viernes, 25 de mayo de 2007

Bibliotecas, decretos y paradojas

Entre los primeros signos de la Hecatombe, aquellas bibliotecas perdidas. La de Jorge Mañach, hecha pulpa, según se dice, luego de que la turba asaltara la casa del profesor; la de Lydia Cabrera, cuya quinta también fue invadida en aquellos días; la de Labrador Ruiz, legendaria biblioteca de la que, según también se cuenta, tanto trabajo le costara desprenderse cuando partió al exilio y que se dispersó por las librerías de viejo de La Habana, en una de las cuales compré una hermosa edición del Elogio de la locura que aun conservo.

A esas bibliotecas burguesas, edificadas gracias al patrimonio y la dedicación personales, la Revolución opuso la masividad de una magna empresa editorial. Antes de 1959, apenas había editoriales en Cuba, aunque sí imprentas privadas y multitud de periódicos y revistas de gran calidad; no puede, entonces, ser más simbólico que justamente en los talleres de dos de los diarios recién nacionalizados en marzo del 60, Excelsior y El País, se hiciera aquella edición del Quijote que inauguró la Imprenta Nacional de Cuba con cifras impresionantes: cien mil ejemplares, en cuatro volúmenes a 25 centavos cada uno.

Contemporáneamente, el empeño de Lunes de Revolución por divulgar la cultura del siglo se correspondía con ese propósito de conformar una nueva biblioteca para un renovado público lector. A ese público creciente que deseaba elevar su nivel cultural y se manifestaba con desparpajo en las cartas a la redacción, el escritor cubano debía corresponder expresando artísticamente la dinámica realidad que el periódico reportaba en sus primeras planas. Su propia situación era consecuencia de los cambios revolucionarios: antes un paria, incapaz de vivir de su profesión, dependiente, en el mejor de los casos, de la cátedra y al periodismo; ahora tenía un trabajo del que vivir, un público al que dirigirse, editoriales donde publicar. Los escritos rescatados recientemente por La jiribilla ilustran el entusiasmo que esta nueva situación social despertó entre la mayoría de los escritores, pero la historia posterior que la revista cínicamente calla nos revela cuánto cambiaron los ánimos: años después de escribir aquella esperanzada carta a Castro, Piñera cayó en el ostracismo; su obra Dos viejos pánicos, duramente criticada por Leopoldo Ávila, no pudo representarse hasta mucho después de su muerte; dos de los participantes de la mesa redonda, Severo Sarduy y Nivaria Tejera, becados en Francia por el gobierno revolucionario, nunca regresaron y fueron por décadas excluidos de la cultura nacional; el tercero, Rodríguez Feo, que permaneció en Cuba, fue marginado en los setenta.

Editoriales y dictámenes, interés del estado y represión de su parte fue, pues, el contradictorio saldo de aquellos años convulsos que terminan con el Congreso de Educación y Cultura, un decenio justo después de las Palabras a los intelectuales. Entre la confesión de Padilla en la UNEAC y aquel discurso de Castro en la Biblioteca Nacional, el esplendor de la cultura cubana en los sesenta, que abarcó todas las manifestaciones artísticas y ha dejado no pocas obras relevantes, deriva en gran medida de la tensión entre la originalidad del impulso revolucionario y el imperativo neoclasicista de la cultura dirigida. En 1961, Castro dejaba claro que el límite de la libertad era la existencia misma de la Revolución, identificada a la Nación, y que la última palabra era, por tanto, la suya; esa preeminencia de las armas sobre las letras y las artes se consumaría, definitivamente, cuando uno del gremio fue obligado a hacer autocrítica y a acusar a sus amigos, para escarmiento de todos. Entre aquel par de célebres discursos, cuyo mensaje no está sólo en las palabras pronunciadas sino también en todos los detalles de las performances (el uniforme verde olivo del Comandante, su pistola sobre la mesa; la cara asustada de Padilla, las muecas de sorpresa y horror de los aludidos en su autocrítica), el Decenio de Oro parece transcurrir, vistas las cosas desde hoy, en una carrera contra el tiempo, como en aquella Unión Soviética de los años veinte tronchada por el estalinismo.

En 1971, ya mandaba Zdanov y Joyce no era sino decadencia burguesa; no quedaba margen para la literatura más que en la macabra hipérbole de ese discurso donde el poeta agradece a los agentes de la Seguridad por haberlo tratado tan bien. El campo de la legalidad revolucionaria, definido más bien negativamente en el discurso de Castro, se reducía, en la farsa de Padilla, hasta identificarse estrictamente con el discurso ideológico. No tocaba a los intelectuales ejercer crítica alguna, sino identificarse plenamente con el pueblo: eso declaraba el Congreso y eso declaraba el autocrítico. El nacionalismo colaboró con el dogma marxista en aquella expulsión de tantas y tantas cosas de la ciudad socialista: extranjerizante fue igual a diversionismo y a cosmopolitismo y a criticismo y a intelectualismo, mientras el recorte se producía, también, en otro nivel donde aquel anatema no podía caber, pues ¿cómo tachar de cosmopolitismo lo que se había considerado como lo propiamente nacional-popular, de intelectualismo aquellas descargas registradas en P.M.?

El dispositivo totalitario fue mordaza en los dos niveles de la esfera cultural: por un lado, reprimió a la alta cultura procedente de la tradición moderna, tachada de cosmopolita y antinacional; por el otro, al elemento popular, que en Cuba equivale en buena medida a lo afrocubano, como una barbarie que se resistía a los fines de la ilustración comunista, determinados por el doble objetivo de salir del subdesarrollo y prepararse para la defensa. Es justo en el año crucial de 1968, cuando el cierre por decreto de bares y cabarets acompaña a la movilización en las campañas agrícolas, que se intensifica la represión de los intelectuales negros que planteaban los problemas de la diferencia racial, y, más allá, de todos los que no se ajustaban al canon de Verde Olivo.

No es casual, tampoco, que sea ese el año de emergencia de la nueva trova, uno de los productos mejor elaborados de la paideia revolucionaria. Si la Revolución constituye un intento de desplazar, y hasta de eliminar, la frontera entre la cultura de élite y la cultura popular, al proponer a todos un modelo de estética, de etiqueta y de lenguaje común, la nueva trova, legitimada como su “banda sonora”, resulta un producto típicamente midcult, que vulgariza los procedimientos y tópicos de la poesía culta para un público más o menos ilustrado y militante. Reducto estilizado del kitsch comunista, la nueva trova se opone tanto al feeling como a la canción tradicional; en los tiempos en que Elena Burke recomienda “la doctrina martiana”, ya aquel esplendor de los cincuenta y los primeros sesenta es una Atlántida sumergida en un remoto pasado. La "inundación" -así llamó Piñera, entusiasta, al triunfo de 1959, sin sospechar que él mismo sería víctima de semejante cataclismo- era ya incontenible.

En 1960, Waldo Frank contraponía el frenesí de la Lupe, propio de la Cuba de ayer, decadente y neurótica, al baile de los trabajadores que en el recién creado círculo obrero Cubanacán bebían sin llegar a embriagarse, pues lo estaban ya del espíritu revolucionario. En una ocasión anterior, a propósito de P.M., señalé que las disposiciones de la Ofensiva Revolucionaria que en 1968 prepararon la movilización total de los años “del Esfuerzo Decisivo” y “de los Diez Millones” podrían verse como la más nítida expresión del propósito gubernamental de imponer radicalmente a lo largo de la Isla la modélica escena descrita por Waldo Frank. Ahora añado que una emblemática canción de la Lupe, “El diablo en el cuerpo”, representa muy bien aquello que la Nueva Cuba de milicias y trabajos voluntarios no podía tolerar; “esa fiebre que abrasa”, “consume”, “fatiga” y “emborracha” absorbe energías que deben invertirse exclusivamente en la defensa y el trabajo.

