando uno simplemente reúne escritos y los presenta como si
fueran uno, se notan los saltos, como en “Lunes
de revolución: Cuba y la izquierda neoyorkina”, el aporte de Rojas al volumen
colectivo El caso P.M. Cine, poder y censura
(Colibrí, 2012), donde de momento (p.98)
el autor empieza a hablar de “Prose Contribution to Cuban Revolution” como si
no hubiera hablado de ese escrito antes (pp.90-93); se trata evidentemente de dos ensayos que han sido pegados sin el menor cuidado. ¿Dónde están estas soluciones de
continuidad en La revolución congelada?
Yo aproveché ensayos y notas anteriores; esos escritos han sido refundidos en La revolución congelada, no yuxtapuestos.
Las tesis centrales están formuladas en las últimas páginas de la Introducción,
y retomadas en cada capítulo sucesivo. Que cada lector juzgue si “es difícil
extraer alguna idea rectora”. El crítico que afirme tal cosa, debe demostrarla
mínimamente.
Vamos a la idea de “la revolución
congelada”. Primero, leí El arte de la
espera hace como diez años; no conservo ese libro ni lo releí cuando estaba
escribiendo mi disertación. No he leído Los
derechos del alma; y en todo caso mi disertación fue presentada dos años antes
de publicarse este último libro, como se puede
consultar en ProQuest. Ciertamente, no me inspiré para nada en Rojas; en todo
caso, si le quedan dudas, que aplique el sentido común: si, como él dice, glosó
bien el libro de marras y yo lo leo mal, es obvio que no estoy copiándolo; de
haberlo hecho no habría caído en el error que me señala de malinterpretar a Feher.
Dado que Rojas y yo frecuentamos un mismo archivo (el cubano) y un mismo tema (la
revolución), no sería la primera vez que coincidimos en alguna
referencia. (NOTA 2)
Aunque menos que el libro de Arendt, el libro de Feher es bastante conocido;
todo aquel más o menos versado en la bibliografía clásica de las revoluciones
lo ha leído, así sea sólo la introducción.
Ahora
bien, Feher aparece citado o mencionado dos o tres veces en mi libro. Nunca se
sugiere allí que la noción de “revolución congelada” es exactamente la del “ensayo
sobre el jacobinismo”. (Rafael Rojas tituló un libro suyo Tumbas sin sosiego, y no creo que se le pueda achacar que le dé a
la frase un sentido muy distinto al del original de Cyril Connolly.) No
obstante, mi idea de la “revolución congelada” no está tan lejos de Feher como
alega Rojas. Feher analiza la “dialéctica de la libertad”, la conversión de la
revolución en terror y dictadura; ello se produce, ciertamente, en 1793, pero no como una contingencia. Esa conversión del ensayo de liberación total de
la humanidad en terror en nombre de la propia humanidad nueva no es un simple desvío;
se pasa de una cosa a su antítesis, en lo que Feher llama una “pirueta
dialéctica”. Como en Sobre la revolución
de Hannah Arendt y El hombre rebelde
de Camus, hay en ello un señalamiento de cierta consecuencia o necesidad, algo que lleva de 1789 a 1793.
“More
often than not, new absolutes are the promises of revolutions as redemptive
acts, as well as their ultimate principle of self-legitimation. Very soon it turned out that this new absolute in the French Revolution,
with its decidedly this-worldly thrust, could only be the revolutionary process
itself. As a result, ‘radicalizing’, accelerating the political process,
surpassing one’s immediate predecessors in ‘revolutionary impatience’, these
became the main revolutionary virtues.”(The
Frozen Revolution, Cambridge University Press, 1987, p.16, énfasis mío) “Muy
pronto”: la crítica de Feher no es sólo al Comité de Salvación Pública. Si el
jacobinismo es el resultado de tres factores, “a driving of the revolutionary
process beyond all limits as the criterion of radicalism, an amalgamation of
radical political motives with social demands, and the rejection of the whole
armory of parliamentary and party policy as it had begun to emerge in the first
years of the Revolution.”(p.22), en la revolución cubana se dan todos a
lo largo de los sesenta, no ya sólo en la “construcción simultánea del
socialismo y el comunismo” y la ofensiva revolucionaria, sino desde los tiempos de la “democracia directa”. El rechazo a la política parlamentaria se
produjo enseguida porque el antiguo régimen no era la
monarquía absoluta sino la democracia burguesa.
