viernes, 5 de septiembre de 2014

¿Qué ha tocado ese? Nueva refutación de Rojas





      Hace un tiempo escribí una reseña muy crítica de La vanguardia peregrina; tres meses después su autor sacó una breve nota donde la tachaba de “diatriba”. En principio pensé no responder, pero al ver cómo Rojas insistía en defender, a golpe de falacia, su libro indefendible, le repliqué largamente, con argumentos razonados y abundantes citas. Sólo unos días después Rojas ha sacado una reseña –aunque más bien se trata de una nota- sobre mi último libro, recién publicado por Verbum. La consecuencia entre esta nota y la crítica aparecida en este blog es evidente. Rojas ya no intentará más defender La vanguardia peregrina; ahora va a por La revolución congelada. Su corneta ha tocado a degüello…
       Hacia el final de la nota, Rojas dice que no va a imitarme, pero su discurso en algo recuerda al mío. Yo digo que su libro no es en realidad orgánico; él dice que el mío no es orgánico. Yo digo que la idea central de la “vanguardia peregrina” es espuria; él dice que mi idea de “revolución congelada” es fundamentalmente errada y muy cuestionable. Yo digo que le falta rigor en el trabajo con el archivo y con la teoría; él dice que en mi libro, más que imprecisión, hay “amalgama conceptual”. Yo digo que a su prosa le falta sorpresa, fuerza y gracia; él dice que no tengo “voz ensayística”. Yo digo que “La prole de Virgilio” es un ensayo superficial, él dice que la crítica que hay en La revolución congelada es “en extremo superficial”. Yo afirmo que sus últimos libros (de tema cubano) son peores que los primeros; él no dice, pero sugiere que mi último libro es el peor de los que he escrito, pues los anteriores no le merecieron una opinión tan desfavorable. Puesto así, pareceríamos dos niños mentándonos nuestras respectivas madres durante el recreo, o dos políticos españoles echándonos en cara la corrupción: “-¿Qué me dices de los millones de Bárcenas en Suiza?, -Acuérdate de los EREs de Andalucía…”
      Pero hay una diferencia; en el discurso de Rojas faltan, una vez más, citas del libro criticado, argumentos, demostraciones. Rojas me imita en la forma, pero no en el contenido. De ahí ese regusto a cascarón vacío que deja su nota; falto de cimientos, todo el discurso está a punto de venirse abajo; quitando la intención de citicar lo más posible mi libro, poco queda. La crítica de Rojas es, para decirlo en términos que recuerdan a nuestros años sesenta, puro voluntarismo. Él, que me reprocha usar un lenguaje violento, recurre ahora a la ultima ratio regum, pero se nota su falta de convicción. ¿De veras cree que “el aporte de este libro, junto a otros que están renovando las visiones sobre la realidad insular, en los años 60 y 70, es menor”? Con su nota sobre La revolución congelada Rojas sólo ha demostrado dos cosas; que no tiene cómo refutar mis críticas a La vanguardia peregrina, y que no es capaz de articular una crítica coherente de La revolución congelada.
       Una vez más, los argumentos eran necesarios, porque hay que respetar un poco a los lectores, a los de hoy y a los de mañana. Lo escrito, escrito está: ambos libros están ahí, cualquiera puede y podrá leerlos y cotejarlos con las respectivas reseñas, juzgar donde hay razón y donde no. No obstante, me toca una vez más refutar a Rojas, y lo haré con detenimiento, flema incluso. Porque sé que La revolución congelada no es ese amasijo de citas incoherentes e ideas anticuadas que dice él, su crítica no me ha sacado del paso. Si Rojas ha subido el tono de su discurso; yo rebajaré el mío. La nota de Rojas tiene que ser breve, no porque su autor carezca de energía (sabemos que ha escrito no pocas páginas sobre libros insignificantes) sino porque sólo se fundamenta en la autoridad; quien está autorizado no tiene que dar explicaciones. La mía tiene que ser larga; todo lo favorece a él: curriculum, nombre, poder…
      Si mi idea de la crítica es, como afirma Rojas, “agonística” (NOTA 1) su idea de la crítica es diplomática, yo diría que política, en el sentido populista del término. “Todo el mundo tendrá televisores”. Rojas ha mencionado y reseñado en buenos términos a cuánto escritor o crítico cubano hay –con algunas excepciones, claro. Que sale un libro en Cuba, él lo mencionará muy pronto. Que en el exilio, también será comentado, siempre con generosidad; cuando haya una crítica, vendrá la palmadita en el hombro. El tono es por lo general de bonhomía. ¿Quién dijo que la cubanidad no es amor? Rojas reparte a manos llenas capital simbólico bajo la especie de reseñas, notas y menciones de todo tipo. No importa que la lectura sea superficial, que la mención sobre; lo que importa es marcar el terreno, agrimensar. Ese capital simbólico crecerá, conformando una especie de blindaje de su obra, una predisposición positiva. ¿Cómo enfrentarse a la Bondad? ¿Cómo decir que aquel que quiere incluirnos a todos y para el bien de todos no escribe tan bien, no es tan riguroso con el archivo cubano, no es tan sagaz en su “uso” de la teoría?  