La dicotomía es clara: del lado revolucionario, labor y milicia; lo demás es amenaza. Unas críticas de Roberto Segre a las obras de Ricardo Porro, citadas recientemente por Ponte, son muy elocuentes a este respecto: “Si la sensualidad corresponde al mundo erótico que se genera en el ocio, en la vida contemplativa y coincide con el impulso irreflexivo, la irracionalidad, el espíritu representativo de la Revolución es totalmente diferente: el rigor impuesto por la lucha permanente contra el enemigo, el duro y tesonero trabajo necesario para salir del subdesarrollo, la educación científica necesaria para dominar los recursos disponibles en el mundo contemporáneo y proyectar así la sociedad hacia el futuro (...)”. Rigor, trabajo y educación científica se oponen, así, diametralmente a la relajación, al ocio y a la irracionalidad, y este culto revolucionario a la razón nos conduce a la última paradoja de la paideia marxista-leninista: el grosero intelectualismo que subyace a su programático antintelectualismo.

Mientras rechaza como artículo burgués la concepción del intelectual como "conciencia crítica" de la sociedad, y conjuga la homofobia y el antintelectualismo en la condena fascistoide del arte moderno, la doxa impone una concepción ingenuamente iluminista del arte y la literatura. En los ensayos y conferencias de José Antonio Portuondo y Mirta Aguirre se insiste en la idea de que el conocimiento del marxismo es condición sine qua non del escritor revolucionario, pues sin sus herramientas no se puede desentrañar las leyes del desarrollo histórico que el mismo está llamado a mostrar en su obra. El arte es, pues, concebido eminentemente como conocimiento didáctico; la metáfora, como suplemento de la referencia directa, y el lenguaje, como simple envoltura material del pensamiento. Hay, así, en la base del decreto del realismo socialista, un culto dogmático de la diosa Razón; el antintelectualismo de los nuevos comisarios y los viejos doctores es, paradójicamente, un intelectualismo.

Y será justamente en la adaptación "revolucionaria" de un género que en sus orígenes decimonónicos expresó el triunfo de la razón instrumental, donde semejante racionalismo se explayará de la manera más burda y lamentable. Con su realismo necesariamente académico y maniqueo, su ingenua concepción de la delincuencia como rémora del pasado precapitalista, y su deliberada confusión de la contrarrevolución y la criminalidad, la novela policial revolucionaria es otra especie antológica de nuestro kitsch comunista. Desde los estantes polvorientos de la biblioteca popular, esas risibles "novelas ejemplares" de los setenta siguen dando testimonio del grotesco mundo nuevo en cuyo nombre las bibliotecas de Mañach y de Lydia Cabrera fueron condenadas al trastero de la historia.

martes, 22 de mayo de 2007

¿Deshielo en La Habana?

“¿Nieve en junio?” se preguntaba alguien en uno de aquellos muñequitos de los ochenta mientras una lluvia de billetes le caía en la cabeza. ¿Deshielo en La Habana?, se pregunta uno, igual de sorprendido, al leer la conferencia de Arturo Arango y las declaraciones de Reynaldo González en la presentación del último número de Casa de las Américas. O, más bien, hasta dónde llegará el deshielo, porque desde 1990 ha habido uno donde, tal como ocurría en el original soviético, la crítica de los "errores" de un pasado dogmático ha contribuido a legitimar un presente de supuesta tolerancia e inclusiones.

Dentro de ese deshielo que dura ya tres lustros, el Pavongate ha sido un paso más, un cierto movimiento, una crisis; como si el calor generado por el aluvión de mensajes electrónicos, esa chispa que en enero recorrió nuestra ciudad letrada, conectando ambas orillas no en torno a una posición común pero sí en un debate no del todo controlado por las instituciones, hubiera derretido algunas columnas del hielo, sin deshacer, desde luego, todo el bloque -en cuyo caso no hablaríamos de deshielo sino de fiesta nacional. Aun cuando coincido, en lo fundamental, con la crítica de Néstor Díaz de Villegas, creo preciso destacar esos signos que, llegados desde La Habana, hacen que la esquizofrenia que él señala se agudice: mientras más lastre pierde la crítica de los oficialistas, más contradictoria su defensa del régimen.

La conferencia de Arturo Arango, por ejemplo. El subdirector de La gaceta de Cuba es miembro destacado de aquella generación emergente a fines de los setenta que libró una batalla contra el realismo socialista a comienzos de la década siguiente, como él se ha encargado de contar en más de una ocasión. Contra el dogmatismo marxista, fueron, por así decir, progresistas; luego, en los noventa, cuando la Revolución institucionalizada lo desechó para resguardarse bajo la amplia sombrilla el nacionalismo, han sido conservadores al limitarse a criticar aquel dogmatismo ya inofensivo y alimentar la apologética cantinela de la identidad nacional.

Condenar hoy el realismo socialista no es, por tanto, ni novedad ni indisciplina entre oficialistas; el propio Ministro ha dicho que se trata de una aberración. Ahora bien, dicho esto tengo que añadir que, al menos que yo recuerde, nunca se había señalado públicamente en Cuba con tanta claridad y detalle como en esta conferencia de Arango cuánto el realismo socialista se impuso efectivamente en los setenta. Los intelectuales oficialistas suelen decir que los contrarrevolucionarios agitaron interesadamente en los sesenta el fantasma del realismo socialista; ahora uno de ellos demuestra fehacientemente que ese fantasma anduvo por Cuba con pies de plomo.

También la versión que da Arango del caso Padilla es bastante “avanzada” en relación con las ofrecidas en los últimos tiempos por sus maestros Retamar y Fornet; no se libra del escamoteo desde el momento en que da como una posibilidad que Padilla planeara todo el show y que no reconoce que su confesión se obtuvo por medio de la violencia, pero dice algunas cosas sobre Fuera del juego y sobre el caso de 1971 que hasta ahora no se habían reconocido con tanta crudeza. La crítica de Arango llega justo hasta ese límite que constituye, para los oficialistas, el reconocimiento de que las disposiciones del Congreso fueron legitimados por el propio Castro en el discurso de clausura. Pareciera que está a punto de decirlo, aun de pasada y como quien no quiere la cosa, pero ahí se detiene, justo donde comienza a romperse el círculo vicioso del escamoteo y las medias verdades.

En parecido límite se debate Reynaldo González, una de las voces más “críticas” de un grupo de escritores que, marginados en los setenta, han sido cooptados por los premios y las prebendas gubernamentales. Nótese que en las recientes palabras de Reynaldo hay un sensible cambio de matiz. Si en el escrito que protestaba por la reaparición televisiva de Pavón hablaba, como hacen Retamar y Fornet, de “errores”, ahora habla de “crímenes”. Parecería que González ha tomado nota del señalamiento de Ena Lucía Portela, quien le decía que donde él “pone "errores", entiendo que por elegancia, por no ser obvio, (ella) pondría "actos criminales", que desde luego siguen y seguirán siéndolo en tanto no se los reconozca abierta y públicamente como tales, con absoluta transparencia, algo que mucho me temo no va a ocurrir en las actuales circunstancias de nuestro país.” No era, desde luego, la elegancia sino la cautela lo que presidía las palabras de González. Y algo queda de ella, y mucho aun de escamoteo, en su referencia a “crímenes culturales”, pues es obvio que meter a alguien en la cárcel por escribir un poema, como le ocurrió a Néstor, no es un “crimen cultural” sino un crimen sin más, y que la represión a los intelectuales no fue y es sino un caso más de la que sufre la la sociedad toda.

Desde luego que persiste el escamoteo, pero los límites se desplazan un poco. No es como para ponerse a apludir, desde luego. Pero creo que, aunque sepamos que persiste el steady state, mientras no llegue el esperado big bang no debemos perder de vista esos pequeños movimientos intestinos: algo se mueve en La Habana.

lunes, 21 de mayo de 2007

Pan y la Constitución del 40

Cuenta Marcelo Pogolotti en su interesante autobiografía Del barro y las voces que en ocasión de una fiesta en la embajada soviética, la única que además de ofrecer excelente comida invitaba a los intelectuales, “una de las jóvenes proletarias exclamó: “¡Qué rica comida! ¡Qué ganas tengo que llegue el socialismo!”.