La figura que encarna todos esos rasgos
es Ernesto Guevara, no Fidel Castro. Para convertirse en un revolucionario
jacobino, dice Feher, dos inclinaciones eran necesarias: “a Rousseau-inspired needles
capacity for compassion for the suffering of the poor, and a readiness to live
indefinitely and exclusively in the revolutionary process. In my
interpretation, which stands in contrast to that of Arendt, the capacity for
compassion is a phenomenon with a Janus face. On the one hand, it comprises the
indispensable emotional (and intellectual) readiness to feel consternation over
the suffering of others, the urge to alleviate or abolish this suffering, to
transcend the ‘normal’ egoism of an artificial civilization. This was the great
moral contribution of the philosophical revolutionary to the emotional and
moral culture of modernity. On the other hand, it appeared in a dangerous,
because redemptive-absolutist, form. The philosophical revolutionary regarded
himself as the repository of absolute goodness, as one for whom everything is
allowed by virtue of his moving in a revolutionary direction which promises the
abolition of all human suffering. […] Therefore,
in a pirouette of the dialectic of freedom, he is free to do everything. The
second propensity is incomparably more problematic, for it made revolution a métier, a way of life. The professional
revolutionary, whose vested interest was the prolongation of the revolutionary
process, who only felt at home in the storms of the revolution, and felt life
otherwise banal and prosaic, was born with the Jacobin-philosophical
militant.”(p.66) Feher se refiere a Robespierre y a Saint-Just; pero su
descripción del revolucionario jacobino se aplica, palabra por palabra, a
Guevara.
Ahora bien, así como a propósito de Palabras del trasfondo, donde yo no
estaba haciendo una semblanza de Jesús Díaz, Rojas me reprochaba no tener en
cuenta las obras de Jesús Díaz escritas en el exilio, ahora Rojas me reprocha que
no capto los sesenta en su “verdadera diversidad ideológica”, cuando yo no
estoy haciendo una historia intelectual de los sesenta. Por esa regla de tres,
se me podría reprochar no haber captado la verdadera diversidad de la
literatura de los setenta, porque analizo novelas mediocres y no las que Arenas
escribía para la gaveta, y no haber captado la verdadera diversidad de la narrativa de los
noventa, porque me concentro en dos autores –Pedro Juan
Gutiérrez y Antonio José Ponte-, y de ellos, en sólo dos cuentos, "Visión sobre los escombros" y "Un arte de hacer ruinas". ¿Cómo es que no incluí a Ena Lucía
Portela, a Ronaldo Menéndez y a Rolando Sánchez Mejías, excelentes los tres? Porque
mi objeto de análisis es la cuestión de la ruina, y me parece que la manera en
que este motivo aparece en los cuentos de Gutiérrez y Ponte viene a ser la contraparte de
“Estatuas sepultadas” de Benítez Rojo y, en general, de las alegorías revolucionarias de la casa
tomada, provenientes de los sesenta? Rojas afirma rotundamente que “casi todos -o
todos- los temas aludidos en este libro ya han sido trabajados, con mayor
rigor, originalidad y soltura, por académicos o ensayistas, que no siempre
están debidamente citados o referidos”. Le pido que tenga la amabilidad de
aclarar quienes han leído así los cuentos de Ponte y Pedro Juan Gutiérrez, qué
bibliografía no está bien citada y referida, a quién escamoteo para hacer resaltar
la falsa novedad de mi interpretación.
También me reprocha Rojas que no tenga en
cuenta los estudios recientes sobre la Nueva Izquierda: “La historiografía
sobre la Nueva Izquierda se ha renovado extraordinariamente en los últimos
años, reconstruyendo la pluralidad constitutiva de aquellas prácticas y
discursos. A pesar de ser un tema clave en su libro, Díaz no repara en esa
renovación del campo y se relaciona con ese archivo desde ideas anticuadas y
hasta prejuiciadas”. Mi objeto de estudio es el guevarismo, es decir, el ideario
de Guevara; consulté muchísima bibliografía, como se puede ver en las citas del
texto y en las notas al pie. Lo que el guevarismo comparte con la nueva
izquierda es sobre todo la preeminencia de la violencia revolucionaria, algo que
no aparece en el marxismo clásico y que responde desde luego a la crisis del
proletariado como sujeto revolucionario. Por muchos estudios recientes que se
hayan hecho sobre la nueva izquierda, eso está en Fanon y en el prólogo de
Sartre, y fue Hannah Arendt quien mejor lo señaló en su panfleto On Violence, publicado en 1970. Prefiero
concentrarme en ese señalamiento, fundamental, a empezar a mencionar una serie
de estudios recientes que, en una relectura de la nueva izquierda, hubieran
sido imprescindibles, pero en mi análisis del guevarismo me habrían apartado de
mi línea, que es la promiscuidad de la estética y la política en la guevarismo,
las paradojas de ese ideario que, afirmando
de entrada la noción del pueblo como agente, a un tiempo sujeto y objeto de la
transformación revolucionaria, al final no puede sustraerse del todo a la
concepción goebbelsiana del político como artista y las masas como la materia
prima a la que este da forma.
