miércoles, 28 de febrero de 2007

García Vega, Carlos Enríquez y los debates de Orígenes

Alfredo Triff ha advertido que en el par de artículos sobre Carlos Enríquez salidos este domingo en El Nuevo Herald se cuenta la misma anécdota (el encuentro de Carlos Enríquez con Lezama en 1957 en una librería habanera), pero, curiosamente, García Vega y Carlos M. Luis, quienes se atribuyen la compañía de Lezama, no se mencionan el uno al otro. También es significativo que Luis, cuya valoración es mucho más favorable al pintor, no se refiera a “esa mirada de odio” que García Vega dice “no poder olvidar”.

De esa mirada parte justamente el autor de El oficio de perder en uno de esos juicios tan tajantes, y tan poco argumentados, a los que acostumbra. “Era la mirada que traslucía toda la fea, horrible actitud, que una fea generación cubana (una fea generación que tuvo sus herederos en los jóvenes, influidos por Virgilio Piñera, que hicieron el horrible magazine ''Lunes de Revolución'') tenía por todos los que consideraban sus enemigos (y, váyase a saber por cuáles razones patológicas consideraban enemigos a ciertas gentes que ellos sentían como expresión de una conducta decente).” Quien espere que García Vega explique por qué la generación de 1925 –que incluye, además de a Carlos Enríquez, a Víctor Manuel, a Eduardo Abela y a Marcelo Pogolotti– no es sino una generación "fea" y “roñosa”, y por qué Lunes es “horrible”, no conoce las originalidades del autor de Los años de Orígenes.

Evidentemente, lo más plausible de todo lo afirmado por García Vega es que los de Lunes heredaron algo de aquellos “vanguardistas”, pero no la actitud odiosa hacia sus enemigos que él dice, sino otras cosas: cierta preocupación por la política y la sociedad; el gusto por la vanguardia, el cine y el deporte; una cultura de la polémica y las encuestas. Signos todos de una modernidad que a Orígenes, situada a la sombra del ángel del Perugino, le resulta ajena, cuando no francamente vulgar. Los “jóvenes airados” de 1959, que no se equivocaron al advertir el fondo conservador del origenismo católico, encontraron en aquella generación nucleada en la revista de avance una concepción del intelectual y de lo cubano que les resultaba más cercana a sus propios intereses, signados por un encuentro entre la vanguardia política y la intelectual que el propio cierre de Lunes revelaría, tres años después, como una utopía. Es cierto que en aquel magazine de Revolución se atacó duramente a los origenistas con todo el peso del nombre que ostentaban, pero también lo es que en el momento de aquellos ataques hubo espacio para la defensa de Orígenes que hizo Carlos M. Luis en Revolución, y que tanto García Vega como Vitier pudieron responder, si no desde las propias páginas de Lunes, sí desde otras publicaciones como la Nueva Revista Cubana, donde, por cierto, aparecieron artículos de Alfredo Guevara contra Cabrera Infante y su grupo.

García Vega cita ahora un libro suyo que, en mi opinión con justicia, fue muy criticado en Lunes: “Yo en mi Antología de la novela cubana, dije de Carlos Enríquez: “el afán por lo vital, excesivo en el novelista, al no partir desde un centro poéticamente vivido, toma la endeblez de lo buscado en demasía, con airecillo molesto de esnobismo ... Lo afiebrado y lo mórbido, he ahí las notas predominantes en la novela de Carlos Enríquez ; pero carecen éstas, sin embargo, de centro reminiscente, de imagen estructurada en lo vivido”. Así como yo vi, y sigo viendo, la expresión plástica de Carlos Enríquez, como una manifestación de ese afrancesamiento de noventa millas (en Cuba, para muchos afrancesados, París estaba a noventa millas) que servía para ofrecerle a los extranjeros, haciéndolo pasar por pura cubanía, un folletín surrealista donde la violencia se mostraba con un efectismo pueril.” No parece haber, según García Vega, diferencia de calidad entre las novelas de Carlos Enríquez –no exentas de interés, pero ciertamente prescindibles– y su obra pictórica. Campesinos felices, El rapto de las mulatas, El rey de los campos de Cuba, Virgen del Cobre, Dos Ríos: todo ello es “folletín surrealista” y “efectismo pueril”, como, según García Vega ha afirmado en ocasiones anteriores, Fuera del juego es “periodismo disfrazado de poesía”, De donde son los cantantes puro origenismo y Piñera, a pesar de su gusto por el absurdo, no logra “superar la Forma”.

Este juicio de García Vega no hace más que reproducir, sin los aciertos expresivos de Guy Pérez Cisneros, la crítica de este a Carlos Enríquez en Espuela de Plata, que manifestaba, en el terreno de la pintura, la posición de la generación que en Orígenes alcanzaría su "definición mejor" contra la que le antecedía. Cuando García Vega dice que a ellos los consideraron enemigos los de la generación de Carlos Enríquez, olvida que fueron los de Orígenes, los más jóvenes, quienes primero atacaron a aquellos, como es de rigor en las pugnas generacionales. Quien revise aquella polémica (que Hernández Busto ha ofrecido en su blog casi entera, incluyendo dos escritos que habían permanecido inéditos hasta ahora) podrá advertir que Pérez Cisneros acusa a Carlos Enríquez de ofrecer, a partir de una imitación superficial de la vanguardia europea, una imagen pintoresquista de Cuba, basada en el trópico, el campo, el afrocubanismo y una sexualidad intrascendente, frente a lo cual el crítico reivindica una cubanidad profunda que no estaría ya en el objeto, sino en la mirada. He aquí, evidentemente, un capítulo más de la controversia entre Orígenes, con su aristocrático penchant por la Cuba secreta y los interiores coloniales, y los “vanguardistas” de la generación anterior, que elevaron al negro, el campesino y el trópico a símbolos universales de lo cubano.