       Si lo ponemos en términos duelísticos, él es caballero con armadura y todo; yo voy a pie y descalzo. Por eso tengo que esforzarme más, no me queda otra que convencer a los lectores, esa única opción de la que él prescinde una y otra vez. Mi crítica ha de legitimarse en sí misma, lo cual está, por cierto, en plena concordancia con el linaje moderno, ilustrado, de esta actividad intelectual; porque la crítica no se legitima en “estudios de filosofía e historia” ni de ninguna otra clase, ella misma debe probarse una y otra vez. Nunca le he reprochado a Rojas, como alguna vez han hecho otros, que se meta en la crítica literaria en vez de quedarse en su terreno, que sería la historia y la filosofía; ahora él me reprocha querer “importar” para la crítica literaria “grandes temas de la filosofía y la historia”, como este si fuera un coto vedado, exclusivo. Quien reclama ser, no ya moderno, sino muy actualizado, debería abandonar esa idea patrimonial del saber; tener claro que el conocimiento no está dividido en finquitas que cada cual cultiva sin saltarse la cerca vecina, y que cuando nos sentamos a escribir, somos absolutamente iguales, no importa que uno haya estudiado “filosofía” y el otro “filología”; ni el uno es filósofo ni el otro filólogo. Lo que importa es lo que salga de ahí, el resultado, lo escrito.  
       De mi anterior libro, Palabras del trasfondo, Rojas dijo que el origen de la mayoría de los textos estaba en mi blog; insinuaba, sin probarlo, que no era libro orgánico. Ahora dice que yo he “reunido” varios ensayos en La revolución congelada. Vamos a ver: en este libro he aprovechado ensayos míos anteriores, sobre todo “El fantasma de Sartre en Cuba” (Cuadernos Hispanoamericanos, enero 2007), “Revolución’s Wake” (Encuentro de la cultura cubana, primavera-verano, 2008), y “Le socialisme qui venait du chaud” (Encuentro de la cultura cubana, verano-otoño 2009), también bastante del tercer capítulo de Palabras del trasfondo, “¿Qué es el diversionismo ideológico?”. Mientras iba escribiendo mi disertación, preparé con algo del material de los capítulos primero y cuarto, dedicados al guevarismo y al tema de la ruina, respectivamente, otros tres ensayitos: “Cuba: utopía y quimera”, “La revolución congelada” y “La revolución es el espectáculo”, todos publicados en Diario de Cuba en 2012. El manuscrito de la disertación estuvo terminado a comienzos de ese año; no es que yo venga a reunir ahora esos ensayos anteriores, es que yo entonces daba a conocer así algunas ideas de mi disertación. Otros lo hacen en la Revista Hispánica Moderna o la Revista Iberoamericana, yo lo hice en Diario de Cuba. El origen de la primera parte del cuarto capítulo es, por cierto, un artículo académico que me pidieron para un número monográfico de la Revista Iberoamericana; pero La revolución congelada salió antes que el número en cuestión, por lo que de hecho la primicia estuvo en el libro publicado por Verbum. Decir, entonces, que se trata de una “reunión” de varios ensayos es falso; cualquier lector puede compobarlo.
       Cuando uno reúne ensayos, suele haber repeticiones. Es lo que ocurre en Tumbas sin sosiego (p.370 y 424, p.90 y 160), libro que, sin llegar a ser un batiburrillo, se puede describir sin manipulación alguna como un volumen donde han sido reunidos muchos ensayos originalmente autónomos. ¿Dónde están las repeticiones en La revolución congelada? Cuando uno simplemente reúne escritos y los presenta como si fueran uno, se notan los saltos, como en “Lunes de revolución: Cuba y la izquierda neoyorkina”, el aporte de Rojas al volumen colectivo El caso P.M. Cine, poder y censura (Colibrí, 2012), donde de momento (p.98) el autor empieza a hablar de “Prose Contribution to Cuban Revolution” como si no hubiera hablado de ese escrito antes (pp.90-93); se trata evidentemente de dos ensayos que han sido pegados sin el menor cuidado. ¿Dónde están estas soluciones de continuidad en La revolución congelada? Yo aproveché ensayos y notas anteriores; esos escritos han sido refundidos en La revolución congelada, no yuxtapuestos. Las tesis centrales están formuladas en las últimas páginas de la Introducción, y retomadas en cada capítulo sucesivo. Que cada lector juzgue si “es difícil extraer alguna idea rectora”. El crítico que afirme tal cosa, debe demostrarla mínimamente.
