miércoles, 31 de enero de 2007

La memoria, en los libros de la Revolución

Hace poco, viendo un blog hecho en Alemania sobre libros de Cuba que forman parte de la memoria común de varias generaciones de cubanos, se me ocurrió dedicar algunos posts a presentar al menos las carátulas de los libros publicados después de 1959 que traje conmigo. Libros muy diferentes, no ya por su contenido "revolucionario" sino también por su apariencia, de los que se publicaban en la República. Si estos eran a menudo editados por sus autores en imprentas privadas, la nueva época es tiempo de tiradas masivas y de nuevas editoriales. Ediciones R, Editorial Nacional, UNEAC, Casa de las Américas, Pueblo y Educación: los sellos de la paideia revolucionaria.

Libro muy interesante, uno de los últimos publicados por la editorial Lex, fundada en los años 40. Esta recopilación de escritos de Núñez Jiménez refleja muy bien ese interregno que fue el año 1959, cuando la tiranía de Batista había terminado y la nueva, más oprobiosa de Castro no había comenzado aun. Incluye numerosos testimonios sobre la Reforma Agraria y sobre "Viajes revolucionarios por el archipiélago cubano", los cuales nos recuerdan que quella Revolución que triunfó en las lomas de Oriente y comenzó con un viaje legendario desde allí hasta la Habana significó una especie de redescubrimiento de la Isla, también en su dimensión física. Son particularmente interesantes los artículos sobre la Ciénega de Zapata, que fue el primer lugar donde el proyecto desarrollista del gobierno revolucionario se puso en práctica. También incluye varias transcripciones del programa "Ante la prensa", moderado por Mañach en la CMQ.





Este libro de Ediciones R incluye, además del extenso reportaje sobre su visita a Cuba publicado por Sartre en France-Soir, dos escritos publicados originalmente en el número 51 (21 de marzo de 1960) de Lunes de Revolución, dedicado al filósofo: su ensayo "Ideología y revolución", y su conversatorio con algunos intelectuales cubanos en la sede de aquel magazine. A pesar de sus muchos errores y contradicciones, Huracán sobre el azúcar sigue siendo una pieza insuperada en la tradición de apologéticos testimonios de la Cuba revolucionario por intelectuales extranjeros, que es cada vez más menguada y lamentable.

Este volumen, publicado por la Casa de las Américas en 1961, al cuidado de Calvert Casey, recopila muchos de los escritos fundacionales de esa tradición. Fellow travelers entusiastas como los norteamericanos Paul m. Sweezy, C. Wright Mills y Waldo Frank, y los latinoamericanos Ezequiel Martínez Estrada, Roque Dalton y Carlos Fuentes, aparecen aquí junto a Walterio Carbonell, Edmundo Desnoes y Calvert Casey. Especialmente interesante es el escrito de este último ("Que hable un campesino"), y el de Desnoes ("Castro: su uso de la palabra).

lunes, 29 de enero de 2007

Más de García Borrero

Aquí nuevas reflexiones de García Borrero, en carta a Gustavo Arcos. Mañana o pasado colgaré algunas reflexiones mías sobre este tema del ICAIC, la propaganda revolucionaria y la política cultural. Por ahora, saludo esta nueva contribución de Juan Antonio, quien es uno de los mayores conocedores del cine cubano de antes y después de 1959.


Mi querido Gustavo:

Como todo en esta vida, Internet tiene sus innegables ventajas, pero también su parte oscura. Si por un lado, gracias a Internet la esfera pública parece recobrar algo de su autonomía (como demuestra este debate que ahora mismo nos mantiene ocupados, y que por suerte, nadie puede controlar o conducir hacia un fin expreso), por el otro se corre el riesgo de la dispersión total. Admito, pues, que ha sido un error esto de decir que Colina es el único crítico cubano en mostrarse sensibilizado con el asunto. Debí decir que era el único que conocía, y evitar de esta manera esa visión simplificada que yo mismo he intentado combatir con el anterior escrito. Te agradecería, pues, me enviaras las consideraciones de Luciano, Frank, y las tuyas, que seguramente me resultarán bien útiles. Como ha dicho el mejor de los filósofos que alguna vez se ha asomado a una pantalla: “Nadie es perfecto”.

Otro aspecto que debo matizar es esa referencia a un pensamiento crítico “desde dentro”. Es una afirmación que parece decir que aquellos que habitamos en la isla tenemos el monopolio de la verdad, cuando hay de todo en la Viña del Señor. Hay quien vive en Miami, y nunca ha salido del Vedado prerrevolucionario. Hay quien vive en Mayarí Arriba y desde allí percibe con mucho más claridad lo que es el mundo actual, sobre todo cuando va a una bodega que no se parece a las del Vedado. Pero hay quien vive en algún lugar incierto de la nación cubana, no la física sino la imaginada, y sabe que esta no es una película de buenos y malos, sino algo más complejo. El pensamiento crítico (si es real, e intenta ajustarse al rigor de los contrastes) seguramente beneficia a los adversarios, y los hace descubrir zonas inéditas de la discusión, lo mismo en La Habana que en Madrid. Al final, nadie discute para imponer una visión de por vida, sino para que los que vienen detrás obtengan un punto de vista superior.

Pero hablemos de cine, que es lo que ahora mismo me interesa (aún cuando sepa que el cine no es el problema que con más urgencia debe resolver este país). Veo que desde su blog Duanel Díaz polemiza con mi visión del cine revolucionario. La suya es una mirada que respeto, aunque no comparto. No quiero pecar de ingenuo, pero tampoco de ingrato. Admito que ninguna película es inocente, y desde Juan Quin Quin hasta la fecha, pasando por “Fresa y chocolate” y llegando hasta “Suite Habana”, los cubanos de mi generación hemos sido formados por las visiones del mundo que se articulan en esos filmes.

Y eso lo agradezco, porque me ha permitido asistir a un cine que no es simple evasión, que no es sucedáneo de esa pacotilla que acostumbran a vendernos acríticamente en “La película del sábado”, y que lejos de incentivar un espíritu crítico en el espectador, lo que hace es contribuir a su enajenación. No me opongo al entretenimiento, porque sin este seguro iríamos directo al suicidio, pero sí me deja insatisfecho esa actitud de la televisión nacional, que por un lado habla horrores del imperialismo en la Mesa Redonda, y dos horas después exhibe en los mismos canales lo peor del cine del “enemigo”. O que censura a las películas del ICAIC, y convierte en zona franca de las ideas más discutibles de Hollywood a la mayor parte de sus espacios fílmicos (siempre hay excepciones, y sabemos de colegas que insisten en promover otro tipo de cine, ya sea latinoamericano, iraní, europeo o norteamericano).

He defendido y seguiré defendiendo el cine del ICAIC porque a su sombra se han hecho películas que perdurarán más allá de nuestros conflictos puntuales. Porque en muchas de sus historias se pueden descubrir entre líneas las incertidumbres de una época, y no solamente las anécdotas estrictas de una revolución que, como todas, deja vencedores y vencidos, alegrías y tristezas. Los que insisten en atacar al cine del ICAIC por sus presupuestos ideológicos están perdiendo de vista que hablamos de una producción que fue (es) concebida por seres humanos, y no por máquinas que a todo dicen sí o no. ¿Simple apología del sistema? ¿Entonces dónde dejaríamos la irreverencia de Guillén Landrián?, ¿las preguntas inquietantes de Sara Gómez en aquellos documentales sobre la isla de Miguel?, ¿el desarraigo de Fausto Canel?, ¿la ausencia de Alberto Roldán?, ¿el desenfado de “Memorias del subdesarrollo?”, ¿las dudas existenciales del protagonista de “Un día de noviembre”?.

Si hubiese sido esta solo una producción reafirmativa, entonces el cine realizado por cubanos en la diáspora hubiese obtenido mejores resultados, tomando en cuenta que ha contado con una mayor libertad de expresión, pero ha sucedido que el cine del ICAIC se ha realizado con otro tipo de intencionalidad: lo ideológico se convirtió en estético desde el momento en que coincidió con una época que demandaba esos cambios y más. El cine del ICAIC era uno más dentro de el conjunto de cines (como el polaco, el free cinema, el cinema novo o el tercer cine de Solanas y Getino) que intentaban dinamitar el modelo de representación más usual. Cierto que coincidió con una ruptura violenta en lo político (la Revolución), pero ya desde ante la insatisfacción con el cine cubano de antaño era notorio. Hasta “PM” participaba de ese deseo de experimentar con el lenguaje cinematográfico.

Atacar al ICAIC solo desde el punto de vista ideológico reduce el análisis apenas al respaldo que su producción ha tenido del Estado. Pero es que este respaldo no ha sido tan transparente, si revisamos la relación que ha mantenido esa institución con la vanguardia política: por lo menos tres o cuatro películas han originado desencuentros mayores (piénsese en “Cecilia”, “Alicia en el pueblo de Maravillas” o “Guantanamera”), mientras que otras como “Lejanía”, “Papeles secundarios”, “Techo de vidrio” o “Pon tu pensamiento en mí” han movilizado más de un resquemor oficial.

Por otro lado, juzgar el cine de Titón, por mencionar uno, solo desde la militancia política, hace que se pierda lo que de humano tiene esa creación. Quien lee su epistolario, sabe que Titón tenía las mismas preguntas en los cincuenta, porque ya desde aquella época se interesaba por la finitud del ser, por ejemplo, de allí la presencia casi constante de la Muerte en sus películas. Pero al ignorarse ese asunto puede que la interpretación desemboque en las observaciones políticas que ya conocemos de “Guantanamera”.

Pienso que en ese cine del ICAIC muchas veces, por encima de la ideología, es posible detectar el comportamiento de las mentalidades más comunes, si bien otras veces he comentado que es necesario hablar del cine cubano en general, y no solo del ICAIC, porque en ese cine sumergido que Colina no menciona en las omisiones televisivas (y al que Belkis Vega hace referencia en su reflexión), también se puede percibir mucho de las ilusiones del cubano.

No dudo que el ICAIC tenga zonas cuestionables, y que algunas de sus películas militen en el esquema más maniqueo, pero no creo que haya sido la regla. Precisamente lo que más interés debería suscitar ahora mismo en el historiador de cine cubano, es la exploración de esas tensiones sumergidas entre el individuo y la sociedad, y que han posibilitado tantas películas con más de un mensaje. Esa voluntad de exploración todavía no está a la vista, tal vez porque la prudencia esté contando más que el desafío. O porque sigue predominando ese engañoso mensaje muchas veces interior que alerta que todavía “no es el momento”.