Rojas parece no reparar en lo contradictorio de
decir, por un lado, que mi libro es un conjunto caótico de citas y referencias,
y reprocharme por el otro no haber puesto más referencias, que no haya añadido
más caos al caos. No hablo de esos estudios sobre la nueva izquierda,
pero sí tengo en cuenta los estudios que se han hecho últimamente sobre el
guevarismo. De hecho, mi lectura se coloca, explícitamente, al margen de las
lecturas recientes que de Guevara se han hecho en la academia norteamericana,
donde las críticas “liberales” del guevarismo como la que hago yo no están muy
de moda. De nuevo, le pido a Rojas que ponga un ejemplo de esos estudios
anteriores, no citados ni referidos por mí, que han dicho sobre el guevarismo, antes
y mejor, lo mismo que vengo a decir yo, después y peor, en La revolución congelada.
Que explique qué son “ideas anticuadas”.
¿Desde cuándo la crítica es moda? En todo caso, veamos qué ha sacado Rojas de su estar
al tanto de lo que llama “la renovación del campo”. En la primera sección del
ensayo “Anatomía del entusiasmo” (Encuentro de la cultura cubana,
verano- otoño 2007), Rojas comenta el pensamiento de Guevara a la
luz de Fanon, Sartre y sus ideas de la descolonización. Pero allí, entre otros
errores menores, como decir que “el ensayo “Ideología y revolución” encabezó su
libro Huracán sobre el ázucar”(p.6),
Rojas afirma que Guevara “adoptó directamente de Sartre el tono y los dos
conceptos fundamentales –enajenación y vanguardia- de su ensayo más intenso: El socialismo y el hombre en Cuba”(p.7).
Rojas, como en otras ocasiones, afirma y sigue de largo, sin ofrecer la menor
demostración. Ahora bien, enajenación no es un concepto específicamente
sartreano, y nada hace pensar que a Guevara no le haya llegado por Aníbal
Ponce, o directamente del propio Marx; la noción de vanguardia en Guevara es
obviamente leninista. ¿De dónde saca Rojas que Sartre es una fuente directa
de “El socialismo y el hombre en Cuba”? Si es eso lo que da estar al último
grito de la moda, prefiero ponerme una camisa de guinga marca Yumurí, o un short
reversible de los de hace veinte años.
Escribe
Rojas: “En otro momento del libro se mezclan festinadamente las ideas liberales de
Arendt y Fehér sobre la revolución con el neomarxismo de Alain Badiou, cuyos
conceptos sobre “lo real”, “el evento”, la historia del siglo XX o,
específicamente, el comunismo, no se avienen con pensadores como aquellos, que
llegaron a sostener que el jacobinismo era un antecedente del totalitarismo
comunista y el “socialismo real”. Esos guiños al neomarxismo parecen
epidérmicos, determinados por los rituales de la etiqueta académica y no
verdaderas apropiaciones intelectuales.” Aquí es donde hubiera venido bien una
cita; una aunque sea. ¿En qué momento? Resulta que Slavoj
Žižek visitó Cuba en 2001, y en “Passions of the Real, Passions of the Semblance”, el mismo
ensayo donde interpreta el atentado a las torres gemelas, habla de las extrañas
ruinas de La Habana y la parálisis social del país; dice que Cuba es una de los
lugares donde la pasión de lo Real que caracteriza al siglo XX es más visible.
Cuando leí esa referencia, busqué el libro de Badiou, The Century, y resulta que en la Revolución Cubana estaban todos los rasgos que
para Badiou manifiestan la “pasión de lo real” o “pasión por lo real” –la
violencia como “paradigma subjetivo”, las manifestaciones de masas, el paso de
la libertad total al partidismo en las artes- pero faltaba una última
"dialéctica", justamente la que mencionaba Žižek, que es acaso específica del
comunismo cubano: la del Evento y la Ruina.