         Vamos a la idea de “la revolución congelada”. Primero, leí El arte de la espera hace como diez años; no conservo ese libro ni lo releí cuando estaba escribiendo mi disertación. No he leído Los derechos del alma; y en todo caso mi disertación fue presentada dos años antes de publicarse este último libro, como se puede consultar en ProQuest. Ciertamente, no me inspiré para nada en Rojas; en todo caso, si le quedan dudas, que aplique el sentido común: si, como él dice, glosó bien el libro de marras y yo lo leo mal, es obvio que no estoy copiándolo; de haberlo hecho no habría caído en el error que me señala de malinterpretar a Feher. Dado que Rojas y yo frecuentamos un mismo archivo (el cubano) y un mismo tema (la revolución), no sería la primera vez que coincidimos en alguna referencia. (NOTA 2) Aunque menos que el libro de Arendt, el libro de Feher es bastante conocido; todo aquel más o menos versado en la bibliografía clásica de las revoluciones lo ha leído, así sea sólo la introducción.
      Ahora bien, Feher aparece citado o mencionado dos o tres veces en mi libro. Nunca se sugiere allí que la noción de “revolución congelada” es exactamente la del “ensayo sobre el jacobinismo”. (Rafael Rojas tituló un libro suyo Tumbas sin sosiego, y no creo que se le pueda achacar que le dé a la frase un sentido muy distinto al del original de Cyril Connolly.) No obstante, mi idea de la “revolución congelada” no está tan lejos de Feher como alega Rojas. Feher analiza la “dialéctica de la libertad”, la conversión de la revolución en terror y dictadura; ello se produce, ciertamente, en 1793, pero no como una contingencia. Esa conversión del ensayo de liberación total de la humanidad en terror en nombre de la propia humanidad nueva no es un simple desvío; se pasa de una cosa a su antítesis, en lo que Feher llama una “pirueta dialéctica”. Como en Sobre la revolución de Hannah Arendt y El hombre rebelde de Camus, hay en ello un señalamiento de cierta consecuencia o necesidad, algo que lleva de 1789 a 1793.
       “More often than not, new absolutes are the promises of revolutions as redemptive acts, as well as their ultimate principle of self-legitimation. Very soon it turned out that this new absolute in the French Revolution, with its decidedly this-worldly thrust, could only be the revolutionary process itself. As a result, ‘radicalizing’, accelerating the political process, surpassing one’s immediate predecessors in ‘revolutionary impatience’, these became the main revolutionary virtues.”(The Frozen Revolution, Cambridge University Press, 1987, p.16, énfasis mío) “Muy pronto”: la crítica de Feher no es sólo al Comité de Salvación Pública. Si el jacobinismo es el resultado de tres factores, “a driving of the revolutionary process beyond all limits as the criterion of radicalism, an amalgamation of radical political motives with social demands, and the rejection of the whole armory of parliamentary and party policy as it had begun to emerge in the first years of the Revolution.”(p.22), en la revolución cubana se dan todos a lo largo de los sesenta, no ya sólo en la “construcción simultánea del socialismo y el comunismo” y la ofensiva revolucionaria, sino desde los tiempos de la “democracia directa”. El rechazo a la política parlamentaria se produjo enseguida porque el antiguo régimen no era la monarquía absoluta sino la democracia burguesa.
        La figura que encarna todos esos rasgos es Ernesto Guevara, no Fidel Castro. Para convertirse en un revolucionario jacobino, dice Feher, dos inclinaciones eran necesarias: “a Rousseau-inspired needles capacity for compassion for the suffering of the poor, and a readiness to live indefinitely and exclusively in the revolutionary process. In my interpretation, which stands in contrast to that of Arendt, the capacity for compassion is a phenomenon with a Janus face. On the one hand, it comprises the indispensable emotional (and intellectual) readiness to feel consternation over the suffering of others, the urge to alleviate or abolish this suffering, to transcend the ‘normal’ egoism of an artificial civilization. This was the great moral contribution of the philosophical revolutionary to the emotional and moral culture of modernity. On the other hand, it appeared in a dangerous, because redemptive-absolutist, form. The philosophical revolutionary regarded himself as the repository of absolute goodness, as one for whom everything is allowed by virtue of his moving in a revolutionary direction which promises the abolition of all human suffering. [] Therefore, in a pirouette of the dialectic of freedom, he is free to do everything. The second propensity is incomparably more problematic, for it made revolution a métier, a way of life. The professional revolutionary, whose vested interest was the prolongation of the revolutionary process, who only felt at home in the storms of the revolution, and felt life otherwise banal and prosaic, was born with the Jacobin-philosophical militant.”(p.66) Feher se refiere a Robespierre y a Saint-Just; pero su descripción del revolucionario jacobino se aplica, palabra por palabra, a Guevara.