Frente a la durísima crítica de Pérez Cisneros y de ese editorial de Espuela de Plata inédito hasta ahora, creo que habría que reivindicar a Carlos Enríquez, pues él no sólo sí sabía escribir, sino que es un artista imprescindible en nuestro imaginario nacional. Nos puede gustar más o menos que Mariano, más o menos que Amelia Pélaez, más o menos que Portocarrero (los tres pintores de Orígenes), pero es uno de los grandes pintores cubanos. Que a estas alturas, cuando aquella lucha generacional carece de actualidad y de sentido, García Vega le niegue la sal y el agua, resulta, en mi opinión, lamentable. Su artículo dice muy poco de Carlos Enríquez, pero mucho del propio García Vega, de lo poco que él tiene que decir.

sábado, 24 de febrero de 2007

A propósito del 24 de febrero, una hipótesis contrafactual

Puestos a reflexionar sobre la historia de Cuba, es difícil evitar la fascinación de las hipótesis contrafactuales. Hace poco, Alfredo Triff imaginaba que si Martí no hubiera muerto en combate se habría convertido en el primer dictador de la República. ¿Qué hubiera pasado –cabe preguntarse- si Chivás no hubiera muerto en su patético amago de suicidio? Quizás no hubiera ocurrido el golpe de estado que aquel fatídico 10 de marzo de 1953 desencadenó los demonios que aun dominan a nuestro país. ¿Y si los ingleses se hubieran quedado no sólo con La Habana sino con toda la isla a fines del siglo XVIII?
La fecha patria que hoy se conmemora plantea otra interrogante: ¿qué si la Guerra del 95 no hubiera ocurrido? En caso de haber triunfado la opción autonomista, quizás Cuba hubiera conseguido un autogobierno provincial y, a la larga, se hubiera independizado de España sin los traumas de una guerra en que buena parte de la riqueza cubana se perdió y casi la mitad de la población del país pereció. La Guerra, que trajo los horrores de la tea incendiaria y de la reconcentración de los campesinos, fue una ruina; el sacrificio de la riqueza material en favor de un capital simbólico que nutriría el nacionalismo revolucionario en el siglo XX.
La guerra propició la Intervención norteamericana y con ella la mediatización en que nació la República, así como el caudillismo que tantas convulsiones crearía en los tiempos de “generales y doctores”. Y todo ello –la promesa martiana de la República “con todos y para el bien de todos” y las sucesivas frustraciones de la “seudorrepública”- se fue acumulando a modo de reserva nacionalista que la Revolución de 1959 explotaría hasta sus últimas consecuencias. Como ha apuntado Louis Pérez Jr., aquella guerra, culminación de una contienda extendida por tres décadas, no fue solo el último capítulo de las luchas independentistas hispanoamericanas, sino también el inicio de algo nuevo: algo que, de alguna manera, culminaría perversamente en el estado totalitario.
¿Tenía entonces razón Eliseo Giberga cuando afirmó en la Asamblea Constituyente de 1901 que Martí había sido el hombre más funesto de la historia de Cuba?

lunes, 19 de febrero de 2007

La cubanización de Vattimo

Para quienes nos interesa el tema de los fellow travelers de la Revolución Cubana, el caso de Gianni Vattimo resulta ciertamente curioso. La mayoría de los actuales valedores del castrismo o son demasiado jóvenes como para haber tenido que tomar partido a raíz del “caso Padilla”, como la mayoría de los de Rebelión, o lo hicieron entonces a favor del régimen, como Alfonso Sastre. Resulta, entonces, notable que el filósofo italiano, nacido en 1936 y ampliamente reconocido en 1971, no aparezca en aquella fecha significativa ni ofreciendo su apoyo al gobierno de La Habana ni firmando, junto a compatriotas suyos como Italo Calvino, Alberto Moravia y Rossana Rossanda, las cartas de protesta y ruptura a Fidel Castro. ¿Cuál era la posición de Vattimo entonces en un tema de tanta actualidad? ¿Apoyó en los sesenta a la Revolución? Vattimo no aclara estas interrogantes en las entrevistas que ha concedido a raíz de sus visitas a Cuba para la Bienal de La Habana del año pasado y ahora en la Feria del Libro.

El teórico del pensiero debole es, seguramente, compañero del último tramo del viaje -ese que comenzó cuando, desaparecida la Unión Soviética, Cuba, por el solo hecho de permanecer socialista, emergió como símbolo de resistencia al capitalismo norteamericano. En su reciente entrevista a EFE, Vattimo reconoce que ahora “tiene un nuevo sentido el castrismo”, y ese sentido, según se aprecia en su artículo “La cubanización de América”(La Stampa, 14 de abril de 2006), no es otro que la oposición a la hegemonía política y cultural de Estados Unidos.

Vattimo, a quien no le parece “particularmente oprimida por condiciones políticas totalitarias” la gente con la que se ha reunido en Cuba -“no solo personajes del "régimen" sino personas comunes”- reconoce sin embargo las fallas del sistema electoral y hasta las represiones políticas, pero todo ello queda justificado, en su opinión, por el estado de sitio del país: “la tolerancia y también la pura y simple admiración y afecto que los cubanos alimentan hacia Castro y con el cual aceptan sacrificios y limitaciones, corresponde al estado de emergencia en el cual todos saben que se encuentran.” Una vez comprendido esto, y tenidas en cuenta las plagas de la democracia occidental, corrupta y alejada de las masas, “el prejuicio democrático” a la hora de juzgar a Cuba desaparece y la Isla “se convierte en un fenómeno concretamente capaz de brindar modelos, de constituir un centro de resistencia a la fuerza del capitalismo norteamericano.” Es hora de hablar de la Escuela de Medicina Latinoamericana, de la Operación Milagro y de la UCI, sitios privilegiados del turismo revolucionario de nuestros días. Hora de hablar, incluso de las horas arroceras, que el propio Castro le mostró en una entrevista relatada por el filósofo en otro artículo en La Stampa. ("Habla Fidel", 28 de mayo de 2006)

Hora de hablar, desde luego, de la Feria del Libro; Vattimo se muestra muy impresionado por cuánto se lee en Cuba, cómo se vive allí la cultura... Ha ido a presentar su libro Ecce comu, donde narra cómo recientemente devino comunista. “La conciencia de los límites de la democracia formal occidental creció en mí con el conocimiento de los experimentos latinoamericanos. En estos años he venido a Cuba y he conocido la Venezuela de Chávez. Sé que tienen límites, pero son lugares donde se intenta lograr una forma de participación popular sin los límites que hoy tienen las democracias occidentales.”, afirma a La jiribilla. “Necesitamos que América Latina nos salve de la dominación estadounidense. He cultivado este sueño en estos últimos años, porque América Latina tiene recursos, fuerza demográfica, capacidad de resistencia, no militar sino económica, frente a Norteamérica.” Una vez más América Latina como utopía de la filosofía occidental, como fuente de energía para salvar a Europa de la decadencia que le impide resistir la hegemonía norteamericana.

El comunismo que propugna Vattimo -quien es menos antiestalinista ahora que antes, según reconoce-, es, sin embargo, “posmoderno”, como vemos en su reseña de un libro de Toni Negri. “Puede que sólo el postmodernismo (y estoy pensando en Nietzsche y en Heidegger, al cual Negri tacha de reaccionario) pueda ayudarnos a pensar una “revolución” que no pretenda crear un nuevo “orden” establecido y formalizado rígidamente (como en el fondo querría Habermas), sino que acepte preparar, con un estilo un poco más irónico y anárquico, nuevas formas de existencia, de las cuales, por ahora, tenemos sólo una vaga intuición.”, escribe allí. Ahora bien, si Vattimo cree que Cuba puede indicar algo de esa intuición está en un craso error, y debería tener en cuenta que los cubanos no han tenido ni tendrán a su alcance las fuentes teóricas para semejante ejercicio de imaginación. El posmodernismo estuvo anatematizado en Cuba, tachado de reaccionario y procapitalista, haasta hace muy poco. Las obras de Nietzsche y Heidegger, puntos de partida de la crítica de la metafísica en que consiste el pensiero debole, no han sido nunca publicados en la Isla, y no fueron estudiadas, durante décadas, sino como ejemplos de la filosofía burguesa en su etapa decadente, casos notorios de aquel “asalto a la razón” denunciado por Luckaks. Desde tal punto de vista, el intento de mezclar a Marx con Heidegger emprendido por Vattimo a fines de los sesenta no podía ser considerado ni siquiera “revisionista”; era pura decadencia.