Al cabo de más cuatro décadas de revolución institucionalizada en Cuba, lo que llama la atención de las palabras de la muchacha de la anécdota no es tanto “la carencia de verdadera conciencia revolucionaria” señalada por Pogolotti, como su absoluta falta de previsión histórica. Llegó el socialismo, pero con él, en vez de la abundancia prometida, sobrevino el hambre generalizada. Establecida en 1962, la libreta de racionamiento sigue siendo hasta hoy el símbolo más elocuente de la vida cubana con su miseria repartida a partes iguales entre los de abajo. El comunismo no ha sido en Cuba una excepción. Ha arrasado como una plaga de langostas con una tierra de siempre conocida por su proverbial fertilidad. El desastre de la agricultura era ya mayúsculo a fines de la década del 60, como apreciaron observadores lúcidos como el francés René Dumont; hoy es, si cabe, aun mayor, cualitativa tanto como cuantitativamente.

Quien quiera comprobarlo, que se dé una vuelta por el antiguo Mercado Único. Pocos lugares reflejan tan gráficamente como ese la decadencia de La Habana y del país entero. Entre la mugre del suelo y las paredes despintadas, escasas tarimas con frutas de la peor calidad. Mangos ácidos y golpeados; mameyes pródigos en “primaveras”, plátanos enclenques con extraños sabores, productos de no se sabe qué desafortunados injertos... De visitar hoy y no en los años cuarenta nuestro país, no hubiera seguramente escrito Ivan Goll su poema “Cuba, canasta de frutas”. Y el conocido artículo de Lezama, publicado en el extraordinario número de Lunes de Revolución dedicado “a Cuba, con amor” queda asimismo como expediente de un mundo perdido. Habría hoy que echar de menos esa cornucopia frutal como Lezama la tradición de la cena familiar erosionada por el influjo del american way of life. Pero no ha sido el capitalismo el que las ha destruido, sino el socialismo.

Podemos enfrentar esta sola evidencia al anticapitalismo radical de Santiago Alba y Carlos Fernández Liria, filósofos españoles cuyas apologías del régimen castrista acaban de ser recogidas en un volumen publicado por la Editorial de Ciencias Sociales bajo el título de Cuba: la ilustración y el socialismo. Alba afirmará que, en la medida en que ha destruido la diferencia entre cosas de comer y cosas de mirar, el capitalismo ha destruido las frutas. Ya no nos comemos una manzana como antes, dice. Pero la miseria de nuestro Mercado Único, y su penoso contraste con cualquier mercado de México o España, convierte todo ello en especulaciones metafísicas de filósofo extraviado. En Cuba las manzanas son vendidas por el estado a un precio que las convierte en un lujo para el cubano de a pie. Y ni hablar de las uvas y las peras. Todo ello, como los turrones de Gijona y Alicante y tantas cosas más, forma parte de un mundo perdido, suerte de Atlántida sensorial que las últimas generaciones de cubanos sólo conocen por los relatos nostálgicos de sus padres y abuelos.

Santiago Alba cree que el hecho de haberse liberado de la devastadora “rueda del mercado, con su agresión icónica y su agresión lumínica”, ha salvado a Cuba de la miseria no sólo espiritual sino también material que caracteriza al mundo capitalista contemporáneo. Nosotros vemos que la “defunción del mercado”, elogiada por Francisco de Oráa en un conocido poema de 1970, es una verdadera catástrofe, no solo porque implica una traumática ruptura con la tradición sino también porque determina una rigurosa clausura del mundo. El mundo de los cubanos de la Isla es efectivamente más pequeño que el de un mexicano o un español, pues de su horizonte real han sido retiradas las peras y las uvas.

La lección de la Cambodia comunista indica claramente que la eliminación total del mercado no conduce sino a la dictadura más espantosa y la miseria más atroz. Si el mercado, como afirma Alba, destruye a la “idea misma de un colectivo en el tiempo” y de un “colectivo en el espacio” –idea que, vale apuntar, no es otra cosa que la Gemeinschaft que desde los tiempos de Tönnies, Chesterton y Pound centra la nostalgia reaccionaria de quienes consideran inauténtico al mundo moderno–, su defunción implica la muerte de la sociedad (Gessellchaft), en tanto colectivo abierto e individualista, determinado por una “lógica de la participación” y no por una “lógica de la pertenencia”, para decirlo en los términos de Fernando Savater.

Alba afirma que “existe una relación orgánica entre la fealdad cultural del capitalismo (el deslumbramiento por lo nuevo, el entusiasmo por el cachivache, el uniforme de la distinción) y su destructiva inmoralidad material; y, al contrario, entre la alegría austera de la sociedad cubana y su superioridad ética y democrática.” Podemos afirmar, por nuestra parte, que hay una relación orgánica entre la decadencia del Mercado Único y la absoluta falta de libertades fundamentales de aquellos que allí compran; entre la ineficiencia económica del régimen de La Habana y el kitsch de la Batalla de Ideas; entre la acidez de los plátanos y los discursos de cinco horas de Fidel Castro. La cartilla de racionamiento, en la que Carlos Fernández Liria ve la cifra del triunfo de Cuba como único baluarte de la Ilustración en el mundo de hoy, refleja justo lo contrario: una miseria que va más allá de la escasez material, alcanzando todas las dimensiones de una vida profundamente dañada.

Esta relación define la doble reivindicación –política y económica– de lo que, con Agnes Heller, cabe llamar la “revolución antitotalitaria”, que ojalá sea también en nuestro caso “de terciopelo”. Cuando se cumplen treinta años de una constitución que establece que es el Partido Comunista el que debe “organizar, dirigir y controlar la actividad económica nacional” y condiciona la libertad de expresión “a los fines de la sociedad socialista”, no es desacertado proponer la Constitución del 40 como un punto de partida para convocar a una nueva asamblea constituyente en la que participen todas las fuerzas políticas del país.

Toute restauration -reza el aforismo francés- est revolution. Volver a la Constitución del 40 implicaría no una imposible e impensable restauración del statu quo ante sino más bien una reconexión simbólica con una tradición democrática de cuya ruptura violenta el 10 de marzo de 1952 la dictadura de Castro es la peor de las consecuencias. El fuerte contenido social de esa constitución que recogió en parte las reivindicaciones de la Revolución del 30 puede ser una guía para conseguir un justo equilibrio entre el estado y el mercado en un país que tendrá como herencia de la dictadura comunista una gran vulnerabilidad hacia las tentaciones del neoliberalismo.

Castro prometió en 1959 “pan y libertad para todos”. No dio ni uno ni mucho menos la otra. Recordando a aquellos sans-culottes que invadieron la Convención el 12 de Germinal y el 1 de Pradial del año III al grito de “Pan y la Constitución de 1793”, cabe resumir el disentimiento de la emergente sociedad civil cubana en una doble exigencia: “Pan y la Constitución de 1940”.

sábado, 19 de mayo de 2007

Lingua Revolutionis Cubanae

La barbarie del nacionalsocialismo condicionó, a contrario, algunos de los clásicos de la filología europea del pasado siglo. Escrito cuando su autor se encontraba refugiado en Estambul, Mímesis reacciona afirmando la necesidad de preservar la tradición de la literatura realista occidental que encarnaba los valores humanistas de la cultura europea. También Curtius, en su fundamental Literatura latina y Edad Media europea, reconstruía minuciosamente los orígenes de aquella tradición que remontándose a la encarnación de Cristo superaba el ámbito de la cristiandad para nutrir esa idea de Europa que ya a raíz de la Gran Guerra muchos relevantes intelectuales habían reivindicado como irrenunciable herencia espiritual. Se trataba, para ambos filólogos alemanes, de oponer la literatura comparada con su utopía goetheana de Weltliteratur al ultranacionalismo fascista, el valor moral de la biblioteca a la quema de libros en nombre de la tierra y de la sangre.

Es de suponer que de haber podido continuar con su obra sobre la Ilustración francesa Victor Klemperer habría convertido, de la misma forma, el estudio del iluminismo en una denuncia de un estado de cosas que él sufría no ya como exiliado sino como víctima de la represión nazi en Alemania. Pero cuando, por su condición de judío, se le prohíbe utilizar la biblioteca y se ve forzado a abandonar aquel trabajo de su vida, los apuntes sobre la lengua del Tercer Reich absorbieron toda su dedicación intelectual y se convirtieron en una especie de tabla de salvación, más preciosa a medida que su situación se dificultaba. Auerbach termina Mímesis obra lejos de su biblioteca, sin poder consultar de nuevo muchos de los materiales que recoge en su summa; desterrado de la biblioteca, Klemperer convierte en su objeto de estudio a esa lengua que lo rodea, lo asfixia y lo condena. Cultivada en condiciones precarias, en ambos casos la filología, disciplina desinteresada y plena de ilusiones decimonónicas, adquiere un extra de pasión y de urgencia; entona entonces su canto de cisne en el ecuador de un siglo cuya aventura intelectual discurre por otros derroteros.