       Ahora bien, así como a propósito de Palabras del trasfondo, donde yo no estaba haciendo una semblanza de Jesús Díaz, Rojas me reprochaba no tener en cuenta las obras de Jesús Díaz escritas en el exilio, ahora Rojas me reprocha que no capto los sesenta en su “verdadera diversidad ideológica”, cuando yo no estoy haciendo una historia intelectual de los sesenta. Por esa regla de tres, se me podría reprochar no haber captado la verdadera diversidad de la literatura de los setenta, porque analizo novelas mediocres y no las que Arenas escribía para la gaveta, y no haber captado la verdadera diversidad de la narrativa de los noventa, porque me concentro en dos autores –Pedro Juan Gutiérrez y Antonio José Ponte-, y de ellos, en sólo dos cuentos, "Visión sobre los escombros" y "Un arte de hacer ruinas". ¿Cómo es que no incluí a Ena Lucía Portela, a Ronaldo Menéndez y a Rolando Sánchez Mejías, excelentes los tres? Porque mi objeto de análisis es la cuestión de la ruina, y me parece que la manera en que este motivo aparece en los cuentos de Gutiérrez y Ponte viene a ser la contraparte de “Estatuas sepultadas” de Benítez Rojo y, en general, de las alegorías revolucionarias de la casa tomada, provenientes de los sesenta? Rojas afirma rotundamente que “casi todos -o todos- los temas aludidos en este libro ya han sido trabajados, con mayor rigor, originalidad y soltura, por académicos o ensayistas, que no siempre están debidamente citados o referidos”. Le pido que tenga la amabilidad de aclarar quienes han leído así los cuentos de Ponte y Pedro Juan Gutiérrez, qué bibliografía no está bien citada y referida, a quién escamoteo para hacer resaltar la falsa novedad de mi interpretación.
    También me reprocha Rojas que no tenga en cuenta los estudios recientes sobre la Nueva Izquierda: “La historiografía sobre la Nueva Izquierda se ha renovado extraordinariamente en los últimos años, reconstruyendo la pluralidad constitutiva de aquellas prácticas y discursos. A pesar de ser un tema clave en su libro, Díaz no repara en esa renovación del campo y se relaciona con ese archivo desde ideas anticuadas y hasta prejuiciadas”. Mi objeto de estudio es el guevarismo, es decir, el ideario de Guevara; consulté muchísima bibliografía, como se puede ver en las citas del texto y en las notas al pie. Lo que el guevarismo comparte con la nueva izquierda es sobre todo la preeminencia de la violencia revolucionaria, algo que no aparece en el marxismo clásico y que responde desde luego a la crisis del proletariado como sujeto revolucionario. Por muchos estudios recientes que se hayan hecho sobre la nueva izquierda, eso está en Fanon y en el prólogo de Sartre, y fue Hannah Arendt quien mejor lo señaló en su panfleto On Violence, publicado en 1970. Prefiero concentrarme en ese señalamiento, fundamental, a empezar a mencionar una serie de estudios recientes que, en una relectura de la nueva izquierda, hubieran sido imprescindibles, pero en mi análisis del guevarismo me habrían apartado de mi línea, que es la promiscuidad de la estética y la política en la guevarismo, las paradojas de ese ideario que, afirmando de entrada la noción del pueblo como agente, a un tiempo sujeto y objeto de la transformación revolucionaria, al final no puede sustraerse del todo a la concepción goebbelsiana del político como artista y las masas como la materia prima a la que este da forma.
      Rojas parece no reparar en lo contradictorio de decir, por un lado, que mi libro es un conjunto caótico de citas y referencias, y reprocharme por el otro no haber puesto más referencias, que no haya añadido más caos al caos. No hablo de esos estudios sobre la nueva izquierda, pero sí tengo en cuenta los estudios que se han hecho últimamente sobre el guevarismo. De hecho, mi lectura se coloca, explícitamente, al margen de las lecturas recientes que de Guevara se han hecho en la academia norteamericana, donde las críticas “liberales” del guevarismo como la que hago yo no están muy de moda. De nuevo, le pido a Rojas que ponga un ejemplo de esos estudios anteriores, no citados ni referidos por mí, que han dicho sobre el guevarismo, antes y mejor, lo mismo que vengo a decir yo, después y peor, en La revolución congelada.