Vattimo, filósofo libertario, debería tener un poco en cuenta estas cosas antes de “cubanizarse” tan irresponsablemente, alabar a Castro como "uno de los pocos restos monumentales de la historia del siglo XX" y proponer como modélico un "experimento" (así le llama el propio filósofo) donde los cubanos no son sino conejillos de Indias.

jueves, 15 de febrero de 2007

Ángel Escobar: "los ojos del otro"

Ayer se cumplió una década del suicidio de Ángel Escobar, nos ha recordado Manuel Sosa. Del único cuaderno de Escobar que tengo a mano -el libro póstumo La sombra del decir- copio aquí el poema “Otro”:

Si yo no fuera un cuchillo
podría conversar con alguien que anda por ahí.
Le diría que su horror es mi horror,
pero desde otro lado –
lo atroz no tiene nunca una sola cara.
O quizá todo sería silencio.
Mi balbuceo no alcanza a formar juicios.
Si ese, de quien me despido sin ver,
no fuera a su vez un cuchillo,
la conversación no sería ya la leche derramada,
o la doncella descuartizada en su aposento.
Él viene de un mundo que a mí me está prohibido,
donde una moneda se iguala a la vigilia
y la pesadilla sólo engendra dos cuervos
que, paulatinamente, la han sacado los ojos,
por lo que no podría verme, aunque quisiera.
A mí me taponearon los ojos con el miedo _
tampoco podría verlo aunque quisiera.
Yo vengo de un mundo que a él le está vedado,
donde el sueño es lo estéril que añora una cigarra,
y un atardecer casi lila dice que esta es la tierra
que nos dieron, donde sería bonito remontar
sin más un papalote, y arrimarle un ramito
de albahaca al próximo suicida.

Alguna luz sobre el sentido de este "otro" que, con varios disfraces, aparece una y otra vez en la poesía última de Escobar, echa quizás este fragmento de una carta suya a Alain Sicard, publicada recientemente en Unión:

“Se supone, es cierto, ya no hay duda: un día como mañana llega Colón, y llega, y antes escribe en su Diario: “Vieron caer del cielo un maravilloso ramo de fuego en la mar”; vieron ellos, en lo posible de la visión y ante el equívoco del Asia: ¿cómo no extrañarse y ver de nuevo el fuego, pero desde los ojos del otro, aquel para el que el fuego y lo maravilloso no son un advenimiento ni una costumbre ni un pacto?” (Carta del 11 de octubre de 1993)

lunes, 12 de febrero de 2007

Algunas tesis de Jorge Domínguez

No he leído aun el artículo de Jorge Domínguez del que se ocupa hoy Néstor Díaz de Villegas en Penúltimos días; a decir verdad, pocas ganas tengo de hacerlo después de haberme leído buena parte de su libro Cuba hoy. Analizando su pasado, imaginando su futuro, publicado recientemente por la editorial Colibrí. En las conferencias y artículos reunidos en ese grueso tomo, Domínguez se equivoca a menudo en los hechos y, por si fuera poco, no demuestra mucho profesionalismo como científico social. Poco agradables de leer debido a su mediocre prosa, estos escritos no entregan ni siquiera el rigor que se espera de un renombrado académico.
Sin llegar a ofrecer nunca una definición rigurosa de autoritarismo y totalitarismo, Domínguez afirma en algún momento que en los setenta el régimen era “autoritario” (p.92), pero en otros dice en cambio que era totalitario y sugiere que en los noventa se ha producido un tránsito al autoritarismo; y aun en otro llama “regímenes marxistas-leninistas autoritarios” a la Unión Soviética, China, Viet Nam Yugoslavia y Cuba (p.140) Más allá de este embrollo, lo que queda claro es la tesis según la cual en el hecho de que “el totalitarismo en Cuba siempre fue incapaz de lograr sus plenos objetivos y por tanto fue imperfecto o defectuoso” radica una diferencia distintiva con respecto a otros regímenes comunistas; a lo que cabría objetar que esa diferencia, de ser tal, no hace al castrismo menos totalitario, como no hace a la dictadura castrista menos unipersonal el hecho de que el dictador, incapaz de cumplir personalmente todos sus dictados, deba forzosamente delegar en otros algunas funciones. Según el estrictísimo criterio de Domínguez, tampoco los regímenes de Stalin o Mao serían, en rigor, unipersonales, pues el papaíto de acero no instaló él sólo el GULAG, y otras manos además de las del camarada de El libro rojo intervinieron en el exterminio de los gorriones de China.
Domínguez sostiene que el régimen castrista es una “oligarquía consultiva”, donde “el grupo gobernante consulta ampliamente en el ejercicio de su poder”. Afirma que “el sistema político cubano se apoya en la extensa participación política de los ciudadanos” y que esa “consulta extensa” distingue a Cuba de los regímenes autoritarios que no involucran a sus ciudadanos en asuntos políticos aun de esta manera limitada.” “No es una dictadura de un hombre solo. No es simplemente impuesta a un pueblo que no participa. (...) No es persistentemente represivo, física o violentamente, contra sus críticos internos.”(p.136) De las “consultas populares” de los ochenta dice que “este espacio político, modesto en tamaño, pero importante, ha sido siempre la válvula de escape del gobierno cubano”(202).
¿Quién no sabe que la válvula de escape no han sido esas ridículas rendiciones de cuentas donde no se podía ir más allá de quejarse del salidero de la alcantarilla de la esquina, sino la emigración? Errores así no son difíciles de encontrar en estos escritos de Domínguez, cuya falta de vista lo lleva a magnificar los triunfos del ejército cubano en Angola y Etiopía (que contrasta, en mi opinión erróneamente, con las derrotas de estados Unidos en Viet Nam y de la Unión Soviética en Afganistán) mientras apenas tiene en cuenta el estrepitoso fracaso de las guerrillas apoyadas por Cuba en América Latina.
A pesar de que reconoce la existencia de leyes antidemocráticas y de los presos políticos, Domínguez escamotea no poco la esencia represiva del sistema: “Los cubanos han estado en el curso de los años en desacuerdo con algunas de las directivas de su gobierno, de modo que existe un terreno fértil donde plantar las semillas de una oposición a aquel. Mas para comprender por qué el régimen se ha mantenido, es importante centrarse en hechos sobre los que pocas veces se habla fuera de Cuba, y es que, incluso entre sus críticos, el régimen puede ser visto como inepto en mucho de lo que hace pero no en todo lo que hace; ni tampoco es opresivo en todos los terrenos, en tanto que muchos miembros del partido son buenas personas.” (pp.202-203) Y en otro lugar: “No es una dictadura de un hombre solo. No es simplemente impuesta a un pueblo que no participa. No es ininterrumpidamente lo mismo que fue en la década de su fundación. No es persistentemente represivo, física o violentamente, contra sus críticos internos. En cambio, es un sistema político jerárquico y burocrático en donde el poder personal de Fidel Castro importa enormemente, pero mucho menos que en un régimen unipersonal. Ha habido cambios importantes que hacen que algunas características consultivas de la participación política sean significativas para los ciudadanos, quienes pueden quejarse y se quejan ahora respecto a casos de mediocre desempeño público o de defectuosos bienes de empresas estatales y servicios en las municipalidades.” (p.136)
Pero no es mi intención reseñar Cuba hoy; sino sólo dar a conocer un poco algunas de sus tesis, pues no todos han tenido acceso a ese libro ni a las publicaciones académicas donde aparecieron originalmente la mayoría de los trabajos que reúne.