Los Apuntes de un filólogo constituyen una magnífica demostración de aquel pensamiento antitotalitario de Simone Weil según el cual “Nuestra debilidad puede, en verdad, impedirnos vencer, pero no puede impedir comprender la fuerza que nos aplasta. Nada en el mundo puede prohibirnos ser lúcidos”. El libro de Klemperer es ciertamente un dechado de lucidez, valioso no sólo por sus numerosas notas sobre la jerga nacionalsocialista sino también por incluir la curiosa peripecia de una investigación donde el objeto a analizar no es pasado perfecto sino un presente arrasador que viene al encuentro del filólogo. En una conversación con una antigua colega de la universidad, a través de los altavoces que divulgaban los discursos de Goebels o en una breve charla con un campesino alemán en los últimos días de la guerra, Klemperer se topa, azar y necesidad mediante, una y otra vez con las palabras y expresiones que han inoculado el virus en la gente ordinaria, y es siempre a partir de esas unidades significativas de la lengua del Tercer Reich que consigue llegar a los orígenes intelectuales del nazismo en la filosofía de la vida, la “revolución conservadora” y el romanticismo alemán.

A esa tradición de la exaltación y la violencia, se opone el tono mismo de unos apuntes que, escritos en medio del peligro mayor, huyen sin embargo de todo patetismo. Si el totalitarismo reclama la participación y la síntesis, Klemperer se aferra al análisis, evidenciando, por contraste, que el nazismo no representa la necesaria consecuencia de la ilustración, como sugiere Adorno, sino más bien la de una tradición específicamente alemana, en la que la resistencia reaccionaria a la ilustración y la voluntad de asimilar la tecnología produjo esa mezcla explosiva de temas románticos y modernistas que el agudo filólogo no deja de señalar como característica de la LTI.

El bueno de Klemperer nos sorprende, sin embargo, con su valoración positiva del bolchevismo. Según él, los nazis usan la técnica para esclavizar el espíritu, mientras que los soviéticos lo liberan. Klemperer no conocía los horrores del estalinismo y seguramente estaba agradecido al Ejército Rojo por su decisiva contribución a la derrota de la Alemania hitleriana; para aquellos que la sufrieron como él a la LTI, la lengua del comunismo triunfante –aquella donde el enemigo de clase pasó a convertirse en “enemigo del pueblo”– debió resultar igual de represiva y ominosa. Más allá de la comparación fáctica de dos libros negros igualmente abultados, hoy acaso habría que darle la razón a Camus cuando señaló en 1952 que el estalinismo era peor que el nazismo precisamente por aquel espejismo de los fines que legitimaba el despotismo en nombre de la humanidad y la libertad.

Quienes hemos tenido que soportar la dictadura de Castro sabemos por experiencia propia que la metáfora leninista de los maestros como ingenieros del alma no “remite a la libertad”, como cree Klemperer, y nos resulta fácil advertir que no pocos de los rasgos que él señala en la LTI caracterizan a la lengua que se fue imponiendo en Cuba a medida que el proceso revolucionario se radicalizaba en sentido comunista y la esfera pública, como la sociedad toda, se uniformaba. En la LRC (Lengua Revolutionis Cubanae, cabe llamarla, siguiendo el latinismo de Klemperer, que ha sido recientemente adoptado por el marxista Eric Hasan en su análisis de la lengua, no ya totalitaria, sino neoliberal, de la Quinta República francesa en LQR. La propagande du quotidien, Editions Raisons d’agir, Paris, 2006) encontramos, ciertamente, la militarización de la sociedad y la polarización del mundo de los valores en torno al absoluto revolucionario, las continuas apelaciones al pueblo y al heroísmo, la ridícula celebración de todo como histórico, la profusión de epítetos y siglas, la erosión de la frontera entre el lenguaje hablado y el escrito hasta hacer de todo discurso “apelación, arenga, incitación”.

Klemperer señala cómo el rechazo de la ideología nacionalsocialista a la filosofía, considerada como una actividad decadente e intelectual a la que se contraponía una “concepción del mundo” basada en la síntesis y la inmediatez, caracteriza a todo el sistema de la LTI. En Cuba podría afirmarse que este papel de Weltanschauung fue jugado por el marxismo-leninismo, erigido en verdad definitiva frente a los extravíos idealistas o metafísicos de la “filosofía burguesa”. En su versión más vulgar, diamat e istmat ofrecían una rápida respuesta a todos los problemas, una clave maestra para resolver los misterios de la historia y de la naturaleza, un método infalible conque desenmascarar científicamente las mistificaciones de la ideología burguesa. Semejante fantasía, suerte de versión kitsch del ideal ilustrado de conocimiento y transformación del mundo, no hace sino convertirse, como sabemos, en un oscurantismo de nuevo tipo. En curiosa dialéctica, lo que se presenta como ciencia no es más que pura ideología, el lenguaje de la ciencia –ese que nos hacía repetir en la escuela que “el ser social determina la conciencia social” como si de la primera ley de Newton se tratara– se convierte en un lenguaje religioso con su ortodoxia, su herejía y su infidelidad.

Las muchas analogías entre la LTI y la LRC no implican, sin embargo, una comunidad ideológica fundamental, sino más bien evidencian la naturaleza totalitaria de ambos regímenes. No es que el nazismo haya sido en algún sentido modelo para el régimen cubano, sino que aquel asimiló, por intermedio del fascismo italiano, muchas prácticas y tópicos de su enemigo bolchevique, y la LRC combinó, por su parte, los temas de la extrema izquierda provenientes del marxismo soviético con una retórica nacionalista celebratoria del sacrificio patriótico que se remontaba al siglo XIX. Internacionalismo proletario, nacionalismo revolucionario, populismo tercermundista: he ahí los principales ingredientes de esa lengua que, entre los encendidos discursos de Martí y los kilométricos discursos de Castro, ha encadenado por décadas el espacio público y el tejido todo de la comunicación social en Cuba.

Ahora que de aquella paideia marxista que pretendió convertirnos en hombres nuevos no quedan sino algunos adefesios lingüísticos en la jerga de ciertos intelectuales oficialistas; que la LRC pierde espacio en el conjunto de la sociedad mientras adquiere en la retórica Batalla de Ideas y en los recientes artículos del Comandante un summum de grandilocuencia, analizar esa lengua moribunda como si fuera ya una lengua muerta puede ser una provechosa lección de anatomía. Un viaje a la médula misma del castrismo, a sus orígenes y a sus desastres. Porque hemos mamado esa lengua como si de la madre natura proviniese –o así, al menos, lo intentaron–, habrá que estudiarla para desaprenderla, para destruirla de una vez.

jueves, 17 de mayo de 2007

La gran estafa del Oro y la Plata

Como no voy a poder terminar por estos días ninguno de los comentarios que tengo empezados, he decidido "reciclar" aquí, con una que otra corrección, algunos de los artículos que publiqué en Encuentro en la red entre diciembre de 2005 y noviembre de 2006. Todos tratan temas que de algún modo u otro he vuelto a tocar en este blog y que, en todo caso, me siguen interesando. Reproduzco, entonces, estos artículos con la certeza de que los comentarios de los lectores, así como los diálogos o debates que puedan producirse a partir de ellos, sean de provecho para todos los interesados en los temas de la Revolución Cubana y su memoria.


"La gran estafa del Oro y la Plata"


Cuando en marzo de 2005 comenzaron a distribuir las ollas arroceras en algunos lugares del interior de la Isla, salió por el noticiero una señora anónima que, después de dar gracias al Comandante por su regalo, dijo: “Esto no se ve en ningún lugar del mundo.” Tenía, qué duda cabe, razón esa ingenua mujer que posiblemente no había estado nunca ni siquiera en La Habana: cosas así no se ven en otro lugar, salvo en los libros que recogen las asombrosas historias de otros caballeros “biencomúnhechores” como Stalin, Mao y Kim Il Sung, señores absolutos de países donde el estado ha pasado de ser el legítimo monopolio de la violencia que dijera Weber a monopolio de todas las cosas, incluidas las personas.