       Que explique qué son “ideas anticuadas”. ¿Desde cuándo la crítica es moda? En todo caso, veamos qué ha sacado Rojas de su estar al tanto de lo que llama “la renovación del campo”. En la primera sección del ensayo “Anatomía del entusiasmo” (Encuentro de la cultura cubana, verano- otoño 2007), Rojas comenta el pensamiento de Guevara a la luz de Fanon, Sartre y sus ideas de la descolonización. Pero allí, entre otros errores menores, como decir que “el ensayo “Ideología y revolución” encabezó su libro Huracán sobre el ázucar”(p.6), Rojas afirma que Guevara “adoptó directamente de Sartre el tono y los dos conceptos fundamentales –enajenación y vanguardia- de su ensayo más intenso: El socialismo y el hombre en Cuba”(p.7). Rojas, como en otras ocasiones, afirma y sigue de largo, sin ofrecer la menor demostración. Ahora bien, enajenación no es un concepto específicamente sartreano, y nada hace pensar que a Guevara no le haya llegado por Aníbal Ponce, o directamente del propio Marx; la noción de vanguardia en Guevara es obviamente leninista. ¿De dónde saca Rojas que Sartre es una fuente directa de “El socialismo y el hombre en Cuba”? Si es eso lo que da estar al último grito de la moda, prefiero ponerme una camisa de guinga marca Yumurí, o un short reversible de los de hace veinte años.
       Escribe Rojas: “En otro momento del libro se mezclan festinadamente las ideas liberales de Arendt y Fehér sobre la revolución con el neomarxismo de Alain Badiou, cuyos conceptos sobre “lo real”, “el evento”, la historia del siglo XX o, específicamente, el comunismo, no se avienen con pensadores como aquellos, que llegaron a sostener que el jacobinismo era un antecedente del totalitarismo comunista y el “socialismo real”. Esos guiños al neomarxismo parecen epidérmicos, determinados por los rituales de la etiqueta académica y no verdaderas apropiaciones intelectuales.” Aquí es donde hubiera venido bien una cita; una aunque sea. ¿En qué momento? Resulta que Slavoj Žižek visitó Cuba en 2001, y en “Passions of the Real, Passions of the Semblance”, el mismo ensayo donde interpreta el atentado a las torres gemelas, habla de las extrañas ruinas de La Habana y la parálisis social del país; dice que Cuba es una de los lugares donde la pasión de lo Real que caracteriza al siglo XX es más visible. Cuando leí esa referencia, busqué el libro de Badiou, The Century, y resulta que en la Revolución Cubana estaban todos los rasgos que para Badiou manifiestan la “pasión de lo real” o “pasión por lo real” –la violencia como “paradigma subjetivo”, las manifestaciones de masas, el paso de la libertad total al partidismo en las artes- pero faltaba una última "dialéctica", justamente la que mencionaba Žižek, que es acaso específica del comunismo cubano: la del Evento y la Ruina. 
      En ello encontré un buen hilo conductor, pero la pasión de lo Real es una noción descriptiva, que en sí misma no tiene nada de marxista. De hecho, aun cuando Badiou no cita a Arendt, la sombra de On Revolution planea bastante sobre su lectura del siglo XX. El filósofo francés empieza su serie de conferencias señalando la centralidad de las nociones de guerra y revolución en ese siglo; Arendt, por su parte, había abierto su libro así: “War and revolutions –as though events had only hurried up to fulfill Lenin’s early prediction –have thus far determined the physiognomy of the twentieth century.”(On Revolution, Penguin Books, 1965, p.11) Más adelante, Arendt señala que la interrelación entre ambos fenómenos, aunque no en sí una novedad del novecientos, experimenta entonces un salto cualitativo, en tanto se ha producido “an altogether different type of event in which it is as though even the fury of war was merely the prelude, a preparatory stage to the violence unleashed by revolution” (p.17) Badiou, por su parte, afirma que “Prior to Mao, and even in Lenin’s thought, war and revolution were contrary terms”(The Century, Polity Press, 2008, p.35); aunque para él la proximidad de la guerra y la revolución sí es un rasgo distintivo del siglo XX, es obvio que cuando la señala como definitoria de la pasión de lo Real se refiere más o menos a la misma novedad que apuntaba Arendt a comienzos de los sesenta. 