Dos réplicas a Byrne

¿Quién no ha recitado, en la escuela, el poema de Byrne? ¿quién no se sabe de memoria algunos de sus versos? Parte importante del culto patriótico en tiempos de la República, ese soneto se convirtió, desde la famosa recitación de Camilo Cienfuegos, en cifra del nacionalismo revolucionario. En su poema "A Bonifacio Byrne", el Indio Naborí, apologeta y cronista de la Revolución, celebra en ella el final de la frustración con que nació la República: la bandera sola, entera... Díaz de Villegas, poeta de la contrarrevolución, percibe en cambio la destrucción de aquella emoción patriótica propia de los tiempos republicanos: las banderitas, deterioradas como organismos en descomposición, representan el horror cometido en nombre de la patria.

Jesús Orta Ruiz, Indio Naborí

“A Bonifacio Byrne”

Bonifacio Byrne, mira tu bandera
soberana, entera...

Ni el mástil ni una franja triste,
toda fulgurante como la quisiste,
como no la viste desde la ribera.
¡Ah, si se pudiera volver de la muerte
como del destierro, y tú regresaras,
y vieras el triunfo de tu pueblo fuerte
-la luz de tu estrella brillando en las caras-,
que canto saldría de tu corazón
al ver en el Morro tu bandera sola!

¡Tu bandera blanca, zafir y amapola
flotando en sus aires de liberación!

Donde basta ella, nada más que ella, altiva
cubriendo su espacio insular.

Banderas, hermanas, que, en vez de opacar,
aumentan, reafirman la luz de tu estrella,
pueden amorosas con ella flotar.

Bonifacio Byrne, vive todavía
el amor cantado por tu poesía.

Y si el enemigo, con fieros zarpazos,
hiere tu bandera,
nuestros grandes muertos alzarán los brazos
para levantarla, ¡soberana, entera!


Néstor Díaz de Villegas
Último poema de Héroes

Hay una rota, otra descolgada;
en menudos pedazos ya desecha
otra se agarra al cabo de una mecha,
esta está vieja y muy desmejorada.

Ya nunca anunciarán sentida fecha
ni los festejos de la patria amada,
siempre ondearán delante de la Entrada
donde algún vendedor taimado acecha.

Hileras de estropeadas banderitas
bailotean, abúlicas y plásticas
contra el cielo tisú como mosquitas

muertas, minimalistas y eclesiásticas:
en sus pechos de flámulas malditas
se adivina el latido de las suásticas.