Sin embargo, la urgencia de ese debate necesario sobre nuestro cine ha quedado postergado ante la evidencia de un misterio que confieso realmente absurdo: ¿cuál es el motivo exacto que impide que buena parte del cine cubano no pase en la televisión nacional? Para los que han atacado sistemáticamente a la Revolución en virtud de lo que esta reprime, está claro que se trata de un problema de libertad de expresión. Yo me resisto a creer que sea algo tan burdo, porque es evidente que esas películas no son contrarrevolucionarias. Quiero decir, no son “Azúcar amarga” o “La ciudad perdida”.

Por primitiva que pueda resultar la mentalidad de un burócrata con poder, sabe que esta no es la mejor manera de proteger a la Revolución, o al menos tendrá asesores sensibilizados con la cuestión cultural, que lo pondrán al día de esos premios internacionales que han ganado “Fresa y chocolate” y “Suite Habana”, por lo que resulta un verdadero disparate convertir en rehenes de la sombra algo que es tan notorio internacionalmente.

Cierto que estos funcionarios tienen el poder de decisión, pero también me gusta recordar que aquella vez que se anunció la disolución del ICAIC casi por decreto a raíz de lo de “Alicia”, fueron los mismos cineastas (desde dentro) los que echaron atrás esa decisión que venía desde bien arriba. Una prueba de que el poder de la razón no siempre puede ser silenciado por la razón del poder.

Mi sospecha es que ahora mismo, cineastas y críticos andan divididos entre sí por cuestiones de sobrevivencia más que de pensamiento, y eso sí que sabe aprovecharlo la burocracia. Cada cual va a lo suyo, porque es más importante lograr el financiamiento de la película en sí que mantener a ultranza la existencia de un proyecto de un cine nacional (porque solo la exhibición de nuestras películas en la televisión terminaría por confirmar que ese proyecto fílmico existe). Y desde luego, no entra en las prioridades del cineasta ansioso por filmar exigir que nuestras películas sean exhibidas al público para el cual han sido originalmente concebidas esas obras: el del patio. Tampoco fomentar espacios donde el pensamiento y el debate sistemático les hagan intelectualmente imposible la vida a esa burocracia. Es cuestión de época, me dirán, y es cierto: ya no es imprescindible un centro productor estilo ICAIC para impulsar una obra. Pero aunque se ha democratizado la producción, la exhibición, no.

Los cineastas que no son de Hollywood siguen dependiendo primero de los festivales, luego del apoyo de sus respectivos Estados (que fuera de Cuba no lo tienen en exceso, o si no, véase el caso de los cineastas cubanos en la diáspora), y por último de los canales de televisión interesados en mostrar ese tipo de producto. Por tanto, se trata de un problema realmente importante que tiene que ver con nuestra memoria audiovisual (estén donde estén los cubanos), y que merecería trascender a las discusiones de aquellos que discuten de manera general “las políticas culturales”, o de antagonistas políticos que intentan anularse entre sí debido a criterios irreconciliables. No puede pasarnos ni por la mente creer que le televisión cubana no esté orgullosa de exhibir en sus pantallas aquello que en otras latitudes se asume como parte de la cultura revolucionaria. De hecho, va a resultar difícil explicar a nuestros nietos por qué una película como “Fresa y chocolate” tardó más de una década en pasar por la televisión, a pesar de mostrar ese fervor por el proyecto nacional que anunció la Revolución. Si ahora parece absurdo, dentro de cinco décadas parecerá patético.

Seguro se me quedan mil cosas, y no dudo que surjan opiniones que pretendan descalificar todo lo que aquí te expongo, pero como creo te dije en otro mensaje, no me interesa anunciar verdades últimas, solo sembrar un poco de inquietudes alrededor de esto que apenas conocemos: la historia del cine cubano. Esta es solo mi visión del problema, una de las tantas que, según la moraleja de Rashomón, podría admitir el asunto. Nuevas opiniones con seguridad la mejorarán, y ojala que más de un colega se sintiera animado a participar.


Otro abrazo,




Juan Antonio

Juan Antonio García Borrero opina

Juan Antonio García Borrero, uno de los más destacados críticos de cine de la Isla, ha puesto a circular esta carta a Enrique Colina, en la que, movido por las reflexiones de este en su mensaje a Desiderio Navarro, ofrece sus propias consdieraciones en torno al ICAIC, la censura de sus filmes en la televisión y la ausencia de debate en la actualidad. Tengo, desde luego, una discrepancia de raíz con la posición de García Borrero, "reformista" como la de Colina, desde el momento en que creo imposible un "pensamiento crítico desde adentro" -si con ello significamos una crítica radical, que vaya a la raíz del asunto. En mi opinión, más que por el propósito de crear un "cine nacional", el ICAIC ha estado determinado por las necesidades propagandísticas del gobierno, lo cual, desde luego, no ha impedido la calidad estética de algunas de sus películas. Pienso, además, que lo que García Borrero considera un rasgo de nuestra idiosincracia nacional es más bien la piedra angular del régimen que se ha perpetuado en nombre de la Revolución Cubana. Antes de 1960, existía en Cuba un espacio de opinión pública y de debate intelectual; desde entonces -cuando, un año antes de la censura de PM y el cierre de Lunes, se nacionalizó la "prensa libre"- todo desafecto o disidente ha sido considerado como representante del Mal -un mal que proviene siempre desde afuera: fuera de la humanidad ("gusano"); fuera de la nación ("anticubano"). Es la Revolución la que, convertida en una especie de nacionalsocialismo tropical, puso en práctica ese esquema hollywoodense.
Esta es la carta de García Borrero.


Estimado Enrique:

Tu mensaje a Desiderio me ha animado a sumar algunas ideas a este debate que, para mi gusto, nos ha dejado un exceso de palabras en medio de un desierto de acciones. Comparado con la riqueza de las reflexiones que se han escuchado, esa declaración final de la UNEAC roza con lo escandaloso por su grisura y superficialidad. Por otro lado, creo que eres el único del gremio de críticos que parece haberse sentido públicamente sensibilizado con la polémica de marras, por lo que agradezco que en tu escrito quede claro que eso que llamas “responsabilidad cívica” también atañe a quienes intentamos pensar el cine cubano.

De tu reflexión me interesa retener un par de cosas. Aquellas que tienen que ver no con la anécdota, sino con ese modo de asumir la vida que se nos ha convertido en algo natural. Creo que así pasen cien años, al cubano (lo mismo el de La Habana que el de Miami, el de Camaguey que el de Madrid) le costará Dios y esfuerzo dejar a un lado esa visión hollywoodense de la existencia, en la cual los que no piensan exactamente como yo, son los villanos, y solo los que tienen un pensamiento milimétricamente exacto al mío, resultan confiables. Sabemos que eso es un disparate, pero nos hemos hecho incondicionales a ese desatino. Es casi una adicción.

Quisiera hablar, como tú, de cine cubano. Creo que es un terreno aún virgen para la discusión. Por lo general hemos discutido con más vehemencia la pertinencia de que “Forrest Gump” tenga tantos premios Oscar, que la efectividad misma de nuestro cine. Lo cual no quiere decir que no sea importante hablar sobre el Oscar, siempre que se examine con un sentido crítico en tanto fenómeno cultural. La Oscarofobia gratuita es tan nociva y petulante como la Oscaromanía.

Sigo insistiendo en que el cine cubano se estudia mucho mejor fuera de Cuba (ejemplo: Francia y Estados Unidos), que en nuestro país. Eso se debe a que hablar críticamente sobre la historia del cine cubano significa someter a fiscalización la relación que esa expresión artística ha mantenido a lo largo de casi cinco décadas con la vanguardia política. Y desde Cuba, eso es bastante complejo de realizar, pues puede molestar a esa vanguardia. Tú mencionas el caso de “Alicia en el pueblo de Maravillas”, pero habría que remontarse a “PM”, y también se tendría que tener en cuenta la recepción en su momento de “Memorias del subdesarrollo”, y la reacción de ciertos comisarios políticos cuando, en pleno “pavonato” se realizó “Un día de noviembre”, solo estrenada seis años después. O se tendría que hablar igualmente de “Techo de vidrio”. O de “El encanto del regreso”, nunca exhibida a pesar de ganar hasta un premio Caracol o algo así.

Lo del cine cubano durante el llamado “quinquenio gris” no deja de ser paradójico. Es verdad que una película como “Un día de noviembre” fue retenida durante seis o siete años sin estrenarse, pues se terminó en esa época en que la política cultural representada por Pavón (no inventada por él) se hacía ley natural, y todavía estaba sonando el encargo que desde el “Primer Congreso de Educación y Cultura” le asignaron al ICAIC, que es el incremento de películas históricas que ayudaran a legitimar esos cien años de lucha por la independencia nacional.

Una historia como la de Solás, con todo y su final más bien edificante, parecía condenada a no entrar dentro de los parámetros permisibles de los censores, quienes estaban más atentos a las protestas de los intelectuales por lo del caso Padilla, que a las posibles críticas que podían llegar de dentro. Solo que Titón fue lo suficientemente sagaz como para convertir el relato de “Una pelea cubana contra los demonios” en un análisis siempre contemporáneo de lo que puede ser la intolerancia ideológica, y lo mismo con “La última cena”, donde es posible percibir el retrato de algo que nunca nos ha abandonado: la doble moral. El propio Titón comentaría en una de sus últimas entrevistas que la Iglesia y el Partido tienen tantas cosas en común que la historia de “La última cena” se puede extrapolar sin mucho esfuerzo.

Creo que la responsabilidad alrededor de esta ausencia de debate en torno al cine cubano en el país es compartida. Y aquí podré parecer incendiario. Pero no se trata solo de los que censuran en la televisión, aún cuando la responsabilidad de estos sea decisiva. Hay mucho también de responsabilidad en los críticos y cineastas, quienes tal vez hemos preferido asegurar nuestro próximo libro o rodaje antes de discutir hasta la saciedad lo que, evidentemente, resulta un atropello: las censuras de las películas nacionales en la propia televisión nacional.