Reveladora evidencia del poder del estado totalitario en la Cuba de Castro fue otra de esas cosas que ciertamente no se ven en ningún otro lugar del mundo: aquella estafa gigantesca que se conoció popularmente como “la Casa del Oro y la Plata”. Quienes vivieron en la Isla a fines de los ochenta seguramente lo recordarán: el estado “compraba” objetos valiosos –joyas de oro, plata y bronce, copas de bacarat, piezas de mármol, lámparas antiguas– en una moneda creada ad hoc con la que podían adquirirse, en tiendas especiales habilitadas para la ocasión, ropa, comida y electrodomésticos que brillaban por su ausencia en las tiendas ordinarias.

Como es de rigor en un auténtico monopolio, los precios de estas mercancías eran mucho mayores que los que alcanzaban más allá de la durísima “cortina de hierro” que ha sido el mar para nosotros, así como era menos lo que el estado ofrecía a cambio de los objetos de valor. No era aquella, en rigor, una operación de compra y venta según las reglas de un libre mercado, sino una suerte de regreso a las prácticas feudales usadas en tiempos de la República por algunos propietarios de centrales que pagaban a los trabajadores con bonos que únicamente servían para comprar en sus propias tiendas. Solo que ahora el señor no era el gran terrateniente, a menudo extranjero y absentista, sino el estado socialista, y los siervos todos los ciudadanos del país.

Fue con semejante “transacción” que el estado socialista completó el despojo de la burguesía cubana iniciado en los primeros años de la Revolución. Si con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 las nacionalizaciones habían alcanzando a los pequeños comercios, ahora, dos décadas después, se llegaba hasta el interior de las casas y las alcobas, ya no con la violencia de la expropiación forzosa sino mediante un recurso al individualismo consumista que tan satanizado había sido en los años de radicalismo comunista. Al abrir aquella abusiva posibilidad de acceso a un mundo que hasta entonces solo se dejaba entrever en las maletas llenas de “pacotilla” de los visitantes de la “comunidad”, en las de los marineros que podían comprar en los puertos de países capitalistas o a través del cristal oscuro de alguna “diplotienda” reservada a los privilegiados de la nomenklatura, el estado consiguió apoderarse de muebles y objetos personales que habían sobrevivido a las sucesivas nacionalizaciones socialistas del patrimonio burgués.

Era tanta la tentación y la necesidad que, en la disyuntiva entre el reloj de oro de la abuela, el propio anillo de bodas o la lámpara que siempre estuvo en la sala de la casa, por un lado, y por el otro un televisor en colores, un pantalón nevado o un short reversible, muchos no dudaron en optar por las mercancías, aun a sabiendas de que sus pertenencias valían más de lo que el estado pagaba por ellas. Y no faltaron quienes se entregaron a una suerte de “fiebre del oro” que no buscaba ya, como la histórica de los conquistadores españoles, en los territorios vírgenes del Nuevo Mundo, sino dentro de las antiguas máquinas de coser Singer -que contenían, según se decía, cierta pieza de metal valioso-, y, utilizando detectores del precioso elemento, bajo los suelos de lugares donde se sospechaba pudiera haber algo escondido.

Una cosa está clara, más allá de la anécdota: la Casa del Oro y la Plata marcó el triunfo definitivo de la moda y la frivolidad sobre la austeridad y la uniformidad socialista. Como es de esperar en un contexto tan provinciano como el de toda dictadura comunista, proliferó entonces el mal gusto y la ostentación hortera dentro y fuera de las casas. El entorno urbano se llenó de jeans nevados y prelavados mientas las sesiones fotográficas de las celebraciones de quince tuvieron su gran espaldarazo. Convertidos de la noche a la mañana en “nuevos ricos”, muchos de los afortunados que poseían abundancia de oro y plata para vender compraron unas lámparas ornamentales cuyos fláccidos filamentos, una vez conectado el equipo a la corriente, se estiraban, encendían y coloreaban mientras se oía una musiquita cursilona y el brillante penacho giraba. No era raro encontrar aquellos artefactos, símbolos de un status recién adquirido, en la sala de alguna casona antigua y despintada, cerca de un ventilador Órbita y de un viejo “frigidaire”.

La entrada de aquellos productos “capitalistas” en un entorno doméstico donde los objetos procedentes del campo socialista convivían con los de antes de la revolución conformó ese curioso “estilo sin estilo” que caracteriza los interiores de las casas cubanas de los últimos años, en los que la pintoresca confluencia de objetos de diferentes épocas y orígenes, fotografiada en no pocos de los catálogos sobre La Habana que se publican en Europa, produce a menudo un gracioso efecto surrealista o barroco que en ningún caso deberíamos estetizar, pues esa “simultaneidad de lo no simultáneo” no es sino otra evidencia del lamentable subdesarrollo en que nos ha hundido la dictadura de Castro.

Aun otra reflexión cabe hacer a propósito de aquella controlada implementación estatal del consumismo después de tantos años de forzosa austeridad y racionamientos sin cuento. Si, como señala Agnes Heller, el capitalismo no existe más que en el discurso oficial de los países comunistas que lo maldice con la constancia de un ritual, ese aspecto conceptual persistía de alguna forma en la súbita concreción de la Casa del Oro y la Plata. Algo de simbólico o de abstracto poseían las baratijas en aquella Habana posterior a la llegada del Sputnik y anterior a la caída del muro de Berlín: no se compraba sólo unos zapatos de marca o un televisor en color no soviético, sino también un pedazo de un mundo que, más allá del desahogo inmediato de las muchas estrecheces, aparecía investido de los valores de lo lejano y lo prodigioso.

Muy a contrapelo de la doctrina y de la propaganda, de la escuela y los discursos, el sistema que prometiendo el reino de la libertad no había hecho más que engrosar el de la necesidad hacía evidentes las bondades de la sociedad de consumo, confiriéndole un aura que esta ya no tiene allí donde forma parte natural del paisaje urbano. Se daba así el hecho insólito de que el mundo de las mercancías equiparara o aventajara en aura al mismísimo oro: no solo al metal preciso en sí mismo sino incluso a prendas que poseían además un valor sentimental o familiar. Extravagancia producida, evidentemente, por la artificialidad que significa la supresión del mercado en la sociedad totalitaria.

Claro que valía la pena vender las reliquias familiares, desplazarse hasta La Habana si uno vivía en provincia, ir a Miramar para hacer aquella cola kilométrica en la que, según un chiste del momento, se habían encontrado Mariana Grajales y José Martí, deseosos de tasar el Titán de Bronce y la Edad de Oro, respectivamente. Y hacerla otra vez y aun una tercera en busca de una mejor oferta. Como valía la pena hacer las otras colas larguísimas en Maisí o Tercera y Cero, y dejar fuera los bolsos y los abrigos, mostrarle al vigilante de la entrada aquellos billetes de extraños colores, y, antes de gastarlos todos, quedarse con uno para poder seguir entrando a la tienda aunque sólo fuera para mirar.

Justo en esa transformación de los fungibles en mirabilia que refleja aquel recurso al que no pocos acudieron, consiste la restauración del aura de la que hablo. Aquí se produce, quizás, la última peripecia en la contribución de la Revolución Cubana al realismo mágico: como José Arcadio Buendía no olvida, en la gran novela de García Márquez, el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo, muchos niños cubanos podemos recordar el día que de la mano de nuestros mayores entramos a aquellas tiendas maravillosas. Yo recuerdo perfectamente mi rito de pasaje al otro mundo encantado, que culminó con un saldo escaso pero memorable: un prelavado y dos pull-overs, uno de marca Ocean Atlantic y otro que decía El Colony, más unos zapatos de “pega-pega”, también de marca Ocean Atlantic.

martes, 15 de mayo de 2007

Ilusiones ópticas

El artículo de Emilio Ichikawa publicado el sábado en El Nuevo Herald recorda un poco aquella psicosis del macarthysmo que veía comunistas por todas partes. Para Ichikawa, no sólo la ideología del exilio no ha logrado escapar del castrismo, sino que tampoco el pensamiento cubano anterior a 1959 estaría en franca oposición a él. Comentando el libro Mitos del antiexilio, de Armando de Armas, Ichikawa afirma que su “conclusión es casi cruel: no se ha vencido al castrismo ideológicamente porque ha sido contendido por ideologías que le son compatibles. Por eso más bien las absorbe, las acopla, las subordina como si fueran una simple variante suya”. No conozco el ensayo en cuestión, pero creo que habría que aclarar qué es exactamente vencer ideológicamente al castrismo y en qué medida puede afirmarse que, en este sentido, el mismo ha absorbido a las ideologías anticastristas del exilio.