sábado, 10 de febrero de 2007

P.M. : sueño y pesadilla

Cuarenta y cinco años después de su filmación, no es exagerado afirmar que P.M. se ha convertido, por obra y gracia de la censura comunista, en uno de los grandes mitos de la cultura cubana posterior al triunfo de 1959. Mientras Tres tristes tigres y Antes que anochezca son ampliamente conocidos en la Isla entre intelectuales y curiosos, pocos han visionado allí el documental realizado por Sabá Cabrera y Orlando Jiménez Leal. Ocurre además que, una vez saciada la curiosidad, sobreviene el asombro: ¿cómo es posible que en 1961 fueran prohibidas aquellas imágenes de gente de pueblo cantando y bailando en la noche habanera?
El tímido deshielo del campo cultural cubano en los últimos tres lustros ha propiciado que después de décadas de silencio el caso de P.M. regrese al debate público. En el evento “Mirar a los sesenta”, organizado por el Museo Nacional de Bellas Artes en el verano de 2004, Ambrosio Fornet y Antón Arrufat ofrecieron interpretaciones contradictorias del mismo. Fornet sostuvo que aunque la prohibición del documental fue un error, su gran contribución al desarrollo de un cine cubano y latinoamericano le daba la razón al ICAIC en el conflicto de hace más de cuatro décadas. Arrufat replicó recordando, por un lado, que el instituto presidido por Alfredo Guevara no ha producido más buenas películas que las que pueden contarse con los dedos de una mano y cuenta en cambio con una nutrida historia de censuras; y, por otro, que es preciso comprender el incidente de P.M. situándose en su contexto y no desde el presente.
Los aplausos con que el público expresó su preferencia por este punto de vista confirmaron una obviedad que Fornet pasaba por alto: al margen de los méritos del ICAIC, ciertamente menores que los que afirman sus apologistas, no es lícito otorgarle el triunfo en una lid que nunca existió justamente porque su intervención frustró en 1961 el desarrollo del cine independiente que representaba el documental patrocinado por Lunes. Si es cierto que el ICAIC ha producido obras fundamentales, no lo es menos que su monopolio ha limitado decisivamente las perspectivas del cine cubano.
Puestos a justificar la censura, los del ICAIC se han prodigado en falacias y escamoteos. En la complaciente entrevista que le realizara Víctor Fowler, Julio García Espinosa asegura, por ejemplo, que el cortometraje no fue prohibido, sino que se le pidió a sus autores que aplazaran su exhibición, pues no estaba a tono con clima de euforia miliciana creado en respuesta a las agresiones imperialistas. El autor de Cuba baila afirma que lo que había detrás del conflicto es que los autores del documental y los del ICAIC eran de diferentes tendencias políticas: la de aquellos era la de Lunes, “en contra de la opción socialista” a favor de la cual estaban los del ICAIC. “Eran posiciones irreconciliables porque detrás de ambas posiciones estaba presente quien [sic] defendía y quien no la independencia del país.” Los de P.M. no vieron, según García Espinosa, que “la opción socialista era la única que garantizaba la independencia del país.” Pero, añade, el ICAIC no estaba formado solo por socialistas, e hizo un cine “diverso y auténtico”. “La vida nos dio la razón, entre otras razones porque los cineastas cubanos hicimos películas mucho más irreverentes que aquel pequeño documental de la discordia [...]”(Conversaciones con un cineasta incómodo, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello / Ediciones ICAIC, 2004.)
Las declaraciones de García Espinosa no hacen sino evidenciar que P.M. constituye no sólo el mayor desmentido a la tópica idea del ICAIC como uno de los espacios de tolerancia de la cultura revolucionaria sino el límite mismo del instituto presidido por Alfredo Guevara. P.M. no podía ser considerado “contraproducente” –como se afirma falazmente en la nota informativa incluida en el anexo, cuya autoría no se explicita– puesto que su objetivo no era hacer propaganda revolucionaria sino mostrar otra cara de la realidad cubana de entonces, la de la noche habanera con su música y sus bares. Es este propósito lo que marca la diferencia, y no, como afirma García Espinosa, una contradicción de partidos en relación al socialismo y la independencia nacional. En su intervención en la primera de las reuniones de la Biblioteca, Alfredo Guevara insistió en que “el Instituto del Cine no ha filmado hasta hoy un fotograma, que no ha filmado hasta hoy una secuencia, que no ha filmado hasta hoy un documental, un noticiero, una enciclopedia popular, o una película, que no haya tenido por intención, y que no haya tenido en alguna medida por logro, la defensa de la revolución cubana.” (Revolución es lucidez, Ediciones ICAIC, 1998.)
El conflicto no estaba, pues, entre los detractores y los partidarios del socialismo y la independencia nacional –que García Espinosa considera, muy a tono con el corrimiento ideológico hacia nacionalismo que ha experimentado el estado cubano desde 1989, como respectivos medio y fin– sino entre los de un socialismo libertario y los del realismo socialista. P.M. fue prohibida “por ofrecer una pintura parcial de la vida nocturna habanera, que empobrece y desfigura y desvirtúa la actitud que mantiene el pueblo cubano contra los ataques arteros de la contrarrevolución a las órdenes del imperialismo yanqui.” (“Acuerdo del ICAIC sobre la prohibición del film P.M.”) Parcial: este reparo refleja inequívocamente el principio totalitario del realismo socialista, explícito asimismo en los numerosos escritos de Guevara contra Lunes de Revolución, publicados en Cine Cubano y la Nueva Revista Cubana.
En su intervención del 17 de mayo de 1961 en la Biblioteca Nacional Guevara identificó completamente a P.M. con las poéticas “rebeldes” y “vanguardistas” de Lunes, que en su opinión no tenían, en el contexto de una sociedad socialista, otra función que la reaccionaria. Divisionista, confusionista y diversionista, el suplemento cultural de Revolución era portavoz del existencialismo, el surrealismo, la literatura norteamericana y el decadentismo burgués; y P.M. expresaba esa ideología “antirrevolucionaria” desde el momento en que, en vez de exaltar a las milicias, mostraba el abandono de la borrachera.
La prohibición del cortometraje, que propició el cierre de Lunes y el célebre discurso de Fidel Castro, constituyó, pues, el primer gran hito en el camino que condujo al Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el que se consumaría el triunfo del dogmatismo comunista sobre el espíritu “liberal” representado por el magazine de Cabrera Infante. Con sus múltiples episodios a lo largo de la década crucial que transcurre entre ambos parteaguas, era aquel el consabido drama de la revolución que devora a sus propios hijos pero también –conviene recordarlo– el de la victoria de una minoría hábilmente utilizada por un Castro más maquiavélico que jacobino.
No olvidemos que después de ser exhibida con éxito en el programa del canal 2 “Lunes en televisión” y confiscada por la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas cuando sus autores pretendieron ponerla en el cine Rex, P.M. fue visionada en una reunión en la Casa de las Américas por un amplio grupo de intelectuales y artistas que mayoritariamente la aprobaron con un gran aplauso. Que en el debate subsiguiente –el cual duró, según Orlando Jiménez Leal, diecisiete horas– Mirta Aguirre acusara violentamente de “budapestistas” a los autores del documental y advirtiera que en Hungría la contrarrevolución había empezado por los intelectuales refleja claramente que el antagonista de P.M. no era otro que el estalinismo.
Las reuniones de la Biblioteca Nacional indicaron que el curso de los acontecimientos iba definitivamente contra la libertad artística y por la subordinación de la intelligentsia. El miedo paralizó a una mayoría cogida en la trampa macabra del absoluto revolucionario, que dialogaba ahora no entre sí, como unas semanas atrás, sino con los miembros del gobierno. De aquellos tres encuentros de debate solo se divulgó, significativamente, el discurso de Castro. Los argumentos de los demás solo pueden ser reconstruidos fragmentariamente a partir de testimonios posteriores.
Hay dos de ellos que vale la pena recuperar. Según Jaime Sarusky, en la reunión de la Casa de las Américas “se dijo que, si en los periódicos había aparecido en esos días que dada la alegría y la exaltación del pueblo cubano ante el triunfo de la Revolución y todo lo que representaba se había triplicado la producción de cerveza, no se veía la razón para que se estuviera censurando la película.”(palabras suyas en la mencionada sesión del Museo Nacional) Franqui cuenta, por su parte, haber dicho a propósito de P.M. en la segunda de las reuniones de la Biblioteca que “para los cubanos la fiesta, la rumba, el amor, la pachanga, eran una manera de ser –la madre África–, pero estos acusadores eran blancos, católicos e inquisidores.” (Retrato de familia con Fidel, Seix Barral, Barcelona, 1981.) Contra la grave acusación de Guevara, Sarusky intenta salvar P.M. interpretándolo como un reflejo de la fiesta revolucionaria; Franqui, de algo tan entrañable como el carácter nacional.
El sordo contrapunteo del cambio histórico y la idiosincrasia nacional está justo en la base de los discursos fundamentales de una década marcada por el fantasma de P.M. A propósito podemos destacar, por ejemplo, las observaciones de Waldo Frank en “El rostro de Cuba”, ensayo testimonial escrito en 1960. En el Círculo Social Obrero Cubanacán, antiguo club Biltmore, se recrean los trabajadores en los espacios antes reservados a la alta burguesía, pero a pesar de que beben hasta tarde, Frank apunta que no vio “a nadie con aspecto de estar embriagado. Quizás otra embriaguez defendía a estos bañistas”. Cuenta cómo en algún momento el grupo, en su mayoría jóvenes, empieza a cantar. Aparecen guitarras, bongoes, trompetas.... Varias parejas comienzan a bailar. Observa: “es una forma de danzar típicamente cubana, un paso que el titubeo disimula y que de pronto se define, pero con una violencia contenida. Hay una famosa cantante de cabaret en La Habana, que se llama La Lupe, que se arroja en un orgasmo de movimiento. Pero la Lupe habla por una Cuba decadente cuyos sentidos expresan frustración. Esta escena de trabajadores cubanos y sus hijos es más típica y su alegría se contiene con el sentimiento omnipresente de que la vida es trágica.”