En ello encontré un buen hilo conductor, pero la pasión de lo Real es
una noción descriptiva, que en sí misma no tiene nada de marxista. De hecho, aun
cuando Badiou no cita a Arendt, la sombra de On Revolution planea bastante sobre su lectura del siglo XX. El filósofo francés empieza su serie de
conferencias señalando la centralidad de las nociones de guerra y revolución en ese siglo; Arendt, por su parte, había abierto su libro así: “War and
revolutions –as though events had only hurried up to fulfill Lenin’s early
prediction –have thus far determined the physiognomy of the twentieth century.”(On Revolution, Penguin Books, 1965, p.11)
Más adelante, Arendt señala que la interrelación entre ambos fenómenos, aunque
no en sí una novedad del novecientos, experimenta entonces un salto cualitativo, en tanto se ha producido “an altogether different type of event in which it is as though even the
fury of war was merely the prelude, a preparatory stage to the violence
unleashed by revolution” (p.17) Badiou, por su parte, afirma que “Prior to Mao,
and even in Lenin’s thought, war and revolution were contrary terms”(The Century, Polity Press, 2008, p.35);
aunque para él la proximidad de la guerra y la revolución sí es un rasgo distintivo
del siglo XX, es obvio que cuando la señala
como definitoria de la pasión de lo Real se refiere más o menos a la misma
novedad que apuntaba Arendt a comienzos de los sesenta.
Así
que rastrear las paradójicas manifestaciones de la pasión de lo Real en la revolución cubana no
implica en modo alguno reproducir la perspectiva de los que Rojas llama
“neomarxistas” (yo prefiero llamarlos marxistas). Cito de La revolución congelada: “Habría, así, una
extraña confluencia entre el propósito de crear el hombre nuevo, fundado en el
optimismo revolucionario, y la afirmación del pecado original, propia del
pensamiento conservador. Mientras el primero, en la tradición rousseauniana,
afirma que el hombre es bueno y es la sociedad la que lo pervierte, el segundo,
más cerca de De Maistre, sostiene en cambio que el hombre es malo, y se
necesita por tanto de la civilización con sus leyes y costumbres para poner
coto a esa barbarie natural. Según Sartre, en el estalinismo el optimismo
revolucionario esconde un pesimismo conservador de fondo; esta interpretación
está asociada, desde luego, a su comprensión del estalinismo como una
corrupción –lamentable, pero no necesaria- de un proyecto revolucionario
auténtico. Si aceptamos, en cambio, con
Agnes Heller, Leszek Kolakowski y François Furet, que el estalinismo estaba ya
in nuce en el leninismo, habría que
comprender el terror rojo no ya como último avatar travestido del pensamiento
político contrarrevolucionario, sino más bien como la culminación necesaria del
optimismo revolucionario.” (pp.101-102, énfasis mío)
No
hay guiño alguno al “neomarxismo”; de hecho en mi hipótesis, y al cabo
conclusión, de que la congelación de la
revolución es necesaria hay un desacuerdo implícito con Žižek y Badiou.