Recuerdo que una vez participé como delegado en uno de los Congresos de la UNEAC , y el punto que quería plantear era precisamente ese: la no presencia del cine cubano en la televisión. La funcionaria que en aquel momento coordinaba el evento me dijo que había cosas más importantes que discutir, y sugirió “otros problemas” a plantear. También recuerdo que en ese mismo evento Rolando Pérez Betancourt planteó lo mismo, argumentando con pelos y señales y de manera muy inteligente cada una de esas cuestiones que ahora esbozas. Y no sucedió nada. “Fresa y chocolate” sigue sin pasar en la televisión de dentro, aunque por Cubavisión Internacional sí se proyecta sistemáticamente. Alguien ha decidido que el televidente cubano (el de dentro) tiene minoría de edad intelectual, y que a pesar de tanta instrucción y nivel de escolaridad, no es competente para ver un filme así. Esa manera de pensar me hace recordar una frase genial de Julio García Espinosa, cuando habla de “la doble moral del cine”.

Sin embargo, mi pregunta va más allá: en medio de todo esto, ¿dónde están los cineastas cubanos?. Ya sabemos que los críticos no podrán programar en televisión a “Fresa y chocolate” porque las reglas son las reglas, y las tienen que cumplir. Ellos no mandan, aunque desde luego, tienen voz, y ese privilegio de enunciación pública que le han concedido debería ser aprovechado en función de reflexionar sobre lo que realmente hace falta a la sociedad, y no sobre los que mandan en el medio esperan que se hable. Bien mirado, la existencia del cine cubano dentro del marco televisivo tal parece un disparate, pues es como si se estuviera hablando en dos idiomas: por un lado la televisión con su inveterada tradición celebrativa, y por el otro el cine cubano, con su tendencia a mostrar una visión más compleja de la realidad, y hacer más humana la imagen de un país que, como todos los que conozco, tiene mucho de dolor y de risas.

De que los cineastas no tienen una influencia real en los medios cubanos eso está claro. Lo que no me queda claro es hasta qué punto los cineastas parecen decididos a denunciar esa situación. A oponerse a esta, y no convertirse en cómplices del dislate. He defendido una tesis que me ha prodigado un sinnúmero de detractores. Algún tiempo atrás publiqué un ensayito que titulé “La utopía confiscada” (De la gravedad del sueño a la ligereza del realismo), y que a las claras buscaba promover entre cineastas y críticos una discusión “ilustrada”. El ensayo apenas fue replicado (pensado) por un par de realizadores (Arturo Sotto, Jorge Luis Sánchez) si bien abundaron los rumores o réplicas orales de pasillo, escritas como siempre digo, en papel de fumar. A mí juicio fue esta una prueba de que la organicidad intelectual había sido confiscada dentro del cine cubano. Y no hablo del intelectual orgánico al uso, sino del artista que, siendo hereje por naturaleza, opta por el silencio, lo cual no es una condición natural, sino impuesta.

La tesis de “La utopía confiscada” también hablaba de la necesidad de dejar a un lado esas falsas divisiones en las cuales creadores y críticos se observan como antagonistas irreconciliables. Hasta donde sé, el pensamiento no es exclusivo de los críticos, y la crítica puede ser creadora. Pero ese pensamiento creador empieza desde casa, y quizás no deja de ser una impresión apresurada, pero los cineastas en Cuba en algún momento renunciaron a esa meta colectiva en las cuales se reconocían un Titón, un García Espinosa o un Solás, para enfrentarse a la supervivencia más dura.

El ansia de sobrevivir nos hace egoístas, porque lo que se impone es el “sálvese quien pueda”, y el pensamiento mesurado queda en la cuneta. Sigo insistiendo en la tesis, pues, hasta tanto se demuestre lo contrario: no existió un cine cubano de los noventa, sino cineastas intentando hacer su cine. Cineastas que pensaron para sí mismos, porque la circunstancia los obligaba. De allí que una decisión tan absurda como es esa de desterrar al cine cubano de la televisión nacional esté contando con el apoyo casi unánime e involuntario de todos. De burócratas y cineastas. De críticos y de público. El que calla otorga, diría el refrán.

Admito que esto que digo no dejar de ser una impresión personal. Lo grave está en ver que a casi nadie le importa discutir esto en Cuba. En nuestro imaginario colectivo, el ICAIC sigue siendo una isla dentro de la isla, lo cual influye hasta en el modo en que conciben los cineastas sus películas. No pocas de esas cintas siguen utilizando el mismo modelo de representación puesto en boga en los inicios de los sesenta. Como si el tiempo no hubiese transcurrido. Como si fuera Robinson Crusoe el que se filmara a sí mismo. O como si 1959 estuviese a la vuelta de la esquina.

Tampoco se trata de intentar hacer otra “Memorias del subdesarrollo” o “Lucía”, sino de nutrirse de ese mismo ánimo herético que movilizaba a la producción de aquella década, esa que superó el encargo ideológico, para transformarse en paradigma de un fenómeno cultural (el nuevo cine latinoamericano) que todavía sobrevive en la memoria. Fuera del país muchos atacan al ICAIC al considerarlo una mera maquinaria de propaganda del sistema, pero la demanda de un cine nacional ya estaba presente en los cincuenta, y fue esa combinación de ansiedades (estéticas e ideológicas) lo que permitió su rápido liderazgo en el continente. Hoy ese liderazgo no existe. Baste comparar el grueso de las películas cubanas más recientes con películas latinoamericanas que ahora mismo encabezan determinados movimientos renovadores, y se verá hasta qué punto nos hemos quedado aislados también en ese campo. Ni buen cine político (como lo era el documental de Santiago Alvarez) ni cine renovador en el plano estético.

La única manera de recuperar ese ánimo creador de antaño es discutiendo hasta la saciedad, actualizando el arsenal narrativo, convirtiendo a los pasillos del ICAIC en una cinemateca ambulante donde la gente viva el cine, y no del cine. Y sobre todo aprendiendo a discutir, porque entre nosotros (cineastas y críticos) todavía predomina ese sentimiento primitivo que nos hace pensar que cualquier discrepancia es un problema personal, cuando no político.

Aunque me interesa la cultura de la polémica, no me gusta la réplica gratuita. Creo que hay mucha gente viviendo de esa herramienta antiquísima que es el insulto a ese que no piensa como tú. No es nuestro caso. Tu escrito me ha hecho pensar, y eso es lo que importa. Lamentablemente las polémicas alrededor del cine cubano han girado en torno a otros intereses ajenos al cine mismo. Y casi siempre han terminado silenciadas por coyunturas que mañana no existirán, si bien influyen demasiado en la vida concreta de los cineastas. Nadie devuelve a Daniel Díaz Torres (no el cineasta, sino el ser humano) el sosiego robado en aquellos malos ratos de “Alicia”, como tampoco nadie reintegra a Titón y Tabío la tranquilidad después de aquella crítica pública de Fidel a “Guantanamera”. O a Solás por sus desencuentros a raíz de “Un día de noviembre” o “Cecilia”. Eso es tal vez lo más triste que sucede con esas “políticas culturales” diseñadas con aparente buena voluntad, políticas que hablan mucho de principios colectivos, y muy poco de los seres de carne y hueso. Son políticas que, como todas, terminan por deshumanizar al arte y su recepción.

Como todavía me interesa apoyar la idea de un pensamiento crítico desde dentro (lo cual, para algunos, es un síntoma de la ingenuidad más decadente) pues quiero aplaudir tu texto como uno de los más lúcidos que, vinculados al cine cubano, he leído en largo tiempo. Y me alegra que provenga de alguien que trabaja dentro del ICAIC, es decir, de un artista que piensa. Ojala sea este el preludio de esa fecha donde el debate en Cuba (entendida como nación, y no solo como una isla física) sea lo que verdaderamente debe ser: el camino para nuestra común mejoría.