El contraste señalado por Frank es, en mi opinión, muy significativo. La Lupe, exiliada en los primeros años de la década y hoy convertida en mito de La Habana libérrima de 1959, refleja un decadentismo que la nueva Cuba supera. Auténtica y teatral, la Yiyiyi se arrancaba la peluca, golpeaba al pianista, se arañaba a sí misma. Semejante violencia representa esas neurosis y psicosis que el intelectual norteamericano no aprecia ahora en el club obrero. La alegría está aquí contenida por la conciencia de la amenaza imperialista; en vez de la borrachera del alcohol, prima otra embriaguez que los salva del vicio: la fraternidad revolucionaria. “No bailan para revelar su unidad social: la unidad es la base, la premisa de la danza.” (énfasis de W.F.)
¿No recuerda en algo esta frase a aquellos versos de Lezama que rezan: “El salón de baile formaba parte de lo sobrenatural que se deriva / Bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos”? Los mismos se encuentran en un poema –en “El coche musical”, publicado, por cierto, originalmente en Lunes– donde Lezama evoca aquellos primeros años de la República en que la orquesta de Raimundo Valenzuela tocaba sus danzones en el habanero Parque Central. Tal parece como si el triunfo revolucionario, percibido por los origenistas católicos como una auténtica resurrectio magna religiosa, hubiera recuperado, a partir de la destrucción de la República del vicio y la miseria, algo de la armonía primigenia, una graciosa unidad en la que Lezama podía entrever el orden católico de la participación y no ese avatar del estoicismo que seguramente era para él el existencialismo triunfante en las caves del Vedado.
A un paso de la interpretación metafísica del cambio histórico que encontramos en los escritos apologéticos de Lezama está el kitsch comunista, que se va imponiendo poco a poco a lo largo de la década de 1960. Revelador es, a este respecto, un libro testimonial poco conocido donde la Revolución viene a redimir moralmente a un hombre que, “aturdido por una época, acosado por un mundo de incomprensiones” había buscado “la evasión en el alcohol”. En Los dioses mendigos, publicado en 1965, Ramón Becali considera a la Revolución es “el medicamento heroico para salvarlo de la ruina”, y no deja de plantear la interrogante: “¿se acabarán alguna vez los borrachos? ¿Siempre existirá quien le plazca mancillarse y revolcarse en el cieno? El vicio es como un pantano... cuanto más se mete uno en él, peor es el fango. Pero un pueblo que proscribe la vagancia, ama el trabajo y edifica un futuro mejor, nos hace abrigar la esperanza de una generación sana y limpia de cuerpo y alma.”
En tiempos de kitsch comunista, todo es, por decreto, sano, positivo. Todo unidad y felicidad. Recordemos, a propósito, la polémica en torno a la canción de Ella O’Farril “Adiós felicidad”, cuestionada en 1963 por aquellos que sostenían que nadie podía ser infeliz en la sociedad socialista y que por tanto el único estado de ánimo aceptable era el optimismo. “Juremos en este día, juremos... ser felices”, había dicho en la Francia del culto a la Diosa Razón el revolucionario Claude Fauchet.
En una nota de la sección “En Cuba” de la Bohemia del 28 de febrero del propio 1960 puede leerse, a propósito del carnaval de ese año, que “Ante la faz del mundo, desdeñosa de insidias y calumnias, la revolución cubana hace una breve pausa para gozar su alegría reconquistada, entre dos jornadas de inmensa labor reconstructora.” De su documental sobre este carnaval del 60 Fausto Canel recordaba, por su parte, que “fue concebida también como una película de atmósfera: la atmósfera violenta del carnaval habanero y la atmósfera atávica de la Habana Vieja de noche. Su función es una función turística: mostrar la realidad de unas fiestas y la amabilidad de una ciudad al posible visitante extranjero. Pero también tenía una intención política: mostrar un pueblo que goza en contra de las mentiras sediciosas del enemigo de afuera y mostrar la alegría del momento en comparación con la fingida alegría de los carnavales de otras épocas.”(“Dos años de cine”, Lunes de Revolución, 27 de febrero de 1961.)
En mi opinión hay entre ambos propósitos cierta tensión que el cineasta no advierte o pretende conciliar, y que corresponde a los cambios que en momentos tan críticos experimenta el propio carnaval. La “intención política” refleja el nuevo sentido de la fiesta como acción de gracias a la Diosa Revolución; la “función turística”, en cambio, remite a la noción tradicional del carnaval caribeño: violencia y atavismo en una exótica Habana para consumo del turista extranjero. A medida que a lo largo de la década el proceso se radicaliza en sentido comunista, el carnaval tradicional va siendo desplazado por su versión “revolucionaria”, mientras se pierde la atmósfera “atávica” de La Habana y el turismo al que se refiere Canel es sustituido por uno de nuevo tipo: el turismo revolucionario de los fellow travelers que encuentran en la cubana revolución del Tercer Mundo una alternativa libertaria al modelo soviético del Segundo.
Es justo en el momento de esplendor de las peregrinaciones a La Habana, hacia fines de la década, cuando se consuma el proceso de desnaturalización de los carnavales. Si en 1959 habían sido percibidos como una pausa en el empeño desarrollista y el año siguiente interrumpidos por el luto nacional decretado a raíz del atentado al vapor La Coubre en el Puerto de La Habana, diez años después fueron desplazados al verano para no paralizar la Gran Zafra, enajenándolos del todo de su sentido católico de celebración anterior al ascetismo cuaresmal.
Las disposiciones que en 1968 prepararon la movilización total de los años “del Esfuerzo Decisivo” y “de los Diez Millones” podrían verse, a propósito, como la más nítida expresión del esfuerzo gubernamental por imponer radicalmente a lo largo de la Isla la modélica escena descrita por Waldo Frank. Si este notaba que los obreros, aunque bebían, no llegaban a emborracharse toda vez que otra embriaguez, la revolucionaria, los mantenía resguardados, ahora el estado protegería a los ciudadanos de la “curda” prohibiendo, en nombre de la Revolución, el expendio de alcohol. El 13 de marzo, en el discurso que dio inicio a la Ofensiva Revolucionaria Castro no anunció sólo que, como parte de la cruzada contra los últimos reductos de propiedad privada, se intervendrían los bares privados; afirmó que “mientras menos bares queden, privados o públicos, mejor”. Dos días después declaraba en otro pedagógico discurso que se habían clausurado todos los bares pues no había que promover la “borrachera, sino el espíritu del trabajo”.
Junto con la defensa nacional, la productividad determina una movilización total de la vida que criminaliza el gasto de energía de la borrachera. De un lado: la zafra de los 10 millones –“algo más que una meta económica (...) una cuestión de honor para esta revolución”; del otro, cuestiones menos “vitales”, el ocio y la recreación han de quedar reducidos a espacios bien delimitados como los clubes obreros. El costado evidentemente fascistoide de semejantes decretos no sólo radica en su mística de la milicia y, sobre todo, del trabajo, sino también en el propósito de integrar toda festividad a la ideología. Nada debe dejarse a la iniciativa individual en una sociedad cohesionada por la nueva religiosidad revolucionaria. Nada al margen de la férrea economía de la defensa y la producción.
Hay aun otro punto fundamental que relaciona la prohibición de P.M. con estos fundamentales discursos de Castro: su señalamiento de La Habana como foco fundamental de las “debilidades burguesas.” Algo parecido hallamos en el prólogo a El derrumbe, de José Soler Puig, donde Portuondo, aludiendo claramente a Lunes, critica el “esnobismo y la blandenguería” de los círculos intelectuales habaneros y anuncia que la verdadera literatura de la Revolución vendría de las provincias orientales. Más que la ideología revolucionario-conservadora de “la tierra y la sangre”, nutrida desde luego del anatema bíblico a la urbe pecaminosa, lo que parece subyacer a estos señalamientos del Comandante y su comisario es el deseo comunista de superar de una buena vez la diferencia entre el campo y la ciudad, que los camaradas Mao y Pol Pot llevarían a extremos inimaginables.
El resultado es, en todo caso, la provincianización de la ciudad capital y la destrucción total de la vida nocturna registrado por Sabá Cabrera y Orlando Jiménez en los primeros meses de 1961, justo cuando la invasión de Girón propiciaba la generalización del terror revolucionario. P.M. parece tener, entonces, algo de réquiem; como si a la objetividad del free cinema subyaciera algo del ansia romántica por captar lo que cede bajo la rueda de la historia. El documental más célebre del cine cubano es también un testimonio de ese momento único –intempestivo diríamos– en que el pueblo se había sacudido la abominable tiranía de Batista y la nueva, más larga y oprobiosa de Castro no había comenzado aun.
Memento de ese instante en que el sueño se trueca en una pesadilla de la que aun no despertamos, P.M. puede hacernos recordar la percepción de Lorenzo García Vega de la historia de Cuba como una especie de “churumbela onírica”. Décadas de dictadura en nombre de la Revolución han convertido la alegría del triunfo de enero y la juerga en los bares del Muelle de Luz y los cabarets de la Playa en algo tan inconsistente como una churumbela onírica. De cierta manera, han transformado la realidad en ficción. ¿No es cierto que mucho de P.M. semeja un sueño: el blanco y negro, la sucesión de situaciones sin progresión dramática, las luces y el sonido de fondo? Esas botellas en los bares son de un ayer soñado. Esos negros vestidos con traje, ¿cuándo existieron?