       Así que rastrear las paradójicas manifestaciones de la pasión de lo Real en la revolución cubana no implica en modo alguno reproducir la perspectiva de los que Rojas llama “neomarxistas” (yo prefiero llamarlos marxistas). Cito de La revolución congelada: “Habría, así, una extraña confluencia entre el propósito de crear el hombre nuevo, fundado en el optimismo revolucionario, y la afirmación del pecado original, propia del pensamiento conservador. Mientras el primero, en la tradición rousseauniana, afirma que el hombre es bueno y es la sociedad la que lo pervierte, el segundo, más cerca de De Maistre, sostiene en cambio que el hombre es malo, y se necesita por tanto de la civilización con sus leyes y costumbres para poner coto a esa barbarie natural. Según Sartre, en el estalinismo el optimismo revolucionario esconde un pesimismo conservador de fondo; esta interpretación está asociada, desde luego, a su comprensión del estalinismo como una corrupción –lamentable, pero no necesaria- de un proyecto revolucionario auténtico. Si aceptamos, en cambio, con Agnes Heller, Leszek Kolakowski y François Furet, que el estalinismo estaba ya in nuce en el leninismo, habría que comprender el terror rojo no ya como último avatar travestido del pensamiento político contrarrevolucionario, sino más bien como la culminación necesaria del optimismo revolucionario.” (pp.101-102, énfasis mío)
      No hay guiño alguno al “neomarxismo”; de hecho en mi hipótesis, y al cabo conclusión, de que la congelación de la revolución es necesaria hay un desacuerdo implícito con Žižek y Badiou. Porque estos, aunque reconocen los efectos desastrosos que esa persecución de lo Real ha tenido a lo largo del siglo XX, se sacan un as de la manga para no echarla por la borda: afirman que esos efectos se deben al predominio de una “política de la purificación”, de la purga, pero que habría otra manera, una “política de la sustracción”, aun por explorar. Cito a Zizek: “En este momento nos enfrentamos con preguntas clave: ¿el resultado autodestructor de la "pasión por lo real" significa que debemos adoptar la actitud resignada de mantener las apariencias que tiene el ultraconservador? ¿Debe ser nuestra última postura una de "no explorar profundamente lo Real, porque es posible pillarnos los dedos"? Hay otro modo, sin embargo, de acercarse a lo Real. La pasión por lo Real del siglo XX tiene dos lados: el de la purificación y el de la sustracción. No como la purificación, la cual se esfuerza por aislar el núcleo de lo Real por un despliegue violento, la sustracción comienza del Vacío, de la reducción ("la sustracción") de todo contenido determinante, para luego tratar de establecer una diferencia mínima entre este Vacío y un elemento que funciona como su sustituto. […] La política revolucionaria del siglo XXI debe permanecer fiel a la “pasión de lo Real” del siglo XX, repitiendo la “política de la purificación” en la forma de una “política de la sustracción”. (A propósito de Lenin, Atuel, Buenos Aires, p.17) 
      Al insistir, más en la línea del Debray de La crítica de las armas, que la cooptación de la fuerza de las masas en espectáculo revolucionario era necesaria, está claro que me coloco en una tradición de crítica vamos a decir en bloque, “liberal”, de la revolución, que es la de Arendt, Camus, Feher. Si hubiera querido hacer un “guiño” al neomarxismo, no hubiera destacado la validez de On Violence, un escrito que ha sido duramente criticado por un influyente “neomarxista” dentro del campo de los estudios latinoamericanos como es Idelber Avelar. En la introducción a su libro The Letter of Violence, tras contrastar las posiciones de Fanon y Arendt, Avelar afirma: “Arendt’s pamphlet reads more like a testimony to a mode of reflection now definitely burried than as a source of posible insights for today’s thinking.” (The Letter of Violence, Palgrave, Macmillan, 2004, p.8) Desde la perspectiva de Avelar, mi crítica del guevarismo, que se inspira bastante en On Violence de Arendt, resulta absolutamente trasnochada. No sé si Rojas, al señalar que mi crítica del radicalismo de los sesenta está informada por ideas anticuadas, tenga en mente un tipo de crítica como la que hace Avelar, cuya mezcla sofisticada de marxismo y deconstrucción es buen ejemplo de lo que en la academia norteamericana se considera "cutting edge".