Un abrazo,



Juan Antonio García Borrero

domingo, 21 de enero de 2007

Alfredo Guevara, apocalíptico e integrado

En medio de las justas protestas por una Declaración que ni siquiera ofrece una disculpa, llega el mensaje de “ratificación” de Alfredo Guevara. El presidente del ICAIC señala, como era de esperarse, un hiato entre la Revolución y sus “errores”; entre “la política cultural de la Revolución, política de respeto y exaltación de la libertad de creación” y el pavoroso “pavonato”; entre “Fidel y Raúl”, de un lado, y del otro la anónima mediocridad.
Apocalíptico en relación a la “seudocultura” de masas, integrado a esa Batalla de Ideas de la que se habla cada vez menos, Guevara afirma que si bien la televisión ha llevado al pueblo “el mensaje político-pedagógico de quien ha sido nuestro gran comunicador”, “desde algún nivel de esa institución, probablemente por ignorancia beligerante y usurpadora” existe una “campaña de exaltación de la vulgaridad, el mimetismo de lo peor de la programación que promueve el Imperio”, la cual “lastima a fondo el afán apasionado que encabeza Fidel de elevar el nivel cultural y para ello intelectual de nuestro pueblo”.
Ahora bien, justamente la legitimación del “mensaje político-pedagógico” de la Revolución, entendido como auténtica Kultur, frente a todo lo que se asimilaba al Imperio, esto es, al capitalismo en su etapa crepuscular, había sido, desde las Palabras a los intelectuales y, sobre todo, desde el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, la base de una política cultural que asimilaba la cultura a la educación, siguiendo, declaradamente o no, aquella máxima de Stalin que consideraba a los escritores “ingenieros de almas”. Que bajo su dirección el ICAIC haya conservado cierta autonomía del Consejo Nacional de Cultura, que en algún momento haya representado, frente a Blas Roca, una posición menos dogmática, no debe hacernos olvidar que Guevara fue una pieza fundamental en la institución de una política que no se caracterizaba, en modo alguno, por la “exaltación de la libertad de creación”.
Fue Guevara quien lideró la cruzada contra Lunes de Revolución que, a raíz de la censura de PM, culminó en las Palabras a los intelectuales, la clausura del magazine y la creación de la UNEAC. Aludiendo claramente a Lunes, en “Las catedrales de paja” (Nueva revista cubana, enero-marzo, 1960) llamaba a desenmascarar “estas corrientes que se titulan nuevas y son antiguas, que se enmascaran con la revolución y se ríen de ella, que apoyan a la revolución y la niegan con su indiferencia en el arte”. Y añadía: “El mundo anda al revés, y los textos y contextos se encargan de confundirlo todo. Son vanguardistas, modernos, contemporáneos, futuristas, avanzados, los más conservadores.” Para concluir: “Ahora la corriente principal es la revolución: ella puede ser cantada, y también enriquecida mediante el descubrimiento de facetas inéditas, o la eclosión de potencias embrionarias. Ese es ahora el papel del arte, de la cultura toda: mantener viva y activa a la revolución, cantarla y renovarla.”
Un año después, en su intervención en la primera de las reuniones en la Biblioteca Nacional, Guevara acusó a los de Lunes de alabar el cine norteamericano, primero, luego la “nueva ola” francesa y posteriormente el cine polaco. Decía: “Ahora da la casualidad que lo que jamás pasa en las páginas de Lunes de Revolución y en el periódico Revolución en el terreno crítico es que defienden el cine socialista que tuvo su primera experiencia en la Unión Soviética. Esto a mí no me extraña. A mí no me extraña porque el punto de partida de un socialista es el marxismo-leninismo, y porque si el marxismo-leninismo no es el campo de estudio, si no reconocemos el deber de estudiar las posiciones filosóficas y el método de análisis del marxismo-leninismo todos los intelectuales cubanos en este momento [..] no podemos alcanzar la lucidez suficiente para tener ni siquiera la discusión que estamos teniendo, no en el campo de la crítica cinematográfica sino en ningún campo”. “Después de la proclamación de nuestra revolución como una revolución socialista, no puede haber ni crítica ni posición honesta y seria de un intelectual que no parta del conocimiento profundo y serio de las posiciones marxistas-leninistas”, afirmaba taxativamente. (“Para alcanzar la lucidez suficiente (Intervención en la reunión de Fidel Castro con los intelectuales, Biblioteca Nacional José Martí, la Habana, junio de 1961, en Alfredo Guevara. Revolución es lucidez, Ediciones ICAIC, 1998.)
Como se ve, para este Guevara no había lucidez fuera del marxismo. En otro escrito suyo de la época, “Inconformismo y revolución”, critica a quienes “en nombre de la revolución y con su lenguaje incorporan un elemento reaccionario y conservador en la medida que puede resultar esto cuánto enturbie la lucidez revolucionaria.” Guevara afirma que, antes de triunfar la revolución, “no importan en última instancia las diferencias de grado en el nivel de conciencia. Bastará entonces el espíritu de rebelión que se da por igual en el inconformista y en el revolucionario. Esto no implica, sin embargo, que se liquide la lucha o contradicción ideológica: significa tan sólo que no es el problema principal. Esta época tiene su fin. Cuando la revolución ha triunfado, o cuando ha creado instrumentos políticos de tal envergadura que se hacen sentir y respetar, los problemas ideológicos pasan a un primer plano en el campo de la cultura, y la revolución exige de sus aliados madurez máxima.” Puesto que “Revolución es lucidez”, en la sociedad socialista “el artista neurótico, el arte patológico, la destrucción de la realidad y la denuncia de su incoherencia resultan superadas[...] La negatividad por la negatividad misma se convierte en actitud obsoleta. La angustia y desesperación, la belleza negra del suicidio-protesta, todo lo patológicamente trágico, pierde su base de sustentación. Si el artista que parte de esas posiciones no las supera para convertirse en revolucionario, para automáticamente a las posiciones de la contrarrevolución.”
No hay, pues, espacio en la nueva sociedad para el inconformismo ni para la negatividad, que equivalen a falta de lucidez: a locura o a contrarrevolución. En estos escritos, como en muchos de José Antonio Portuondo, están ya los dogmas que alcanzarán su formulación más grosera en los artículos publicados por “Leopoldo Ávila” en noviembre de 1968 en Verde Olivo. Y en intervenciones posteriores de Guevara encontramos una inequívoca ratificación de aquella cultural que alcanzó su definición mejor a raíz del caso Padilla. Gracias al propio Guevara podemos leer, en un libro publicado hace poco, un par de ellas que no dejan lugar a dudas: “La política de nuestra dirección revolucionaria ha sido la de sembrar y desarrollar conciencia”(Transcripción. Reunión de análisis interno sobre la polémica de los Premios UNEAC en las páginas de la revista Verde Olivo, Biblioteca ICAIC, 4 de enero de 1969), y “Traidores-coloniales nos piden el suicidio para dormir tranquilos. (Transcripción. Reunión de análisis interno del caso Padilla, Biblioteca ICAIC, 25 de marzo de 1971) (Alfredo Guevara, Tiempos de fundación, (Ibeorautor, 2003).
A este par de transcripciones remito a quienes aun se crean la leyenda urbana de un Alfredo Guevara “liberal”.

viernes, 19 de enero de 2007

René Vázquez Díaz: el regreso del hijo pródigo

En Rebelión –de donde, por cierto, también han retirado la nota de Cuba Debate de la que dio noticia Encuentro en la red– encontramos hoy otra perla: una entrevista con René Vázquez Díaz publicada en la revista Quimera. Copio aquí algunos fragmentos para quienes no tengan suficiente estómago para leerla completa.
“Yo elegí no pertenecer a los grupos de cubanos que viven en Madrid, México, Miami o París. Ninguna presión social, económica o política me obligará a decir algo en lo que no creo. Participar en los proyectos norteamericanos contra la Revolución , como la revista Encuentro o el frente mediático propagandístico financiado por Estados Unidos (Radio Martí, Cubanet, etc.) me parece indigno. Yo me apego a mi insularidad descarriada, pero irreductible.” (Antes ha dicho que “nunca ha salido de Cuba”.) “La imagen de una Cuba totalitaria y de un exilio democrático es falsa. El exilio cubano carece de un proyecto de futuro. La Revolución es democratizable, pero los exiliados que viven parasitariamente de los dineros yanquis no son desamericanizables.”
“... la revolución colocó la biblioteca en el centro del pueblo y de nuestras conciencias, ofreciendo posibilidades de lecturas que antes no existían en Cuba.” Ni una palabra sobre cómo luego acabó con todas las posibilidades, implementando la censura y el terror. La burguesía usó los libros como adornos, fue indiferente a ellos, los despreció, pero nunca los prohibió ni los hizo pulpa. Antes de 1959, apenas habían editoriales en Cuba, pero sí una gran prensa, continuadora de una tradición que provenía desde que, en 1880, cuando Cuba pasó a ser una provincia de España, se abrió en la Isla un auténtico espacio de opinión pública. Esa tradición fue acabada en 1960, con la nacionalización de toda la “prensa libre”. Pero ahí, en lo que no es sino una subordinación de cultura a la paideia revolucionaria, Vázquez Díaz se empeña en ver un progreso. “Todos los que nos fuimos y creamos nuestra obra fuera, somos también un resultado del progreso inaudito que, para alegría de unos y tormento de otros, introdujo el proceso revolucionario en un país en el que no había editoriales ni hábitos de lectura y que estaba plagado de analfabetos, tanto pobres como opulentos. Sin embargo, si Cuba vuelve a ser una colonia norteamericana me temo que otra vez los nuevos ricos miamizados encuadernen a Cervantes y a Lezama para embellecer sus estantes.”

jueves, 18 de enero de 2007

Quietos en base

Finalmente, las autoridades de la UNEAC se pronuncian en una Declaración que, como era previsible, declara todo resuelto. Más de lo mismo: quienes nos negamos a llamar “errores” a las medidas represivas de los setenta somos deshonestos y anexionistas; la protesta es un “intercambio de opiniones”; la aparición de los antiguos comisarios no responde a una política del ICRT sino a “graves errores”; es necesario trabajar en coordinación con ese organismo “en la promoción a través de los medios de obras y creadores que expresen las auténticas jerarquías intelectuales y artísticas de la cultura cubana.”
¿Podemos, esperar, entonces una “Impronta” dedicada a Manuel Díaz Martínez? ¿Otra a Reinaldo Arenas? ¿Será invitado próximamente Pepe Triana a “La diferencia”? No, desde luego, pues lo primero es defender la unidad que “la política cultural” “garantiza”. Hace un tiempo, en pleno esplendor de la Batalla de Ideas, se declaró irreversible al socialismo; ahora llegó su turno a “la política cultural martiana, antidogmática, creadora y participativa, de Fidel y Raúl, fundada con “Palabras a los intelectuales”. Como la Revolución, ese Reich que dura ya más de cuatro décadas, la política cultural es una: Verde Olivo, bajo la dirección de Raúl Castro, y el Congreso Nacional de Educación y Cultura, clausurado por Fidel Castro, no son parte de ella, pero sí, en espíritu, Martí, a quien han desfigurado al punto de hacerlo precursor del uso del término de “gusanos” para nombrar a los "contrarrevolucionarios".

miércoles, 17 de enero de 2007

El libro de Marial Iglesias gana importante premio de la American Historical Association