Leopoldo Avila contra Virgilio Piñera

Para seguir con Piñera, aquí va un artículo poco conocido de “Leopoldo Ávila” (¿Pavón, Portuondo...?), publicado en el número 47 de Verde Olivo (28 de octubre de 1968), inmediatamente antes que los cuatro que Lourdes Casal recogió en su libro sobre el caso Padilla. Encontramos en esta impugnación de Dos viejos pánicos los típicos argumentos del dogmatismo marxista, que ya en la revista Nuestro tiempo habían cuestionado duramente otras obras de Piñera como La boda y la propia Electra Garrigó. Pero ahora, luego del triunfo de la Revolución, el escritor tiene, desde el punto de vista de la paideia marxista-manualista, menos excusa que entonces: su obra no refleja la nueva sociedad sino las frustraciones de la vieja. Había, claro está, una cierta relación entre el miedo y la angustia de Dos viejos pánicos – la última obra de Piñera publicada aunque no estrenada en vida- y la sociedad revolucionaria, pero reconocerlo era reconocer el carácter policíaco y burocrático del estado socialista. Esa cara oscura, la del despotismo y la delación –anverso de la combatividad y el heroísmo destacados por Leopoldo Avila- sería oblicuamente reflejada por Piñera en el teatro que escribió durante su largo ostracismo, piezas donde el miedo y la atmósfera sofocante de esos años se expresaba en el mejor estilo del siglo: absurdo, experimentalismo, teatro de la crueldad...


"Dos viejos pánicos"