Porque estos, aunque reconocen los efectos desastrosos que esa persecución de
lo Real ha tenido a lo largo del siglo XX, se sacan un as de la manga para no
echarla por la borda: afirman que esos efectos se deben al predominio de una
“política de la purificación”, de la purga, pero que habría otra manera, una
“política de la sustracción”, aun por explorar. Cito a Zizek: “En
este momento nos enfrentamos con preguntas
clave: ¿el resultado autodestructor de la "pasión por lo real"
significa que debemos adoptar la actitud resignada de mantener las apariencias
que tiene el ultraconservador? ¿Debe ser nuestra última postura una de "no
explorar profundamente lo Real, porque es
posible pillarnos los dedos"? Hay
otro modo, sin embargo, de acercarse a lo Real. La pasión
por lo Real del siglo XX tiene dos lados: el de la purificación y el de la sustracción. No como la purificación, la cual se esfuerza
por aislar el núcleo de lo Real por un despliegue violento, la sustracción comienza del
Vacío, de la reducción ("la
sustracción") de todo contenido determinante, para luego tratar de establecer una diferencia mínima entre este Vacío y un elemento que funciona como su
sustituto. […] La política revolucionaria del siglo XXI debe permanecer fiel a
la “pasión de lo Real” del siglo XX, repitiendo la “política de la
purificación” en la forma de una “política de la sustracción”. (A propósito de Lenin, Atuel, Buenos
Aires, p.17)
Al
insistir, más en la línea del Debray de La
crítica de las armas, que la cooptación de la fuerza de las masas en espectáculo revolucionario era necesaria, está claro
que me coloco en una tradición de crítica vamos a decir en bloque, “liberal”, de la
revolución, que es la de Arendt, Camus, Feher. Si hubiera querido hacer un
“guiño” al neomarxismo, no hubiera destacado la validez de On Violence, un escrito que ha sido duramente criticado por un
influyente “neomarxista” dentro del campo de los estudios latinoamericanos como es
Idelber Avelar. En la introducción a su libro The
Letter of Violence, tras contrastar las posiciones de
Fanon y Arendt, Avelar afirma: “Arendt’s pamphlet reads more like a testimony
to a mode of reflection now definitely burried than as a source of posible insights
for today’s thinking.” (The Letter of
Violence, Palgrave, Macmillan, 2004, p.8) Desde la perspectiva de Avelar,
mi crítica del guevarismo, que se inspira bastante en On Violence de Arendt, resulta
absolutamente trasnochada. No sé si Rojas, al señalar que mi crítica del radicalismo de los sesenta está informada por ideas anticuadas, tenga en mente un tipo de crítica como la que hace Avelar, cuya mezcla sofisticada de marxismo y deconstrucción es buen ejemplo de lo que en la academia norteamericana se considera "cutting edge".
Dice Rojas que “confunde [Díaz],
como es tan común en la opinión pública de la isla o del exilio, revolución con
fidelismo o castrismo, socialismo o totalitarismo, es decir, confunde
revolución y régimen.” Ahora bien, no se trata de una confusión inadvertida,
sino de una tesis formulada como tal. Cito el último párrafo
del capítulo introductorio de La
revolución congelada. “El balance de nuestra
investigación sobre las dialécticas de la revolución nos conducirá, contra el
criterio de la mayoría de los turistas revolucionarios y de muchos disidentes
cubanos, a sostener que la revolución es o aquel “minuto sagrado” que describió
Piñera, o las cinco décadas de dictadura en su nombre. Es todo –la larga,
inconclusa dictadura-, o nada –ese instante del Evento revolucionario que el
régimen pretende eternizar. Nos parece entonces que la doctrina castrista
comporta, a su pesar, una verdad: la Revolución es eterna, inmortal, como que
es –siempre fue- un fantasma.” (p.57)
¿Cuándo terminó la revolución? Frente a esa ideología oficial que establece un continuum entre el triunfo del movimiento nacionalista que derrocó a la dictadura de Batista
el 1 de enero de 1959 y el régimen comunista establecido después, opositores,
disidentes y desencantados han intentado distinguir la Revolución legítima de
la dictadura de Castro. Según los sectores democráticos del 26 de julio y el
Directorio Revolucionario, que debieron exilarse o engrosaron la nómina del
presidio político, la Revolución de 1959, que se hizo en nombre de la
Constitución de 1940 y prometió elecciones en seis meses, fue traicionada por
Castro en alianza con los comunistas. Habría terminado, entonces, en algún
punto de 1959 o 1960 –la destitución del presidente Urrutia, la prisión de
Huber Matos, el cierre de la prensa libre-; definitivamente en 1961, cuando se
declara el “carácter socialista de la Revolución”. Otros, en cambio, se
identifican con aquel impulso inicial de un socialismo autóctono movido por el
afán de independencia nacional y justicia social. En su Informe contra mí mismo, Eliseo Alberto Diego afirma, por ejemplo,
que el fin la de la Revolución coincide con el fin de la década del sesenta: el
apoyo de Castro a la invasión soviética en Checoslovaquia sería un síntoma del
agotamiento, consumado en los años setenta. Esa idea aparece en muchos otros escritos de cubanos y extranjeros, como los libros Cuba, est-il socialiste? de K. S.
Karol y Les guerrilleros au pouvoir de René Dumont, publicados en 1970.