El libro Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902, de Marial Iglesias, ha recibido el importante premio Haring de la American Historical Association. Con este trabajo, Iglesias, historiadora y profesora de filosofía de la Universidad de la Habana, obtuvo el Premio Enrique José Varona de la UNEAC en 2002 y el Premio de la Academia de Ciencias de Cuba. Se trata, pues, posiblemente del libro más reconocido dentro de la ya considerable producción de los nuevos historiadores cubanos, entre los que destacan también Pablo Riaño, Alain Basail, Ricardo Quiza y Reinaldo Funes. Como saludo al premio obtenido por Marial, aquí dejo esta breve reseña que escribí en 2004 y publiqué el año pasado en la Revista Hispano-cubana.
Un valioso acercamiento a uno de los períodos menos estudiados y más estereotipados de la historia de Cuba es el libro que nos proponemos comentar. Cuestionando tácita pero contundentemente las simplificaciones ideológicas de cierta historiografía escrita en la Isla en las últimas cuatro décadas, Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902 reconstruye con notable perspicacia y no menos amenidad el complejo entramado de discursos y prácticas nacionalistas y modernizadoras que singulariza los tiempos de la “primera Intervención”, cuando la transformación institucional de la sociedad cubana según el patrón civilizatorio norteamericano corrió pareja a la consolidación de un nacionalismo prorrepublicano sustentado en el reservorio simbólico de las luchas por la independencia.
A estos dos movimientos que confluyeron y entraron en tensión en el desmontaje de la dominación colonial española se acerca Iglesias no de la manera tradicional sino con la perspectiva de las nuevas escuelas de la historiografía contemporánea, sobre todo la historia cultural preconizada por Chartier y la última generación de los Anales. Más que la vida cotidiana y el orden de lo simbólico, como inexactamente indica su título, este libro enfoca primordialmente ese ámbito público en que, al tiempo que el gobierno interventor deja su huella modernizadora, los antiguos súbditos de la corona española comienzan a reconocerse como ciudadanos de un futuro estado nacional. Transformaciones como el retiro de los blasones alusivos a la monarquía española de las fachadas de edificios y documentos oficiales, la conversión de cuarteles en escuelas, la urbanización “a la americana” de los espacios públicos de la capital, el emplazamiento de tarjas o monumentos conmemorativos de la memoria patriótica y la creación de una galería de próceres y mártires cuyos retratos comienzan a exhibirse en aulas escolares e instituciones estatales, son ampliamente documentadas mediante un variado registro de fuentes que incluye desde fondos del Archivo Nacional de Cuba hasta un buen número de periódicos de pueblos pequeños del occidente cubano.
El análisis de este vasto corpus documental a lo largo de los seis capítulos que conforman Las metáforas del cambio –dedicados, respectivamente, al estudio del “desmontaje de los símbolos del poder colonial”, “las fiestas católicas, yankees y patrióticas”, “los intentos de colonización del idioma y la batalla por la preservación del castellano”, “la “descolonización de los nombres”, la “socialización de los símbolos patrios” y “cultura pública y nacionalismo”– destaca la ambivalencia que adquieren entonces los Estados Unidos, los que a la vez que representan, frente al atraso de la insalubre y despótica colonia española, la modernidad higiénica y democrática, por sus pretensiones hegemónicas vienen a sustituir a la antigua metrópoli en tanto nuevo otro para la constitución de la identidad nacional cubana.
Las controversias sobre prácticas tan arraigadas como las lidias de gallos o el bailar danzón, consideradas como propias por las clases populares y como incivilizadas por la élite social y los funcionarios interventores, evidencian justamente las tensiones entre el afán de modernizar la sociedad colonial según el modelo político y cultural norteamericano, y la aspiración a un fortalecimiento de la identidad cultural que legitimara la institución de un estado nacional independiente. Al esclarecimiento de los orígenes de ese conflicto entre el deseo de modernidad “a la americana” y el ansia nacionalista de la plena independencia, que atraviesa toda la historia de la República y aun de todo el siglo XX cubano, el libro de Iglesias constituye una contribución fundamental.
Y lo es en no menor medida al estudio de los comienzos del nacionalismo poscolonial. Alejándose de la tendencia a considerar todo nacionalismo como discurso producido y reproducido por élites letradas para el mantenimiento de su hegemonía, Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902 pone énfasis en “la activa participación de los sectores populares y el peso relevante de la cultura política subalterna en la gestación de la comunidad imaginada de la nación”(p.185). Este activismo de los de abajo, autor de interesantísimas “apropiaciones” nacionalistas de las ceremonias del cambio de soberanía, responsable en buena medida de la socialización de los símbolos patrios y de la difusión de la memoria de las guerras de independencia en la Cuba “entre imperios”, fue, según Iglesias, decisivo en la frustración de los planes anexionistas de un sector del gobierno interventor y de la élite cubana.
Paralelo a la separación de la iglesia y el estado decretada por las autoridades norteamericanas, aquel espontáneo nacionalismo de los tiempos en que “el Himno de Bayamo era una melodía tarareada o silbada en las esquinas, las décimas a la bandera llenaban las páginas de los cancioneros de moda, el escudo se bordaba en los pañuelos que las novias regalaban a los novios, y las “estrella solitarias” se llevaban en broches prendidos al pecho o en la hebilla del cinturón”(p.13), tiene, como en los primeros años de la Revolución Francesa, tanto de fiesta como de religión patriótica. Y justo en ello radica, según sugiere el libro de Iglesias, la gran aproximación de la vida cotidiana y la esfera pública que caracteriza a aquel período enmarcado entre las grandes celebraciones colectivas del 1 de enero de 1898 y el 20 de mayo de 1902.
Restituir esa memoria que por décadas ha sido en buena medida escamoteda a los cubanos de la Isla es, en mi opinión, uno de los principales méritos del presente libro. No se trata, sin embargo, en modo alguno de una suerte de romance nacionalista. Conocedora de los recientes aportes de autores como Benedict Anderson, Ernest Gellner y Eric Hobsbaum, Iglesias no pierde de vista el hecho de que las diferencias de clase y raza, momentáneamente suspendidas durante la fiesta, regresan a medida que se va consolidando el orden burgués. Quien lea este libro encontrará pruebas documentales de que en el baile que en muchos liceos siguió a los discursos patrióticos los negros fueron segregados. Y quien eche un vistazo a las ilustraciones de época que acompañan el texto notará que en el coro de niñas que con gorros frigios y banderas cubanas cantaron el 10 de octubre de 1900 el himno “Patria” en el Liceo de Camajuaní, retratado en El Fígaro el 18 de noviembre de ese año, no había ninguna negra o mulata.

martes, 16 de enero de 2007

Respuesta a Alexis Figueredo

En su carta a Encuentro en la red Alexis Figueredo recuerda mal aquella polémica mía con Hernández Busto. Me veo, entonces, obligado a refrescarle un poco la memoria: “Quien se tome el trabajo de releer las primeras declaraciones de su entrevista en Encuentro en la red verá que allí (Hernández Busto) no afirma sólo que la polémica sobre el canon literario cubano ha tenido lugar fuera de la Isla, sino también que los críticos involucrados en ella –de los que menciona sólo a algunos, dando por sentado que de citar más no haría sino reforzar su argumento– no “escriben hoy dentro de Cuba”, afirmé entonces. Y me limité, para desmentir la tesis de que “en el debate sobre el tema del canon ha sido el exilio lo que ha provocado una necesidad de enlistar la tradición fuera del comportamiento bovino de un discurso ultranacionalista”, a ofrecer considerable evidencia en contra. Sostuve, pues, que muchos desde Cuba habían participado en ese debate –lo que hoy, desde luego, suscribo–, y nunca que en la Isla existiera un “debate real democrático”.
Si Alexis Figueredo no capta esta evidente diferencia, creo que no hace mucha gala de esa inteligencia que sugiere yo le insulto ahora a los lectores. Es falso, además, que yo acuse a alguien de bizantinismo; más bien, Eliseo Alberto me lo atribuye al señalar que hago en algunos de mis comentarios “gala de una evidente ofuscación teórica”. Y es falsa también la sugerencia de Figueredo de que mi “postura teórica” se ha “adaptado” “de acuerdo al escenario”. La crítica de la crítica de los “errores” que hago en mis comentarios a la carta de Desiderio Navarro está ya en mi libro Límites del origenismo, escrito en Cuba e incluso publicado por Colibrí antes de mi salida. En mi ensayo “Desventuras de la “conciencia crítica” en la Cuba del sí”, escrito en enero de 2004 para la antología La utopía vacía. Intelectuales y estado en Cuba, coordinada por Carlos Alberto Aguilera, señalaba también la no solución de continuidad entre las Palabras a los intelectuales y el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura.
Desde luego, desde acá disfruto de una libertad de expresión que, de haber ejercido en Cuba, no hubiera salido de allí sino más bien entrado a la cárcel, pero no es cierto que yo haya “acomodado” mi discurso al nuevo escenario al punto de negar ahora lo que entonces defendía y viceversa. En todo caso, todos tenemos derecho a cambiar de opinión; no somos rehenes de lo que un día defendimos.

Mensajes electrónicos de Miguel Sales, sobre el caso Pavón

Hola Duanel,

he seguido con interés -sobre todo por lo que tiene de síndrome de Estocolmo tropical- el debate sobre la resurrección televisiva de los subcensores del castrismo. No he querido intervenir porque, entre otras razones, vosotros lo habéis hecho mejor que yo y con más conocimiento de causa. Pero quiero felicitarte, con transferencia a Jorge Luis y a Prats, por la nitidez con que habéis fijado una postura tan honrada como necesaria. En un asunto así, el silencio y las medias tintas sólo benefician al tardocastrismo, empeñado ahora en normalizar la sucesión dinástica en el más puro estilo norcoreano.

Aseguraba Milosz que en un régimen comunista no hay accidentes, sino sólo síntomas. Esta resurrección es uno. Más allá, el debate pone de relieve que el empeño de pensar y desmontar la realidad cubana con los instrumentos intelectuales del propio sistema está condenado al fracaso. Por eso los intelectuales "revolucionarios" dan vueltas y más vueltas en torno a las categorías sacrosantas -patria, revolución, imperialismo, soberanía, anexión y otras entelequias- cuyo manoseo sólo sirve para consolidar el dominio del partido único y el comandante ídem. Y el comisario político tiene siempre la última palabra.

Para romper con la inercia mental del progresismo, lo primero y más necesario es mirar a la Esfinge en los ojos y no entretenerse en contarle los pelos del rabo (Unamuno dixit). Pero ese es un ejercicio peligroso para los de acullá e incómodo para los que acá prefieren siguen acariciando la cadena porque en el fondo añoran el pesebre y la consigna.

Abrazos

Miguel Sales

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pues sí, Miguel, este debate no es que vaya a cambiar nada en Cuba, pero ayuda a fijar posiciones. mucho me temo que ahora que el Gran Cucarachón está moribundo o muerto, todo seguirá igual allá, Raúl abrirá un poco la cosa en lo económico y lo demás seguirá más o menos igual. pero te animo a que tú tambiés publiques tus relfexiones, pues aunque desde este lado la mayoría está de nuestra parte (también Juan Abreu se ha pronunciado firmemente en su blog y Armengol en el suyo), hay quien cree que le estamos exigiendo a los de Cuba que se inmolen o algo por el estilo. o piensan que uno no tiene legitimidad para hablar desde este lado del charco. un abrazo, d.

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Mi pronóstico es que ni siquiera habrá mucha apertura económica. La aplicación del "modelo chino" es inviable -por peligrosa para la nomenklatura- y sólo sirve para marear indirectamente la perdiz, por ahora. Además, están reconfortados por el giro populista del continente, el petróleo del "mulatico cantor" (como le llamaba Fifo) y la perspectiva de un triunfo demócrata en USA en 2008, con el subsiguiente fin del embargo.

Otrosí: yo no pude hablar mucho en esa época porque estaba en la cárcel (hasta 1978) y la leña allí no era metáfora. Pero publiqué fuera la primera antología de poesía del presidio (Desde las rejas, Editorial Universal, Miami, 1976) y algunos artículos de prensa, sacados con dificultad de La Cabaña y el Combinado del Este. Por eso me repatea que algunos pidan silencio (un minuto o un siglo, tanto monta) en respuesta a lo que ocurre.

No creo que hoy en día chillar un poco en Cuba conduzca a la inmolación. Hay un poema (¿de Altolaguirre?) que dice "ya que no puedo ser libre / agrandaré mis prisiones". Ya es hora de que empiecen a empujar un poco la linde, a ver cómo reacciona el mayoral.