En todo caso, lo que a partir de aquí afirma Ichikawa no resulta difícil de cuestionar. “Digámoslo con claridad: en Cuba no ha existido, desde la inauguración de la república hasta hoy, una tradición de pensamiento anticomunista consistente; gente como Salvador Díaz-Versón constituyen una excepción en Cuba", escribe Ichikawa. Ahora bien, quizás un libro como ese que él menciona, El zarismo rojo, dedicado a la crítica del comunismo ruso, sea excepcional, pero tampoco son tantos los libros dedicados antes de 1959 a la apología de la Unión Soviética. En todo caso, es evidente que mucho más importante que la tradición de pensamiento comunista era esa otra que, rechazando implícita o explícitamente los fundamentos del marxismo-leninismo, defendía la democracia liberal.

Incluso en el momento en que la Revolución de Octubre gozó de mayores simpatías en Cuba, en aquellos años anteriores al estalinismo que coincidieron con la lucha antimachadista y el movimiento estudiantil, el pensamiento opuesto al comunismo cobraba fuerza. A pesar de su inequívoca orientación izquierdista, en la revista de avance el sector comunista, conformado por Marinello, Tallet y el catalán Martín Casanovas, estaba “compensado” por uno situado más a la derecha: Mañach, Lizaso e Ichaso. Cuando a comienzos de los años treinta se produce la escisión de este grupo generacional que en la década anterior se había cohesionado en la crítica básica de la República corrupta de los generales y doctores, los anticomunistas van a militar en el ABC y alcanzarán, en los años siguientes, mucho más peso en la esfera pública y académica. Poco significaban las revistas comunistas como Mediodía, Gaceta del Caribe y Nuestro tiempo en comparación con publicaciones como Bohemia y El diario de la Marina donde colaboraban los partidarios de la democracia liberal. Desde esas populares tribunas, y siempre defendiendo posiciones moderadas, Mañach alcanzó en los cuarenta y cincuenta mucho más predicamento que cualquiera de los intelectuales del Partido Socialista Popular. Y asimismo muchos otros publicistas que eran, incluso, más ostensiblemente anticomunistas que Mañach: Gastón Baquero, Ramón Vasconcelos, Herminio Portell Vilá.

De estos intelectuales, los que no estaban vinculados a la dictadura de Batista apoyaron a la Revolución que pretendía restaurar el orden democrático interrumpido el 10 de marzo de 1952 y regenerar a la República de males tan arraigados como la corrupción y el latifundio. Cuando fue evidente que el gobierno revolucionario tomaba un rumbo diferente y destruiría las instituciones democráticas, los demócratas anticomunistas que colaboraban en Bohemia antes de la nacionalización de la revista en abril de 1960 partieron al exilio y desde allí se convirtieron en pioneros del anticastrismo, esgrimiendo contra el nuevo dictador aquella constitución en cuyo nombre se combatió a la dictadura de Batista.

Resulta, entonces, inaceptable la afirmación de Ichikawa según la cual “toda la discursividad proteccionista, nacionalista, populista y benefactora de la Constitución del 40, y aun del ideario de Fulgencio Batista, existe más en una relación de continuidad que de ruptura con la ideología cubana contemporánea, ya sea castrista o anticastrista. Algunos ejemplos son desconcertantes. Anticastristas decididos como Tony Varona, Manuel Artime y Húber Matos fueron o son revolucionarios. Todos soñaron con la igualdad, la justicia social y un nuevo porvenir para América Latina; como lo hicieron también Luis Posada Carriles y Orlando Bosch. Un análisis objetivo de los programas político-sociales de Alpha 66 revela que, al menos a nivel de declaración pública, está muy cerca de una socialdemocracia. Es muy sintomática la constante recurrencia a la Constitución del 40 (la Brigada 2506 hizo una buena edición de la misma y al joven Castro le apasionaba) por parte de la oposición a Castro; pero, ¿por qué no la Constitución de 1901?”

No sé hasta qué punto esos activistas del exilio anticastrista hayan soñado con la igualdad, pero es un hecho que el que participaran en la revolución de 1959 no implica en modo alguno que estén en relación de continuidad con la ideología castrista impuesta luego del corrimiento hacia el rojo de aquella revolución que al inicio se decía "verde como las palmas"; justamente ellos reivindican el sentido nacionalista y democrático del movimiento “26 de julio” y otras fuerzas políticas frente a la “traición” que significó el giro comunista con el cual Castro se perpetuó en el poder. Es totalmente lógico que contra un régimen y una ideología que destruyó la institucionalidad democrática republicana se esgrima la Constitución del 40 y no la de 1901, que ya no estaba en vigor e incluye un apéndice derogado en 1934.

Muy influida por las políticas del New Deal y el auge del estado de bienestar a nivel internacional, la Constitución del 40 fue producto del consenso de las distintas fuerzas políticas que surgen en el contexto de la oposición a Machado, una de las cuales eran los comunistas. Pero su contenido nacionalista e intervensionista, por muy criticable que hoy nos parezca, no comporta continuidad alguna con la ideología castrista. La una legisla la propiedad privada y garantiza las libertades fundamentales; la otra condena la propiedad privada y les impone a aquellas libertades el límite, gigantesco, de la integridad del estado socialista.

Creo, incluso, que el hecho de que se reivindique contra la tiranía de Castro a la Constitución del 40 no es necesariamente, como supone Ichikawa, un signo de izquierdismo. Ella representa, sobre todo, la constitucionalidad misma, la democracia dos veces aniquilada, el espacio desde el que sea posible convocar una nueva asamblea constituyente. Pero, en todo caso, ni identificarse con esa constitución ni tener una ideología socialdemócrata implica continuidad o cercanía alguna al castrismo, como mismo la preocupación por la justicia social no es privativa de los comunistas. A juzgar por las afirmaciones de Ichikawa, pareciera que entre la derecha liberal y el castrismo no hay término medio, cuando lo cierto es que la socialdemocracia, en tanto democracia, no se opone al castrismo menos que aquella. Afirmar lo contrario es ver castrismo por todas partes, una ilusión óptica que no trae sino error y confusión.

jueves, 10 de mayo de 2007

Sesión de poesía: tres poemas del Indio Naborí

Desde aquellos primeros días de entusiasmo hasta los actuales de Batalla de Ideas y Héroes Prisioneros del Imperio, Jesús Orta Ruiz -el Indio Naborí- ha sido el cantor por excelencia de la Revolución Cubana. Su gran tema no ha sido otro que la epicidad de la Revolución, esa dimensión de maravilla manifiesta una y otra vez en una larga sucesión de trabajos y días. En su "Evocación de Homero", Naborí insta al legendario rapsoda a asombrarse con las hazañas de Playa Girón. Él, el Indio, asumirá justamente esa función homérica al erigirse en cantor de la nueva gesta con sus hechos y héroes. Los títulos de sus libros lo dicen todo: De Hatuey a Fidel (Ediciones de la Delegación del Gobierno Revolucionario en el Capitolio Nacional, 1960), Cartilla y farol. Poemas militantes (Ministerio de Educación 1962), ¿Quieres volver al pasado? (Comisión de Orientación Revolucionaria de la Dirección Nacional del PURSC, 1963), El pulso del tiempo (Ediciones Granma, 1966).