      Dice Rojas que “confunde [Díaz], como es tan común en la opinión pública de la isla o del exilio, revolución con fidelismo o castrismo, socialismo o totalitarismo, es decir, confunde revolución y régimen.” Ahora bien, no se trata de una confusión inadvertida, sino de una tesis formulada como tal. Cito el último párrafo del capítulo introductorio de La revolución congelada. “El balance de nuestra investigación sobre las dialécticas de la revolución nos conducirá, contra el criterio de la mayoría de los turistas revolucionarios y de muchos disidentes cubanos, a sostener que la revolución es o aquel “minuto sagrado” que describió Piñera, o las cinco décadas de dictadura en su nombre. Es todo –la larga, inconclusa dictadura-, o nada –ese instante del Evento revolucionario que el régimen pretende eternizar. Nos parece entonces que la doctrina castrista comporta, a su pesar, una verdad: la Revolución es eterna, inmortal, como que es –siempre fue- un fantasma.” (p.57)
     ¿Cuándo terminó la revolución? Frente a esa ideología oficial que establece un continuum entre el triunfo del movimiento nacionalista que derrocó a la dictadura de Batista el 1 de enero de 1959 y el régimen comunista establecido después, opositores, disidentes y desencantados han intentado distinguir la Revolución legítima de la dictadura de Castro. Según los sectores democráticos del 26 de julio y el Directorio Revolucionario, que debieron exilarse o engrosaron la nómina del presidio político, la Revolución de 1959, que se hizo en nombre de la Constitución de 1940 y prometió elecciones en seis meses, fue traicionada por Castro en alianza con los comunistas. Habría terminado, entonces, en algún punto de 1959 o 1960 –la destitución del presidente Urrutia, la prisión de Huber Matos, el cierre de la prensa libre-; definitivamente en 1961, cuando se declara el “carácter socialista de la Revolución”. Otros, en cambio, se identifican con aquel impulso inicial de un socialismo autóctono movido por el afán de independencia nacional y justicia social. En su Informe contra mí mismo, Eliseo Alberto Diego afirma, por ejemplo, que el fin la de la Revolución coincide con el fin de la década del sesenta: el apoyo de Castro a la invasión soviética en Checoslovaquia sería un síntoma del agotamiento, consumado en los años setenta. Esa idea aparece en muchos otros escritos de cubanos y extranjeros, como los libros Cuba, est-il socialiste? de K. S. Karol y Les guerrilleros au pouvoir de René Dumont, publicados en 1970.  
      Existe aun otra posición al respecto: según Norberto Fuentes, el “fin de la Revolución Cubana” fue el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa en 1989, luego de la célebre Causa 1. Casualmente, fue entonces que el autor de Dulces guerreros cubanos, quien formaba parte de ese círculo de poder asociado a las guerrillas latinoamericanas y a las intervenciones cubanas en África, cayó en desgracia. A menudo las posiciones en el debate sobre el final de la Revolución equivalen al momento en que cada quien pasa de cómplice a víctima, o de partidario a desencantado. El verdadero fin, ¿fue en 1980, con la crisis de Mariel? ¿o 1971, con el fracaso de la zafra que aceleró la entrada de Cuba en el CAME y la conversión del país en casi un satélite de la URSS? ¿o en 1968, con la Ofensiva Revolucionaria y el primer capítulo del “caso Padilla”? ¿O aun en 1961, cuando se declara el carácter socialista de la Revolución? ¿marzo de 1960, con el fin de la prensa libre? ¿la supresión del habeas corpus para llevar a cabo los fusilamientos después de juicios sumarios? ¿el día en que a Ernesto Guevara de la Serna, natural de Rosario, Argentina, se le concedió la ciudadanía cubana por nacimiento, pues la constitución vigente prohibía a los extranjeros ocupar cargos públicos?
      Como en una aporía de Zenón, hay siempre un punto anterior; por eso propongo la idea de que la revolución es ese momento de pura espontaneidad, donde el pueblo, "por unas horas dueño absoluto de la ciudad", no había sido cooptado aun, o la interminable dictadura que ya entonces nacía fatalmente. Que la revolución estaba ya congelada, mucho antes de la institucionalización a la soviética. Y sí, paradójicamente ello coincide en alguna medida –sólo en parte: porque yo digo que la revolución es o ese "minuto sagrado" anterior a toda organización o la larga dictadura, mientras el castrismo no admite la disyuntiva- con el discurso oficial, pero no desde luego con el del exilio, donde está bastante arraigada la idea de la "revolución traicionada". Rojas sabe bien que la asociación entre revolución y régimen no es tan común en el exilio, pero lo oculta para apuntalar su idea de que reproduzco “estereotipos ideológicos”. Semejante manipulación no busca otra cosa que sacar mi obra del campo de la crítica intelectual y la historiografía seria para colocarla en el espacio de la opinión pública y la polémica intrascendente; es lo mismo que hizo ya con Palabras del trasfondo. Si en La revolución congelada hay “muy poca inmersión en la historia intelectual y la filosofía política”,  cero “voz ensayística” y demasiada “lectura ideológica de la literatura”, ¿qué queda sino un estentóreo "¡Abajo Fidel!"?