Existe aun otra posición al respecto: según Norberto Fuentes, el “fin de la Revolución Cubana” fue el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa en 1989, luego de la célebre Causa 1. Casualmente, fue entonces que el autor de Dulces guerreros cubanos, quien formaba parte de ese círculo de poder asociado a las guerrillas latinoamericanas y a las intervenciones cubanas en África, cayó en desgracia. A menudo las posiciones en el debate sobre el final de la Revolución equivalen al momento en que cada quien pasa de cómplice a víctima, o de partidario a desencantado. El verdadero fin, ¿fue en 1980, con la crisis de Mariel? ¿o 1971, con el fracaso de la zafra que aceleró la entrada de Cuba en el CAME y la conversión del país en casi un satélite de la URSS? ¿o en 1968, con la Ofensiva Revolucionaria y el primer capítulo del “caso Padilla”? ¿O aun en 1961, cuando se declara el carácter socialista de la Revolución? ¿marzo de 1960, con el fin de la prensa libre? ¿la supresión del habeas corpus para llevar a cabo los fusilamientos después de juicios sumarios? ¿el día en que a Ernesto Guevara de la Serna, natural de Rosario, Argentina, se le concedió la ciudadanía cubana por nacimiento, pues la constitución vigente prohibía a los extranjeros ocupar cargos públicos?
Existe aun otra posición al respecto: según Norberto Fuentes, el “fin de la Revolución Cubana” fue el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa en 1989, luego de la célebre Causa 1. Casualmente, fue entonces que el autor de Dulces guerreros cubanos, quien formaba parte de ese círculo de poder asociado a las guerrillas latinoamericanas y a las intervenciones cubanas en África, cayó en desgracia. A menudo las posiciones en el debate sobre el final de la Revolución equivalen al momento en que cada quien pasa de cómplice a víctima, o de partidario a desencantado. El verdadero fin, ¿fue en 1980, con la crisis de Mariel? ¿o 1971, con el fracaso de la zafra que aceleró la entrada de Cuba en el CAME y la conversión del país en casi un satélite de la URSS? ¿o en 1968, con la Ofensiva Revolucionaria y el primer capítulo del “caso Padilla”? ¿O aun en 1961, cuando se declara el carácter socialista de la Revolución? ¿marzo de 1960, con el fin de la prensa libre? ¿la supresión del habeas corpus para llevar a cabo los fusilamientos después de juicios sumarios? ¿el día en que a Ernesto Guevara de la Serna, natural de Rosario, Argentina, se le concedió la ciudadanía cubana por nacimiento, pues la constitución vigente prohibía a los extranjeros ocupar cargos públicos?
Como en una aporía de Zenón, hay
siempre un punto anterior; por eso propongo la idea de que la revolución es ese momento de
pura espontaneidad, donde el pueblo, "por unas horas dueño absoluto de la
ciudad", no había sido cooptado aun, o la interminable dictadura que ya entonces
nacía fatalmente. Que la revolución estaba ya congelada, mucho
antes de la institucionalización a la soviética. Y sí,
paradójicamente ello coincide en alguna medida –sólo en parte: porque yo digo que la
revolución es o ese "minuto sagrado" anterior a toda organización
o la larga dictadura, mientras el castrismo no admite la disyuntiva- con el discurso oficial, pero no desde luego con el del exilio, donde está bastante arraigada la
idea de la "revolución traicionada". Rojas sabe bien que la asociación entre
revolución y régimen no es tan común en el exilio, pero lo oculta para apuntalar su idea de que reproduzco “estereotipos
ideológicos”. Semejante manipulación no busca otra cosa que sacar mi obra del campo de la crítica intelectual y la historiografía seria para colocarla
en el espacio de la opinión pública y la polémica intrascendente; es lo mismo que hizo ya con Palabras del trasfondo. Si en La revolución congelada hay “muy poca inmersión en la historia
intelectual y la filosofía política”, cero “voz
ensayística” y demasiada “lectura ideológica de la literatura”, ¿qué queda sino
un estentóreo "¡Abajo Fidel!"?
Él me quiere ver en la manifestación de Vigilia
Mambisa, manejando la aplanadora, y me le aparezco frente a aquella valla
propagandística retratada por Wim Wenders en un inhóspito parqueo de La
Habana. Comprendiendo, con horror infinito, en la Gran Mentira una terrible verdad. Que esa dictadura inverosímil y aun increíble es Ella, la Revolución, la misma que Cabrera Infante vio, extático, en la marcha del 2 de enero de 1961. Que la eterna pesadilla estaba ya, de alguna manera, en aquel instante onírico donde, como magistralmente contara Virgilio Piñera, el pueblo "como río desbordado se lanzó a la calle con furia incontenible".