Cuelga lo que te mando en el blog, por si alguien lo encontrara edificante.

lunes, 15 de enero de 2007

Junio es el mes más cruel

Hace cinco años La gaceta de Cuba pidió a cuatro reconocidos intelectuales cubanos que opinaran sobre las Palabras a los intelectuales, cuyo cuarenta aniversario se conmemoraba entonces. Graziella Pogolotti, Lisandro Otero, Roberto Fernández Retamar y Julio García Espinosa coincidieron en percibir aquel discurso de Castro como la base de una política cultural aperturista, de la que los “errores” cometidos en los setenta fueron una lamentable desviación felizmente corregida en la década siguiente. Y es justo el haber retomado la senda correcta lo que, ya en los noventa, con el país “liberado de la sombra que las estrecheces espirituales” de las naciones que “se decían socialistas” (RFR) echaban sobre él, garantizaría un nuevo esplendor de la cultura cubana.
Fernández Retamar cita una carta de 1967 en la que Juan Marinello le confesaba haber “creído siempre que el discurso del compañero Fidel en 1961, dirigido a los intelectuales, tiene un relieve capital: nos salvó de caer en los terribles dirigentismos que ensombrecen en otras latitudes la tarea creadora”. Otero es aun más explícito al afirmar que fue ese discurso lo que evitó que se implantaran en Cuba los dogmas del realismo socialista: “las Palabras a los intelectuales de Fidel Castro ayudan a comprender por qué, pese a parciales retrocesos, coyunturales nubarrones y desaciertos, la cultura cubana ha atravesado en los últimos decenios una etapa de desarrollo.”
Sólo la estulticia o la amnesia podría hacernos tragar este cuento de hadas. Si, como demuestran las declaraciones de Armando Hart a propósito de la creación del Ministerio de Cultura o el discurso de Carlos Rafael Rodríguez en el IV Congreso de la UNEAC, es cierto que las aperturas y rectificaciones en materia de política cultural que siguieron al llamado “quinquenio gris” se han realizado en nombre de la correcta interpretación de la palabra de Castro, también lo es que lo que los intelectuales orgánicos del régimen consideran “errores” o “desviaciones” coyunturales fueron igualmente legitimadas por el Comandante. No fueron simples funcionarios ni oscuros burócratas sino el propio Fidel Castro quien clausuró el Congreso de Educación y Cultura de 1971, cuya “Declaración final” decía, entre otras cosas, que “el arte es un arma de la Revolución” y que “nuestro arte y nuestra literatura serán un valioso medio para la formación de la juventud dentro de la moral revolucionaria, que excluye el egoísmo y las aberraciones de la cultura burguesa”.
Al escamotear interesadamente todo esto, Fernández Retamar y compañía presentan a Castro, limpio de toda mácula, como nuestro Salvador, cuando es evidente que el tan llevado y traído dictum según el cual “dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada” legitimó lo mismo la relativa apertura de los sesenta que la absoluta cerrazón de los setenta. Tanto “liberales” como “dogmáticos” se han autorizado como seguidores de la palabra de Castro, pero lo que subyace a esta querella de familia es justamente la indiscutida autoridad del Padre que se reserva el derecho a establecer, en cada momento y según sus conveniencias, los límites de la legalidad.
Entre los coloridos años sesenta y los grises setenta no hay, como sugieren Retamar, Otero y Pogolotti, una fractura accidental, sino más bien una solución de continuidad: los funestos decretos de mayo de 1971 son la lógica consecuencia de esas Palabras a los intelectuales que, al disponer la clausura de Lunes de Revolución y la creación de la UNEAC, marcaron el comienzo de un proceso de institucionalización de la cultura acelerado en 1968, cuando el dogmatismo marxista y antiintelectualista tuvo una agresiva formulación en el prólogo a Fuera del juego y, sobre todo, en los artículos publicados por Leopoldo Ávila en la revista Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Más allá de su contenido, la performance misma del discurso de Castro evidencia la autoritaria conversión del diálogo en monólogo. Como ha señalado César Leante, de aquellas tres sesiones sostenidas los días 15, 23 y 30 de junio de 1961, fueron precisamente las palabras del único no intelectual las únicas publicadas y reproducidas una y otra vez. No hubo debate luego de hablar Castro; su discurso fue considerado la conclusión de aquel diálogo, en una falacia semejante a aquella de Portuondo según la “Declaración final” del Congreso de Educación y Cultura “resume” las copiosas polémicas de la década anterior.
Más que el amable intercambio que aparentaban, aquellas Palabras a los intelectuales eran un sutilísimo pero rotundo veni, vidi, vici. La pistola sobre la mesa simbolizaba la guerra de las armas contra las letras, una guerra de león contra mono que marcaría el fin de la inteligentsia y de la autonomía del arte. Nadie, desde luego, reparó entonces en que el papel de árbitro correspondió a alguien que, según propia declaración, no había visto la película cuya prohibición era el motivo inmediato de las reuniones. Pero para Castro eso era irrelevante, pues lo que le interesaba dejar claro era el derecho del gobierno a la censura, que justificó apelando a lo que ha sido la base del discurso de legitimación del gobierno cubano hasta el día de hoy: la identidad de la Revolución con el pueblo y la nación toda.
La afirmación del “derecho del Gobierno a revisar las películas que vayan a exhibirse ante el pueblo” no puede ser más paternalista: concibe al pueblo como a un niño que, incapaz de pensar por cabeza propia, hay que proteger de las malas influencias. A ello se unía por un lado, una tácita ecuación entre “la educación del pueblo” y “la formación ideológica del pueblo”, y, por el otro, una considerable tensión entre educación y cultura que se resolvería definitivamente a favor de la primera en el congreso de 1971, donde, desde el propio nombre del evento, la cultura se subordina a la educación que a su vez es concebida sub specie ideologiae.
En su discurso del 30 de junio de 1961 Castro establecía, pues, la jerarquía de la Revolución sobre la libertad de expresión al tiempo que, con suma habilidad, dejaba claro que “dentro de la Revolución” cabían también aquellos que no se identificaban del todo con el régimen. Su estrategia maestra consistió justamente en convertir a esa categoría a aquellos que se creían auténticamente revolucionarios. Por un lado, afirmaba que “la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario”; por el otro, deslegitimaba las dudas sobre la posibilidad de que la Revolución acabara con la libertad de expresión, expresada por algunos de los asistentes. “Si la Revolución comenzó trayendo en sí misma un cambio profundo en el ambiente y en las condiciones, ¿por qué recelar que la Revolución que nos trajo esas nuevas condiciones para trabajar pueda ahogar esas condiciones? ¿Por qué recelar de que la Revolución vaya precisamente a liquidar esas condiciones?”
Pasando enfáticamente por alto el hecho de que la duda de los intelectuales estaba plenamente justificada por la historia de las revoluciones anteriores, Castro daba a entender que aquellos que expresaron dudas no eran verdaderamente revolucionarios. A la pregunta de Piñera de por qué los intelectuales tenían miedo de su revolución, oponía una andanada de preguntas retóricas: “¿Cuál debe ser hoy la primera preocupación de todo ciudadano? ¿La preocupación de que la Revolución vaya a desbordar sus medidas, de que la Revolución vaya a asfixiar el arte, de que la Revolución vaya a asfixiar el genio creador de nuestros ciudadanos, o la preocupación de todos no ha de ser la Revolución misma?” Y más adelante: “¿Dónde puede estar la razón de ser de esa preocupación? Solo puede preocuparse verdaderamente por este problema quien no esté seguro de sus convicciones revolucionarias.”
De donde se derivaba, claro está, una celebración del sacrificio. Al ser la Revolución un absoluto, “el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución.” Quien fuera “más artista que revolucionario” no podía pensar como aquellos a los que Castro representaba: los que hicieron la Revolución. “¿Y quién no cambiaría el presente, quién no cambiaría incluso su propio presente por ese futuro? ¿Quién no cambiaría lo suyo, quién no sacrificaría lo suyo por ese futuro? Y ¿quién que tenga sensibilidad artística no tiene la disposición del combatiente que muere en una batalla, sabiendo que él muere, que él deja de existir físicamente para abonar con su sangre el camino del triunfo de sus semejantes, de su pueblo?”
La historia quedaba así sacralizada. Castro habla del extraordinario privilegio que es, para quienes como ellos leían las historias de las revoluciones francesa o rusa, poder vivir en su país un acontecimiento histórico de trascendencia semejante. Los insta a ser partes de la Revolución, amedrentándolos con el juicio de la posteridad. “A lo que hay que temerle no es a ese supuesto juez autoritario, verdugo de la cultura, que hemos elaborado aquí. ¡Teman a otros jueces mucho más temibles, teman a los jueces de la posteridad, teman a las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra!”.
Era ya la guinda del pastel. Junto con el pueblo y la nación, Castro se anexaba el futuro. El juez temible no era la posteridad, sino él hablando en su nombre. La última palabra era la suya.
Publicado en Encuentro en la red el 12 de junio de 2006

viernes, 12 de enero de 2007

¿Sumar para quién? (Réplica a Lichi Diego)