Entre 1960 y 1967, Naborí tuvo a su cargo en el periódico Noticias de hoy la sección «Al son de la historia», en la que comentaba en versos la actualidad política. La campaña de alfabetización, la batalla de Playa Girón, la declaración del carácter socialista de la Revolución, la crisis de Octubre, la fundación del Partido Comunista de Cuba, los CDR, la ANAP, el INDER: todo ello fue cantado por él en poemas sin los cuales quedaría incompleta la historia del kitsch comunista cubano. Con pleno dominio de las formas tradicionales de la poesía popular, Naborí ponía al alcance del gran público aquellos tópicos que poetas más intelectuales como Roberto Fernández Retamar y Fajad Jamís expresaban en un registro diferente: el elogio guevarista del trabajo físico, la concepción de la Revolución como suprema obra de arte, la apología del pueblo redentor de una historia de frustraciones.

Según semejante maniqueísmo, la Revolución conjuga en sí misma lo Bello, lo Verdadero y lo Bueno; fuera de ella, en las tierras del pasado nacional y del extranjero presente capitalista, sólo hay espacio para el Mal, la Falsedad y la Fealdad. Pero, ay, pronto fue evidente que aquella Revolución que prometía la abundancia (ver los delirios lecheros del Comandante en los discursos de la época) traía carestía. Es el turno, pues, de tirar del idealismo patriótico. No habrá carne, pero sobra dignidad...



17 de abril

Felices carboneros de Zapata
que han hallado un tesoro en cada leño,
duermen, y el mar les acaricia el sueño
como una lira de zafiro y plata.

Brigadistas que alumbran como soles
los manglares oscuros de la mente
dormitan cual palomas, suavemente
al pie de sus cartillas y faroles.

Todo está en paz. El corazón espera
el claro amanecer de primavera,
rico en luz, en cantares y en fragancia,

cuando estallan su pólvora homicida
sembradores del hambre y la ignorancia,
enemigos del canto y de la vida.



El arte de las masas

Arte ¿donde tú estabas escondido?
Vivías como ahogado
en pequeños salones exclusivos,
en torres y palacios,
o más bien empolvado en un rincón,
hambriento, tiritando.
La danza, atada por los pies
en la sala del amo.
Cogida por los pelos, con traje de doméstica,
la musa del Teatro.
La Poesía, esquiva, penetrándose,
del horror humano,
o perseguida, huérfana, descalza
por los humildes barrios.
La Pintura moviendo sus pinceles
sólo en murales íntimos, cerrados,
o comiendo, infeliz, en la acuarela
por la falta de un plato.
Los coros, apagados, en silencio,
por los solistas de egoísmos bárbaros.
El pueblo en la prisión de la tristeza,
y en la prisión del oro, siempre el Canto.
Pero un día... ¡se rompen las cadenas!
y tú corres feliz hacia los brazos
de tu padre:
el Trabajo.
La Danza sin grilletes va risueña
por laboriosos escenarios.
La Poesía va fusil al hombro
con pantalones milicianos.
La Pintura se extiende por las fábricas,
por los talleres, por los campos.
Los coros se despiertan
con millones de timbres proletarios.
La musa del Teatro toca obreros
y le saltan actores de las manos.
¡Cómo has crecido, Arte,
cómo te asomas en los sindicatos,
cómo puedes hallar entre poleas
lo que no hallaste entre los nardos!
Yo sé que eres dichoso como nunca
porque desde que diste un hondo abrazo
al pueblo, has descubierto un Gran Artista
de asombroso tamaño.



Nochebuena sin puercos

(Sonetillo)

En noche libre, un congrí
basta para nochebuena.
¡Siempre será mejor cena
que la cena del mambí!

Sin embargo, para mí
habrá más en la alacena.
Menos el puerco. No hay pena:
la patria lo quiere así.

Lo triste no es, compañero,
que falte el manjar porcino:
lo triste es ser un cochino

con el yanqui de porquero,
hozando el fango mezquino
En el corral extranjero.

miércoles, 2 de mayo de 2007

"Los chinos", de Hernández Catá

"Los chinos" no debería faltar en ninguna antología de cuentos cubanos. Publicado originalmente en la revista Social en 1923, el contexto de este relato magistral son los últimos años de la década de 1910, cuando el auge pasajero de la industria azucarera trae un aumento de la inmigración, sobre todo desde las vecinas islas del Caribe. Las líneas férreas en las que, al parecer, trabaja esa variopinta cuadrilla que entra en huelga probablemente están destinadas al transporte de la caña, en algún lugar de la provincia de Camaguey o de Oriente. Narrador influido por el naturalismo, Hernánez Catá muestra la violencia de la historia sobre las "gentes sin historia", que provoca a su vez la violencia de unos sobre otros. Una violencia que aparece asociada a la diferencia racial y, sobre todo, a la absoluta otredad de esos chinos que, idénticos como insectos, no son sino masa. Quien, luego de presenciar azorado los hechos, los relata es, significativamente, alguien que proviene de otro mundo diferente al de este de los proletarios -los que son solo prole, sin herencia, y sólo tienen su fuerza de trabajo-, donde lo más tétrico ocurre sin dejar más huella que su testimonio. Alguien tendría que escribir la historia de este personaje desde su nacimiento en "cuna rica" hasta su "caída" en esa cuadrilla de obreros donde se mezclan todas las razas del mundo.