Notas
1) “Dice Rojas que en mi crítica “predomina la retórica
de la diatriba, sea contra Mañach, contra Orígenes
–o, más bien, cierto “origenismo” que deliberadamente confunde con esa revista y
los poetas que la editaron- o contra los tantos escritores que enjuicia como
“cómplices del regimen””. La manipulación aquí es evidente: es obvio que no hay
no ya diatriba, sino apenas crítica de Mañach en mi libro Mañach o la República –un libro al que, ciertamente, se le pueden
señalar muchas faltas, pero no eso; el reproche de que “enjuicio” a los
escritores cubanos en proporción directa a su anticastrismo la refuté en
“Hablemos de diferencias”, que se puede leer en este blog. En cuanto a mi
crítica de Orígenes, en Límites del origenismo está más que claro que yo
no hablo de la revista Orígenes sino
de ese origenismo que tuvo en Vitier su principal adalid. Mi libro es, en buena
medida, una crítica de Lo cubano en la
poesía, que desde luego no se publicó en Orígenes. Cuando Rojas lo llama, en La vanguardia peregrina, “el mejor estudio sobre la recepción de
los escritores de Orígenes en la
isla”(p.146) está tergiversando su contenido. (El elogio es, desde luego,
vacío: que yo sepa, no existe ningún estudio de recepción de los escritores de Orígenes, así que el primer estudio de
ese tipo que aparezca será, by default, el mejor) Y cae, de nuevo, en
una contradicción. Si se trata de un estudio de recepción, ¿cómo es que en él
predomina la "retórica de la diatriba"? Un estudio de recepción es
necesariamente neutro, objetivo, y donde hay diatriba no puede haber
neutralidad. Hoy por hoy, no suscribiría todas las ideas de ese libro, pero sí
las críticas que en él le hice a Rafael Rojas, así como mi parte en la controversia
sobre Eliseo Diego que se derivó de ahí, y que, por cierto, empezó Rojas al
cuestionar mi interpretación de "Pequeña historia de Cuba". Podrá
haber polémica en Límites del origenismo, pero no manipulación; no le
atribuyo, ni a los origenistas ni a nadie más, cosas que no hayan dicho para
así refutarlas fácilmente, cosa que Rafael Rojas ha hecho de sobra cuando ha
reseñado mis dos últimos libros.
2) En su artículo, “Nombrando el
huracán” (Diario de Cuba, 12 de marzo
de 2012), sobre Waldo Frank, Rojas escribe: “Por ejemplo, la visión de la
cultura popular cubana del escritor newyorkino era muy parecida que (sic) la
que se pondría en evidencia en el mismo año de 1961 con la censura del film PM
de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal y el cierre de Lunes de
Revolución. / En un paseo por la playa con Nicolás Guillén, "el más
grande de los poetas afrocubanos, quien ha puesto en los feroces moldes
rítmicos de sus antepasados una apasionada substancia viviente
contemporánea", Frank observa una conga que asocia con la decadencia y la
frustración. Lo mismo dice de la cantante La Lupe, a quien llama "Lupe la
Loca", quien canta en un "club nocturno de La Habana y se arroja en
orgasmo de movimientos" y "habla a una Cuba decadente cuyos sentidos
explosivos expresan frustración". En mi libro Palabras de trasfondo, glosé ese pasaje de Waldo Frank, justamente
en la parte dedicada a la censura de P.M. (p.76-77) Dice Rojas en La vanguardia peregrina: “Como Casal,
Sarduy era capaz de ver caer nieve en La Habana […]”(p.61). En Palabras del trasfondo, escribí: “La
nieve cayendo en La Habana, al final de De
donde son los cantantes, ¿no venía, de alguna manera, a cumplir aquel sueño
decadentista que hizo a Casal llamar Nieve
a uno de sus libros?” (p.143) Ahora bien, no estoy diciendo ni sugiriendo que
Rojas me haya copiado; esas asociaciones se le pueden haber ocurrido a él por
su propia cuenta, pues no tienen mucho de original. De hecho, la similitud la
nieve de Casal y la de Sarduy seguramente ha sido señalada por algún crítico
mucho antes que yo; y quizás también la relación entre la escena de Waldo Frank
y la censura de P.M., aunque ese
libro de Waldo Frank es menos conocido que Casal y son menos los que han
escrito sobre P.M. que los que han escrito sobre Sarduy.