En su mensaje electrónico, Eliseo Alberto Diego nos acusa a mí, a Jorge Luis Arcos y a José Pepe Prats de ser injustos, insolidarios y hasta oportunistas en nuestros comentarios publicados en Encuentro en la red. En lo que a mí se refiere, me gustaría replicar a esto, no sin antes señalar que no hay diferencia, en cuanto a grados de reflexión, entre ellos y los de de Lichi: los nuestros no tienen, como él afirma, la “ventaja que da el ejercicio de la reflexión” sobre “la lógica ligereza de quien redacta al vuelo un S. O. S. electrónico”; el suyo es un comentario totalmente razonado y elaborado, tan bien pensado como los de nosotros, y a la vez escrito al calor de esta sorpresiva coyuntura, justo como los de nosotros.
“Al enmudecer La Habana, algunos aprovecharon la pausa para desbocarse”, dice Lichi. Quizás él no me crea, pero lo cierto es que mi comentario fue escrito inmediatamente después de leer la carta pública de Desiderio Navarro; ese mismo día, ya entrada la madrugada, lo colgué en un blog recién estrenado, y fue al día siguiente, cuando ya había leído algunos de los mensajes provenientes de Cuba, que Pablo Díaz me propuso publicarlo en ERR. Luego salieron las notas de Yoyi y de Pepe, y sinceramente me alegré de que ellos compartieran mi posición.
Hoy, horas antes de leer el mensaje de Lichi Diego, he estado hablando largamente con Yoyi sobre el tema. Creo que lo que más le molestó a él es el hecho de que algunos intentaran desde La Habana dejar fuera del debate a los que estamos en el exilio, cuando es un hecho que muchos de los afectados en los setenta están de este lado del charco y que, de cierta manera, todos hemos sido afectados, pues el daño que entonces se hizo a la cultura y a la intelligentsia no se supera por decreto. Por mi parte, lo que más me molestó de la carta pública de Desiderio fue que la dureza con que critica a los intelectuales por no haber resistido en los setenta no fuera acompañada de autocrítica –siendo, de esa manera, inconsecuente con la memoria que reclamaba– y sí de un claro propósito de exculpar a las máximas autoridades de la Revolución.
En efecto, Baquero dijo que la “cultura es un lugar de encuentro” pero esa frase, mientras no adquiera una interpretación concreta, es una consigna vacía y retórica, una especie de comodín que sirve para todo. Encuentro la ha asumido como un lema en el empeño de sumar a todos en un diálogo necesario, un debate que las autoridades cubanas rechazaron. En Encuentro en la red se publicarán todos los escritos sobre el asunto que nos ocupa, aquellos firmados por los de aquí y los de allá, por los “revolucionarios” y los “contrarrevolucionarios”, los de “derecha” y los de “izquierda”. Ni La Jiribilla ni Cuba Literaria lo harán. Cuando Temas ha publicado alguna crítica de fondo ha sido, como en el caso del ensayo de Ponte sobre Martí, para acto seguido intentar descalificarlo de la manera más grosera y, desde luego, contraproducente. Criterios sacó algunos años un número con acercamientos teóricos al “neofascismo norteamericano”, pero sobre el costado fascista del régimen cubano no ha publicado nada, hasta donde sé.
La tesis de que la “cultura es un lugar de encuentro” ha sido asumida por las autoridades cubanas con otro sentido: para fundar un falso consenso una vez que, luego de la caída del muro de Berlín, el estado se vio privado de la legitimación marxista-leninista y tuvo que echar mano a los “idealismos” antes rechazados. Esa cultura concebida ahora no ya como otro terreno de la lucha de clases sino como “lugar de encuentro” define un espacio de mayor tolerancia en la justa medida en que su relativa autonomía garantiza que las decisiones políticas quedes en manos de los de siempre. ¿señalar esto es autosuficiencia, es pose teórica, es bizantinismo?
Lichi dice: “invierte el catalejo para exagerar sus propias sentencias, las de Duanel, como si la amplificación de una verdad bastara para sustentarla, con lo que olvida que, mal entendida, la realidad vista a través de una lupa a veces sólo sirve para distorsionarla, no para razonarla.” Ahora bien, lo que yo señalo no es “mi” verdad, ni es la de Prats ni la de Yoyi aunque ellos la compartan; es sencillamente la verdad, algo que está más allá de posiciones políticas o éticas. No tengo que amplificarla pues se sustenta en los hechos: fue Fidel Castro el que pronunció el discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura.
Pero Lichi prefiere concentrarse en otro pasaje de mi comentario. Dice: “Díaz asegura a raja tablas que la Revolución no admite “conciencia crítica”, pues para “criticarla de verdad, hay que situarse fuera del juego. Salir de su propia lengua: pasar de "Fidel" a "Castro". Mientras exista "Fidel", no ya sólo en tanto ser físico sino en tanto concepto proveedor de legitimación, la simetría entre "políticos" e "intelectuales" que sugiere Navarro resulta falsa; de hecho, en Cuba no hay "políticos", puesto que no hay partidos ni parlamento”. Lo grave no es que no haya “partidos” sino que haya solamente uno –más una Asamblea del Poder Popular integrada casi en su totalidad por sus militantes. A estas alturas del “partido”, después de tanto llover sobre mojado, lo mismo en La Habana que en Miami, apenas tiene sentido la propuesta de elegir entre un nombre Equis y un apellido Zeta, una alternativa que, sin necesidad de lentes para miopes, hace gala de una evidente ofuscación teórica.”
Ahora bien, ¿hay diferencia entre que no haya “partidos” y que haya solamente “uno”? Al contradecirme y afirmar lo mismo que yo, es él quien resulta bizantino, cuando no absurdo. La diferencia entre “Castro” y “Fidel” que señalo no carece de sentido; sacada de su contexto, en el mensaje de Lichi, ciertamente parece artificiosa, pero en mi comentario no es para nada gratuita: insisto en que mientras a Fidel no se le pueda llamar Castro, mientras no esté sujeto, como todos, al escrutinio de la opinión pública que define todo espacio democrático, no podrá haber en Cuba un auténtico debate, aunque sí voces que, como la de Ena Lucía Porcela, salgan fuera de esa falaz retórica.
“De lo que se trata, ahora, es de sumar: el que resta pierde. Sería gravísimo error equivocarnos de contrincantes pues existe la posibilidad de acabar siendo, uno, nuestro propio enemigo. Conmigo no cuenten los que sólo ven manchas en el sol.” termina Lichi. Y yo me pregunto si la suma que saldría si nos calláramos quienes hacemos una crítica de fondo ayudará a que venza alguien más que ese régimen que coarta las libertades de todos, los de allá, que no pueden expresarse libremente, y los de aquí, que por hacerlo tenemos prohibida la entrada a nuestro país. ¿Nos equivocamos de contrincante nosotros o se equivoca Lichi Diego? Mi contrincante no es Desiderio Navarro, ni mucho menos los demás colegas en La Habana: mi contrincante –el de Yoyi, el de Pepe– es el régimen castrista.

jueves, 11 de enero de 2007

"Errores" y falacias

La sorpresiva reaparición de Pavón y Serguera en sendos programas de la televisión cubana ha constituido, indudablemente, un desvío de la línea trazada por la política cultural en los últimos tres lustros. El deshielo tropical se ha legitimado en un calculado reconocimiento de los “errores” del pasado, un reconocimiento que, evitando detenerse en sucesos y personajes concretos, declara “superada” aquella etapa oscura mientras la integra en un continuum histórico que, desde las Palabras a los intelectuales hasta la actualidad, marca una diferencia con respecto a la URSS y sus satélites.
Según Abel Prieto, la “la convocatoria, la confluencia, la apertura” ha definido históricamente a la “política cultural de la Revolución”. “Entre nosotros –afirma en una interesante entrevista donde Santiago Alba, el más inteligente, con mucho, de los castristas de Rebelión, se muestra algo menos complaciente que de costumbre y que, por ello mismo, no se ha publicado nunca en los medios cubanos–, no prosperó aquella aberración que se llamó “realismo socialista”, y se fundó, no sin contradicciones, una política cultural genuinamente cubana donde está presente la herejía como un componente imprescindible, fecundante, de la vida en la cultura.”
Lo primero a destacar de estas declaraciones del ministro sería, claro, esta consideración despectiva del realismo socialista, ahora que la Unión Soviética no existe; se trata, evidentemente, de algo semejante a la crítica del “socialismo real” por parte de los intelectuales oficialistas, justo cuando aquel ya no existe; o a la crítica del error de pensar que con métodos capitalistas se puede llegar al socialismo que hizo Castro hace un año en la última ofensiva de la Batalla de Ideas. El patrón es claro: una vez que se ha reconocido oficialmente desde la cúpula, se puede criticar, pero a quien lo hiciera antes se le cortaba la cabeza.
Ese “rechazo” que, según Prieto, se dio entre los artistas y escritores cubanos “al realismo socialista y a otros obvios errores de política cultural...”, sólo pudo manifestarse al precio de la libertad: es un hecho que quienes no estaban de acuerdo con el estalinismo, los “liberales” de los sesenta (Pogolotti, Retamar, Fornet), tuvieron que callarse y “entrar por el aro”, cuando no cayeron en desgracia. Basta con cotejar los números de Casa de las Américas de los setenta con los de la década anterior.
“Contradicciones” llama Abel Prieto al terror, la delación, la censura, el adoctrinamiento y la cárcel, a la confesión de Padilla, la prisión de Arenas, el ostracismo de Lezama... Todo eso que de hecho constituye la más nítida expresión del totalitarismo del régimen queda minimizado en el cuento de hadas de una “política cultural antidogmática, antisectaria, que ha garantizado una gran unidad de nuestros escritores y artistas en torno a la Revolución.” Una política cultural que no solo manifiesta una determinada ideología sino que también constituye una expresión de cierta originalidad nacional, de una suerte de resistencia autóctona al realismo socialista. “Inútilmente se trató de imponer un dogma que jamás prendió. La tierra cubana es demasiado fértil para tan áridos tubérculos”, declara Miguel Barnet. (Helena Núñez: “Miguel Barnet: Yo amo la historia, soy devoto de la tradición, no puedo olvidar”(Unión, enero-marzo, 1995) Ante lo que hay que plantearse: ¿Era la tierra de Europa del Este propicia? ¿Lo era Checoslovaquia, cuya cultura alcanzó un indudable esplendor entre las dos guerras mundiales, inmediatamente antes de languidecer bajo el estalinismo? ¿Lo era la Rusia de los futuristas y de la Sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético, de Maiakovsky y Sklovsky? La tierra cubana no es indemne al totalitarismo, como ninguna lo es: ya que Barnet usa la metáfora agrícola, valdría recordar que, literalmente, esa tierra ha perdido buena parte de su fertilidad: el daño que se le ha hecho a la agricultura es aun mayor que el que ha soportado la cultura.
Es preciso desprenderse de un pensamiento y una retórica nacionalistas que contribuyen no poco al maquillaje de nuestra historia reciente. No fueron los funcionarios, sino el gobierno; no fue tampoco un ascenso de los mediocres, como dice Reinaldo González en su discurso de aceptación del Premio Nacional de Literatura, sino una determinación del estado; si bien favoreció el ascenso de mediocres y oportunistas, muchos de los marginados eran también mediocres. Y las aguas no “han tomado su nivel”, como afirma uno de los marginados de entonces en un reciente número de una revista cubana dedicada a homenajear a otro, Abelardo Estorino. Las aguas no tomarán su nivel hasta que no se reconozca que no se trata de simples errores; que aquel horror fue la manifestación del totalitarismo del sistema y no sólo la consecuencia del dogmatismo, los prejuicios o la envidia de una legión de funcionarios; que todo ello es parte de la historia lamentable del comunismo.
La aparición de Serguera ha puesto en evidencia que quienes denuncian este “error” de hoy recordando los “errores” del pasado no alcanzan a salirse de un edulcorado relato que resulta, para decirlo en términos marxistas, la superestructura ideológica del actual statu quo. Hoy que Pavón es un blanco de paja, toca al verdadero pensamiento crítico oponerse a esos escamoteos que se dicen “revolucionarios” cuando son efectivamente conservadores. De lo que se trata no es de mantener bajo control los niveles del deshielo, sino de acabar con él, de que el bloque se derrita de una buena vez.