      Él me quiere ver en la manifestación de Vigilia Mambisa, manejando la aplanadora, y me le aparezco frente a aquella valla propagandística retratada por Wim Wenders en un inhóspito parqueo de La Habana. Comprendiendo, con horror infinito, en la Gran Mentira una terrible verdad. Que esa dictadura inverosímil y aun increíble es Ella, la Revolución, la misma que Cabrera Infante vio, extático, en la marcha del 2 de enero de 1961. Que la eterna pesadilla estaba ya, de alguna manera, en aquel instante onírico donde, como magistralmente contara Virgilio Piñera, el pueblo "como río desbordado se lanzó a la calle con furia incontenible".


Notas

1) “Dice Rojas que en mi crítica “predomina la retórica de la diatriba, sea contra Mañach, contra Orígenes –o, más bien, cierto “origenismo” que deliberadamente confunde con esa revista y los poetas que la editaron- o contra los tantos escritores que enjuicia como “cómplices del regimen””. La manipulación aquí es evidente: es obvio que no hay no ya diatriba, sino apenas crítica de Mañach en mi libro Mañach o la República –un libro al que, ciertamente, se le pueden señalar muchas faltas, pero no eso; el reproche de que “enjuicio” a los escritores cubanos en proporción directa a su anticastrismo la refuté en “Hablemos de diferencias”, que se puede leer en este blog. En cuanto a mi crítica de Orígenes, en Límites del origenismo está más que claro que yo no hablo de la revista Orígenes sino de ese origenismo que tuvo en Vitier su principal adalid. Mi libro es, en buena medida, una crítica de Lo cubano en la poesía, que desde luego no se publicó en Orígenes. Cuando Rojas lo llama, en La vanguardia peregrina, “el mejor estudio sobre la recepción de los escritores de Orígenes en la isla”(p.146) está tergiversando su contenido. (El elogio es, desde luego, vacío: que yo sepa, no existe ningún estudio de recepción de los escritores de Orígenes, así que el primer estudio de ese tipo que aparezca será, by default, el mejor) Y cae, de nuevo, en una contradicción. Si se trata de un estudio de recepción, ¿cómo es que en él predomina la "retórica de la diatriba"? Un estudio de recepción es necesariamente neutro, objetivo, y donde hay diatriba no puede haber neutralidad. Hoy por hoy, no suscribiría todas las ideas de ese libro, pero sí las críticas que en él le hice a Rafael Rojas, así como mi parte en la controversia sobre Eliseo Diego que se derivó de ahí, y que, por cierto, empezó Rojas al cuestionar mi interpretación de "Pequeña historia de Cuba". Podrá haber polémica en Límites del origenismo, pero no manipulación; no le atribuyo, ni a los origenistas ni a nadie más, cosas que no hayan dicho para así refutarlas fácilmente, cosa que Rafael Rojas ha hecho de sobra cuando ha reseñado mis dos últimos libros. 

2) En su artículo, “Nombrando el huracán” (Diario de Cuba, 12 de marzo de 2012), sobre Waldo Frank, Rojas escribe: “Por ejemplo, la visión de la cultura popular cubana del escritor newyorkino era muy parecida que (sic) la que se pondría en evidencia en el mismo año de 1961 con la censura del film PM de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal y el cierre de Lunes de Revolución. / En un paseo por la playa con Nicolás Guillén, "el más grande de los poetas afrocubanos, quien ha puesto en los feroces moldes rítmicos de sus antepasados una apasionada substancia viviente contemporánea", Frank observa una conga que asocia con la decadencia y la frustración. Lo mismo dice de la cantante La Lupe, a quien llama "Lupe la Loca", quien canta en un "club nocturno de La Habana y se arroja en orgasmo de movimientos" y "habla a una Cuba decadente cuyos sentidos explosivos expresan frustración". En mi libro Palabras de trasfondo, glosé ese pasaje de Waldo Frank, justamente en la parte dedicada a la censura de P.M. (p.76-77) Dice Rojas en La vanguardia peregrina: “Como Casal, Sarduy era capaz de ver caer nieve en La Habana […]”(p.61). En Palabras del trasfondo, escribí: “La nieve cayendo en La Habana, al final de De donde son los cantantes, ¿no venía, de alguna manera, a cumplir aquel sueño decadentista que hizo a Casal llamar Nieve a uno de sus libros?” (p.143) Ahora bien, no estoy diciendo ni sugiriendo que Rojas me haya copiado; esas asociaciones se le pueden haber ocurrido a él por su propia cuenta, pues no tienen mucho de original. De hecho, la similitud la nieve de Casal y la de Sarduy seguramente ha sido señalada por algún crítico mucho antes que yo; y quizás también la relación entre la escena de Waldo Frank y la censura de P.M., aunque ese libro de Waldo Frank es menos conocido que Casal y son menos los que han escrito sobre P.M. que los que han escrito sobre Sarduy.