LOS CHINOS


No me pregunte usted cómo me encontré allí, ni por qué caídas fui a parar, desde la cuna rica y desde la posición de muchacho, a aquella cuadrilla de trabajadores. Entonces el cuento sería interminable. Estaba allí, y era uno más… Sólo uno más. Oiga usted lo que ocurrió con los chinos, sin preocuparse de otra cosa.
El mulato llegó del oeste, el segundo día, y sus palabras inflamaron a todos, cortando los últimos lazos de aveniencia que quedaron tendidos entre el ingeniero y nosotros, en la entrevista de la noche antes. Subido sobre una pipa de ron, sin cuidarse del sol terrible, habló más de una hora. El tono exaltado de sus palabras incendiaba la sangre, y sus razonamientos, repetidos una y otra vez, penetraban en las inteligencias más torpes a modo de tornillos que nadie hubiera podido sacar ya sin romperlos.
-¡A los obreros de Bahía Brava, les han estado pagando a tres pesos y a vosotros a dos…! ¿Es eso justo? Y aquí el trabajo es más duro, porque hay cobertizos, sin tiendas de lona, y por el pantano… Si resistís, no sólo os tendrán que subir el jornal, sino que os pagarán los pesos robados, y unos podrán mandar un buen puñado a sus casas y otros ir a pasar unos días de diversión a la ciudad… Tres meses a peso por día, son ciento viente… Pero hay que resistir: cada día sin trabajo es para ellos peor que para nosotros, porque la obra es por contrata, y tienen que dar indemnización si no se acaba a tiempo. ¡Hay que resistir para chincharlos!
Bajo la luz reberberante, el grupo seguía ansioso aquellas palabras que multiplicaban la ira recóndita. Eramos casi cien, y había de muchas partes; negros jamaiquinos de abultadas musculaturas, de sudor acre y de ojos de concha de mar; negros de país más enjutos, de color mielado y dientes que parecían luces dentro de las bocas; alemanes de rubio sucio, siempre jadeantes; españoles sobrios y camorristas, de esos que dejan sus tierras sin cultivo para ir a fertilizar el mundo; criollos donde se veía la turbia confluencia de las razas, igual que en la desembocadura de los ríos se ve el agua salada y la dulce; haitianos, italianos, hombres que nadie sabía de dónde eran… Escorias de raza, si usted quiere. En todo caso, fatiga, exasperación, hambre, pasiones y un trabajo terrible, como un castigo.
El mulato interpolaba en su arenga interjerciones de lenguas distintas, y a cada chasquido, una parte del auditorio vibraba. Cuando el agitador se fue, no dejó tras sí hervidero de gritos, sino ese silencio sañudo, hermano mayor de las decisiones colectivas. Puesto que el gobierno necesitaba resolver el conflicto pronto, por la proximidad de las elecciones, y puesto que el comité de la capital estaba dispuesto a socorrernos, resistiríamos. Resistiríamos sin comer, o comiendo frutas verdes de los maniguales. ¡Todo antes que seguir matándose por una miseria, bajo un sol que hacía crujir igual la pobre carne y la pobre tierra, sin otro alivio que la llegada de la tarde, en que hombres y pasiajes quedaban extenuados de haber ardido todo el día, absortos en beata quietud henchida de ensueños de patria y de ensueños de brisa, sobre la cual iban apareciendo, poco a poco, las estrellas!
Tres veces vino la vagoneta con emisarios a proponernos concesiones parciales, y tres nos negamos a escucharles. La última, nos recogieron las herramientas de trabajo y nos quitaron las tiendas de lona.
-Es para meternos miedo -dijo uno.
-¡Tener miedo ellos de dejar hierros en manos de hombres¡ -rugió un negro, mostrando con risa satisfecha sus dientes ingenuos y feroces.
Aun después de rotas las relaciones, vinieron a advertirnos que el mulato no pertenecía al sindicato obrero, sino a una agrupación política bastardamente interesada en crear desórdenes. No les hicimos caso. Poco a poco, a medida que los ahorros se agotaban, fueron desapareciendo, hasta desaparecer, los vendedores ambulantes. Ni ron ni vituallas, ni siquiera esperanzas de tenerlas. Los primeros días unas nube de tormenta, que cubrieron el el sol y el reposo, dieron al hambre aspecto casi dulce. Luego se despachó a la ciudad a un delegado de quien no volvimos a saber nunca. Los alemanes, una tarde, se fueron en busca de otro lugar en donde hallar trabajo; varios españoles los siguieron dos días después, y, a lo último, sólo quedamos unos cuarenta, arraigados allí por una especie de pereza furiosa.
Cuando la necesidad empezaba a rendirnos, llegó un misterioso socorro de la ciudad, y la comida y la esperanza de nuevo apoyo nos volvieron a enardecer. Pero el entusiamo fue brevísimo: a los pocos días, sólo teníamos para clamar el hambre frutas terriblemente astringentes, sin jugo, y para cogerlas, era menester caminatas más penosas aun que el hambre misma. Los primeros casos de disentería no tardaron en sobrevenir, y la fiebre me tumbó bajo la sombra seca de un árbol. Dos días después llegaron los chinos.
Tres vagonetas los trajeron. Debían de ser unos noventa. Varias veces quise contarlos y no pude, porque se mezclaban y confundían unos con otros, igual que en el cielo las estrellas. Sus movimientos vivos, su pequeñez, su lividez y su flaquencia, hacíanlos parecer muñecos. “¿Eran aquellos los que iban a sustituirnos? ¡Bah, imposible.” Al vernos, nuestras vicisitudes se calmaron de pronto para dejar paso a palabras de sarcamos: “!Pobre macacos amarillos! ¡Qué iban a resistir el trabajo tremendo! Si no tenía la compañia otros hombres, ya podía ir preparando nuestros tres pesos de jornal. El triunfo estaba cerca.” En nuestro grupo menudearon los comentarios y las risas: “Buenos eran los chinos para vender en sus tiendecitas de la ciudad, abanicos, zapatillas, cajitas de laca y jugueticos de papel risado; excelentes para guisar en sus fonduchos, o para lavar y planchar con primor.. ¡Oficios de mujeres, bien! Pero para aguantar el sol sobre las espaldas ocho horas, y agujerear el hierro, ¡hacían falta hombre muy hombres!” Con curiosidad burlona seguimos su primera jornada. Eran como hormigas amarillas, diligentes, nerviosas. La traviesa que solíamos alzar entre dos, levantábanla ellos entre cinco; pero la levantaban. Iban y venían incansables; y vistos en el trabajo, parecían aumentar en número… Luego, a la hora de comer, en vez de los guisos fuertes, y del vino, y del aguardiente de caña, arroz, nada más que arroz, y comido de prisa. “!Ah, no podrán soportar así mucho tiempo!” ¡Había que devorar allí, para defenderse del sol que devoraba todo! No eran menester los guardias armados para custodiar su faena; sin que nosotros los atacásemos, caerían rendidos, dejándonos la presa poco envidiable de un trabajo sobre el cual era menester sudar y maldecir, y que ellos predendían hacer con la piel seca y en silencio”.
Pretendían hacerlo, y lo lograban. A los tres días, nuestras risas irónicas fueron trocándose en seriedad, en pesimismo. Se crisparon los puños, y sonó la primera amenaza. Yo estaba muy débil, y en cuanto caía el día, me abrazaba una fiebre delirante. Vi llegar al mulato otra vez, cuchichear, discutir. Conmigo no contaron para nada. Una negra vieja que, apiadada de mí, había venido varias veces en lo más fuerte del calor a echarme frescas hojas de plátano sobre la cabeza, me arrastró hacia su bohío y empezó a curarme. Desde allí, al través de una bruma que, sin borrar la realidad, la borraba y alejaba fantásticamente, paralizándome por completo para intervenir en nada, ví todo.
-¡Puesto que son como bichos y no tienen en cuenta el derecho de los hombres, hay que matarlos como a bichos! –gritaba el mestizo.
-Lo mejor es irnos a otra parte… Ya no debíamos estar aquí –murmuraba un blanco.
Y un negro, arrugada la frente y casi el cráneo por la tenacidad de la idea, aseguraba:
-¡Mí no importar guardias!… Mi tener un machete y matar todos de noche, igual que en matadero…Mi saber bien… Así…, así.
Pero el mulato lo calmaba, prudente
-No, sangre, no… Yo me marcho, y pasado mañana enviaré a uno de confianza con instrucciones mejores. Ya veréis como se arregla todo.
Yo hubiese querido huir, pero no pude. Me pesaba el esqueleto -apenas me quedaba carne-, como si estuviera enterrado a medias en aquella tierra maldita. Además, sentía una curiosidad extraña merced a la cual, desde lejos, adivinaba el sentido de los movimientos y de los labios al moverse. Vi, dos días después, llegar a un anciano haraposo, hablar con varios y dejarles un paquete de hierbas; colegí primero el miedo, y luego la decisión pintados en los rostros, y con el alma hecha cómplice segura de la impunidad que la postración física le deparaba, en la sombra de la medianoche, presentí más que columbré al jamaiquino, ir a echar las hierbas en la gran paila donde se cocía el café de los asiáticos… Y por la mañana, cuando los miré acercarse con sus escudillas, percibí de antamano lo que los ojos habían de tardar unas horas en ver aún: cuerpos que se agarrotan, manos que van a oprimir los vientres en desesperados ademanes, pupilas que se abultan y salen de las cuencas cual si quisieran sujetarse a la vida, caras amarillas que se ponen mucho más amarillas y que caen crispadas contra la tierra, para no levantarse más.
Veintidós cayeron así. Otros que habían bebido menos, murieron por la noche. ¡Ah, no olvidaré nunca el terror de los guardias, ni mi propio terror! Si un chino nos infunde siempre una invencible sensación de repugnancia y de lejanía donde hay algo de miedo, un chino muerto es algo pavoroso... Los cadáveres tendidos sobre el campo, bajo el trágico silencio del sol, galvanizaron a todos. Fue un día terrible. Mas al acercarse la noche y pasar sobre la sabana los primeros ecos de brisa, el grupo de culpables empezó a desbandarse para escapar, y suscitó la reacción de los guardías. La fuga duró poco: tras el primer movimiento del instinto, se entregaron sin resistencia. “No pensar, no trabajar, ir a la ciudad, y comer y dormir a la sombra, ¡qué dicha!”, debían pensar los desventurados, casi contentos de su infortunio. El testimonio de la negra me salvó: “Estaba desde hacía cinco días enfermos, y no había podido intervenir”. Atontado, sin lágrimas, los vi marchar en fila hacia el oeste, por donde el mulato había venido, bajas las cabezas, atados los brazos a la espaldas. Al día siguiente vinieron en la camioneta unos hombres, tiraron tiros a los cuervos, y se llevaron los cadáveres. Todo quedó solo, y yo pude dormir al fin.
Una mañana, no sé cuántas después, me despertó ruido de gentes. Miré con avidez, y sentí el escalofrío de la alucinación penetrarme hasta el tuétano. De la vagoneta habían descendido treinta hombres amarillos –iguales, absurdamente iguales a los que yo ví caer muertos en tierra, cual si en vez de llevarlos a enterrar los hubiesen llevado a la ciudad para recomponerlos-, y con diligencia de hormigas, ante mis ojos enloquecidos, empezaron a trabajar.