martes, 9 de enero de 2007

Crítica y memoria (Comentarios a una carta de Desiderio Navarro)

Ha llegado a mi buzón electrónico una carta pública donde Desiderio Navarro critica la reciente aparición de Luis Pavón en un programa de la Televisión Cubana que ha exaltado su supuesta contribución a la cultura nacional. Además de sumarme al merecido repudio de ese oscuro comisario cuya obra literaria carece de toda importancia, me gustaría ahora compartir un par de reflexiones sobre la propia denuncia de Navarro; señalar, sobre todo, los límites de su posición, que son, básicamente, los de quienes a estas alturas de la partida afirman que la libertad de crítica y el socialismo cubano no son incompatibles.
Al colocar casi toda la culpa en el funcionario, por importante que este sea, Navarro libera en gran medida de ella al gobierno revolucionario. “Cierto es que Pavón no fue en todo momento el primer motor, pero tampoco fue un mero ejecutor por obediencia debida. Porque hasta el día de hoy ha quedado sin plantear y despejar una importante incógnita: ¿cuántas decisiones erróneas fueron tomadas "más arriba" sobre la base de las informaciones, interpretaciones y valoraciones de obras, creadores y sucesos suministradas por Pavón y sus allegados de la época, sobre la base de sus diagnósticos y pronósticos de supuestas graves amenazas y peligros provenientes del medio cultural?”, afirma, colocando en el origen –en la “base”– del entuerto al director de Verde Olivo, y atribuyendo las erradas decisiones de la cúpula a los “datos” suministrados por él.
Pero no fue Pavón quien inventó el estalinismo, ni quien decidió seguirlo en Cuba: esas valoraciones, que son las que fundamentan la doctrina del realismo socialista, ya habían presidido la obra crítica de las cabezas pensantes del Partido Socialista Popular: Carlos Rafael Rodríguez, Mirta Aguirre, Juan Marinello, José Antonio Portuondo, Nicolás Guillén. En un principio enfrentados con los partidarios de otras posiciones estéticas que reivindicaban para sí la originalidad de la Revolución, estos intelectuales estalinistas fueron adquiriendo más importancia en el dictado de la política cultural a medida que el gobierno revolucionario, declarado marxista-leninista desde 1961, fue estrechando sus lazos con el bloque soviético y los límites de la legalidad revolucionaria.
Navarro afirma que la impronta de Pavón “condicionó el resentimiento y hasta la emigración de muchos de aquellos creadores no revolucionarios, pero no contrarrevolucionarios, cuya alarma había tratado de disipar Fidel en Palabras a los intelectuales”, como si entre este discurso de Castro y los dictámenes del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura hubiera una simple solución de continuidad. La memoria que propugna en su carta no alcanza, pues, a recordar que fue el propio Castro quien pronunció el discurso de clausura de ese congreso, consagrando elocuentemente todos sus dictámenes; tampoco recuerda que Pavón, en tanto director de la revista de las FAR, estaba directamente subordinado a Raúl Castro. Las causas de las cosas que Navarro invoca en su cita de las Geórgicas llevan, entonces, directamente hasta ese Comandante en Jefe de cuya convalecencia todos están pendientes, y hasta aquel otro Castro que lo ha sustituido en sus funciones.
Preconizar la necesidad de ir a las raíces y quedarse en las ramas es, así, la contradicción medular de la crítica que ya en el ensayo “In media res publicas” ofrecía Desiderio Navarro. Allí apunta: “La suerte del socialismo después de la caída del campo socialista está dada, más nunca que antes, por su capacidad de sustentar en la teoría y en la práctica aquella idea inicial de que la adhesión del intelectual a la Revolución –como, por lo demás, la de cualquier otro ciudadano ordinario– “si de veras quiere ser útil, no puede ser sino una adhesión crítica”; por su capacidad de tolerar y responder públicamente la crítica social que se le dirige desde otras posiciones ideológicas –las de aquellos “no revolucionarios dentro de la Revolución” a quienes se refería la célebre máxima de 1961”. Ante esta reivindicación del derecho a crítica para los revolucionarios y los no revolucionarios de “dentro” cabe preguntarse dónde está el límite en que comienza la “contrarrevolución”, quién establece el “afuera” sino ese Máximo Líder en cuyo dictum de 1961 estaban ya, in nuce, las determinaciones de 1971.
Lo cierto es justo lo contrario de lo que dice Navarro: la existencia misma del socialismo, antes y después de caerse el muro, depende de reprimir la crítica de fondo, pues esta, ejercida públicamente por intelectuales y no intelectuales, lo derretiría como un trozo de hielo expuesto al mediodía cubano. La Revolución no admite “conciencia crítica”. Para criticarla de verdad hay que situarse “fuera del juego”. Salir de su propia lengua: pasar de “Fidel” a “Castro”. Mientras exista “Fidel”, no ya sólo en tanto ser físico sino en tanto concepto proveedor de legitimación, la simetría entre “políticos” e “intelectuales” que sugiere Navarro resulta falsa; de hecho, en Cuba no hay “políticos” puesto que no hay partidos ni parlamento. Tampoco creo que una mayor resistencia de los intelectuales hubiera cambiado mucho la cosa en los setenta: más hubieran sido reprimidos, pues el sistema era una eficaz máquina de producir represores. Más criticables que los que en aquella coyuntura callaron o colaboraron, me parecen esos que, entonces marginados, se han convertido luego de rehabilitados en grandes adalides del régimen.
En una cosa sí estoy de acuerdo con Navarro: hay que tener memoria. Es por ello que echo de menos, en su enérgica crítica al gremio, una autocrítica, pues no olvido que, aunque le hayan censurado escritos propios y prohibido la publicación de algunos ajenos, él no dejó de ser uno de los cómplices de esa misma política con la que ha quedado identificado el nombre del teniente Pavón. Como si se tratara de un letrado de la revista Cuba Contemporánea súbitamente montado por el espíritu de Zdanov, Desiderio Navarro escribió: “En modo alguno el sistema directivo de la sociedad socialista podría permitir que la cultura llegara a ser ese factor histórico que una vez fue abandonado a la espontaneidad y al libre curso y gracias a su capacidad de acción inversa sobre los demás factores sociales, introduciría en masa lo aleatorio, el desorden, la desproporción y la discordancia en todo el organismo social.” (“El papel conductor del Partido marxista-leninista en el terreno de la cultura”, La gaceta de Cuba)

lunes, 8 de enero de 2007

El desastre de La ciudad perdida

Al cabo de varios meses de su estreno, he visto finalmente La ciudad perdida, curioso por comprobar si la película escrita por Cabrera Infante sobre la Revolución era en verdad tan mala como reconocía casi toda la crítica. Y, lamentablemente, así me ha parecido: un verdadero bodrio, decepcionante desde todo punto de vista. Acabo de leer que Andy García declaró que Cabrera Infante, quien le escribió el personaje protagónico a su medida, le dijo en una ocasión: “yo soy tu sastre y yo sé que la película no va a ser un desastre”, y el juego de palabras no puede ser más errado en la predicción. Tanto, que da para otro: crónica de un desastre –el del impacto catastrófico de la Revolución sobre la ciudad y la familia–, La ciudad perdida es, ella misma, un desastre.
Y lo es no sólo por la evidente impericia del director y por la debilidad de las actuaciones, sino también por los fallos gravísimos de un guión que pretende abarcar mucho pero aprieta muy poco: en medio del cataclismo histórico que los determina, los personajes protagónicos apenas tienen profundidad y consistencia, mientras muchos de los secundarios, como ese Meyer Lansky interpretado por Dustin Hoffman, sobran. La historia, bastante previsible para los espectadores cubanos, está repleta de cosas inverosímiles: no resulta muy creíble, por ejemplo, que el dueño de uno de los mayores cabarets de La Habana se vea obligado a lavar platos en Nueva York para sobrevivir, ni tampoco que la viuda de un mártir del asalto al Palacio Presidencial, por el sólo hecho de serlo, sea agasajada por los líderes del gobierno revolucionario como si se tratara de una heroína de la Revolución.
Pero lo más lamentable de la película de Andy García es el simplismo con que muestra las consecuencias devastadoras de la Revolución de 1959: realmente caricaturesca resulta la escena de la intervención del cabaret, y más aún aquella otra en la que el hermano revolucionario del protagonista, encargado de nacionalizar las tierras del tío, le dice con suprema frialdad que va a “desalojarlo”, ocasionándole un ataque al corazón que termina con su vida. La escena en que el Che en la Cabaña le comunica al protagonista que su amigo, un oficial batistiano que años atrás lo ayudó a sacar de la cárcel a su hermano del 26 de Julio, ha sido fusilado resulta, asimismo, tan falsa como la imagen de caballero biencomúnhechor que reproduce la izquierda castrista: Guevara no es ese asesino ordinario que disfruta fusilando gente, su diferencia con los esbirros de Batista no es de grado sino de esencia; él pertenece a otra estirpe, la de los fanáticos del heroísmo y de la ingeniería social, y es justo por ello que ha resultado tan funesto.
La ciudad perdida nos deja una importante lección: no se debe oponer una verdad de la República a la verdad de la Revolución, pues este legitimismo, frontalmente opuesto a los contenidos del discurso oficial del castrismo, termina repitiendo sus formas. Mitifica a la República como se sacraliza, desde el bando contrario, a la Revolución. Ciertamente, la Revolución que muestra esta película –una “oscuridad” en el mediodía luminoso de Cuba, dice uno de los personajes– se parece bastante a la República que en la escuela primaria nos definían con tres rotundas palabras: “hambre, miseria y explotación”. Y la República no es, ciertamente, ese Mal absoluto, pero tampoco es este cabaret, esta casa familiar llena de lujos, esta Habana llena de coches americanos nuevos y relucientes como luces de neón.
Esta película resulta, en fin, un invaluable regalo a los críticos oficialistas de La Habana. Ya puedo imaginarme a Pedro de la Hoz destripándola en Granma.