Hace casi diez años, cuando Virgilio Piñera publicó su “Teatro completo”, hizo curiosas reflexiones en torno a “Electra Garrigó”. Según él, la obra anticipaba a Ionesco: el empleo del teatro absurdo –que así inició entre nosotros su ya larga y no siempre afortunada historia– no le venía de la imitación de modelos consagrados en el extranjero, sino como lógico fruto de la sociedad cubana, que era, para esa fecha, realmente absurda. De aquella sociedad Virgilio se defendía con el absurdo, con el tirar a broma y ridiculizar lo existente. Y añadía: “No cabe duda de que si al nuevo escritor surgido de la Revolución se le ocurriera revivir una vez más la tragedia de Sófocles, lo haría muy diferentemente a cómo yo lo hice, como que partiría de una afirmación, en tanto que yo partí, tuve que partir, de una negación”. Y en otro punto: “Esta hazaña (la Revolución) se cumplió en el 59. En cambio yo escribí Electra en el 41. En dicho año estábamos bien metidos en la frustración, nada anunciaba la gesta revolucionaria.”
Sin embargo, diez años después, cuando la sociedad cubana no es la absurda donde Virgilio inició su obra, sino la sociedad revolucionaria donde las publica, el dramaturgo sigue usando parecidos recursos, los mismos resortes de antes, sigue tan metido en la frustración como en la época de su primer estreno. Es como si el tiempo no hubiera pasado; este tiempo tan cargado de acontecimientos, de combates, de esfuerzo y heroísmo que son diez años de Revolución.
“Dos viejos pánicos” es una obra cerrada, sin esperanzas, asfixiante. Si se tratara de un simple ejercicio para artistas, no habría nada que objetar. Pero pretende algo más que eso y ahí, en sus pretensiones, es donde falla. Tabo y Tota, cercanos a los sesenta años, sienten que sus vidas desembocan irremediablemente en la vejez y en la muerte. El horror les sacude y se aferran a una existencia que no es mejor que la muerte. El miedo mueve sus actos, sus palabras; miedo a la muerte, miedo a la vida, miedo al miedo, miedo a un mundo donde los hombres se dividen en “los que meten miedo” y “los que tienen miedo” y tanto unos como otros, sienten igual temor. Miedo a una sociedad donde la policía acecha, donde se presentan planillas sin sentido, cuyas respuestas se conocen de antemano.
Tabo se entretiene recortando -matando- las caras de la gente joven que aparecen en las revistas, Tota prefiere el juego macabro de hacerse la muerta –“los muertos no temen a las consecuencias”- y ofender a Tabo o mostrarle el espejo.
Los personajes no se salvan de ese miedo que los rodea:
Tota: -- Vamos, cretino. Vuelve a tu materia. Ahora estamos vivos, ahora hay que vivir, tomar la píldora, dormir, despertar, y tener miedo y jugar y volver a dormir y volver a despertar...
Tablo: -- (Hace un gesto de repugnancia). Tener que despertar y tener que vivir con este miedo y tener que jugar para no tenerlo y cuando juegas lo mismo tienes miedo y no entiendes nada de lo que te pasa y sólo sabes que el miedo está aquí (Se toca la cabeza) o aquí (Se toca el estómago)...
Si uno se pregunta de dónde sale tanto miedo y trata de explicarse esta obra, teniendo en cuenta el medio social revolucionario en que se produce, no va a encontrar respuesta posible. Nada más lejos de la Revolución que esa atmósfera, sin salida posible, en que Virgilio Piñera ha volcado sus pánicos. La nueva sociedad no ha influido en la obra, no ha sido por lo menos, entendida, por un autor, que se aferra a viejas frustraciones que carecen de razón. Ni siquiera una ráfaga del mundo nuevo entra en el viejo mundo de Piñera. Su frustración se amarra de tal manera a sí misma que la obra resulta extemporánea, totalmente ajena a nosotros, extraña a esa manera de hacer cubanos que Piñera ha defendido alguna vez como características de su teatro.
Desde este punto de vista, parte hoy, como ayer, de una negación. Es curioso que Piñera, para quien se reclama el honor de haber hecho teatro absurdo antes que Ionesco, ahora repita lo que no es más que el reflejo artístico de una sociedad decadente en medio de nuestra sociedad. Por este camino sólo lograremos en arte el nivel de copiadores asombrados del último grito europeo y ofrecer el contradictorio espectáculo de una Nación en posiciones de vanguardia y un arte a la cola imitadora del arte del decadente capitalismo mundial.

miércoles, 7 de febrero de 2007

El triunfo de la Revolución, visto por Piñera

En el último número de Ciclón, en mayo de 1959, Piñera publicó este interesante testimonio sobre el triunfo de la Revolución. Leído hoy, ese "minuto sagrado" en que el pueblo se apoderó de la ciudad fue el momento único en que la nueva dictadura no había comenzado pero ya se forjaban sus mitos: esos anácronicos capitanes que parecían salidos de otros tiempos más románticos, batallas legendarias y cuadros de grandes pintores. Insospechadas serían, para todos, las consecuencias de aquella portentosa inundación del 1 de enero de 1959: como Saturno, la Revolución devoraría a sus propios hijos, arrasando, al fin, con el propio Piñera, que habría de experimentar en carne propia una "muerte civil" mucho peor que la indiferencia que rodeaba a los escritores en la República. Pero eso sería después; en los primeros días de enero, cuando Piñera reivindica la utilidad de los escritores, la Revolución era, para muchos, una promesa de vita nuova, en la que no se adivinaban los círculos del infierno.



La inundación

Virgilio Piñera


La Habana era un cementerio la noche del treinta y uno de diciembre. Excluyendo a los bien enterados (no creo que muchos) el resto de la Capital no sospechó que Batista huiría esa noche. La expectación (sin duda, fue una noche expectante) no era el resultado de una corazonada, es decir, presuponer que el Gobierno "haría sus maletas", mas por el contrario el resultado de una interrogación: ¿seguiríamos padeciendo a Batista a todo lo largo del año que ya se nos encimaba? Cinco minutos antes de las doce, dejamos el partido de canasta, y abrimos la sidra. Digan lo que digan, el habanero no combatiente descorchó y brindó por el nuevo año. No por ello habrá que anatematizarlo. El hecho de tomar una copa en circunstancia tan dramática contribuía a hacer más patente el drama que estábamos viviendo. Grité fuerte al hacer mi brindis: ¡Viva la Revolución! No lo hacia tanto por espíritu de bravata como porque en tal grito iban implícitos confianza y esperanza. Entre los que luchaban con exposición de su vida por la libertad de Cuba y los que anhelábamos dicha libertad había la íntima conexión de este grito ¡Viva la Revolución!, que horas más tarde se anunciaría triunfante.
Después, salimos a la calle. El reloj marcaba las doce y media. En 12 y 23, las gentes se mostraban silenciosas, a mil leguas del bullicio que significa una noche de Año Nuevo. Al pasar por la Avenida de los Presidentes, vimos pasar a gran velocidad varios autos del Gobierno. Dijimos: "Esta gente es la única que se divierte esta noche". Ni por un momento sospechamos que ya estaban huyendo.
De esta huida desenfrenada hay docenas de anécdotas. Sean ciertas o inventadas (para el caso es lo mismo) hay una que con el decursar del tiempo será antológica. La escena tiene lugar en casa del Presidente del Tribunal de Cuentas. Este señor daba una gran fiesta para despedir el siniestro 1958 cubano. Cien parejas invitadas. Ríos de champán y, presumiblemente, pases de cocaína. Rumbas frenéticas y lánguidos calipsos. ¡Después de mí el diluvio! Es decir, la Revolución. En efecto, a las cinco de la madrugada un amigo telefonea al dueño de casa para confiarle que Batista acaba de huir. Pero ocurre que el Presidente del Tribunal de Cuentas está tan borracho que toma la advertencia por broma, la tragedia por comedia. Y vuelve al salón y cuenta el chiste del amigo. Uno de los invitados, menos borracho, no toma la cosa tan a broma. A su vez, llama por teléfono, confirma la noticia -“Mane, Theces, Phares" reaparece al cabo de los siglos, en un palacete del Country. Desbandada general: las mujeres chillan, dejan olvidadas sus estolas y sus capas de visón; todos corren en busca de sus autos; los confundidos, se pisotean unos a los otros, se lanzan miradas de reproche, y todo eso a las cinco de la madrugada, es decir, con los restos de la noche y la terrible claridad de un día ominoso para ellos.
Y comenzó la inundación. Al principio, y a pesar del ímpetu avasallador que llevaba en si misma, se mostró como ese hilo de agua, rápido y zigzagueante, pero que al mismo tiempo el pie de un niño podría desviar de su curso. Cada cual, si no es inhumano, tendrá su opinión sobre las revoluciones. La gama es variadísima. Para éste habrán alcanzado su punto alto en el momento de la lucha clandestina; para aquél, cuando tengan cumplimiento las conquistas sociales por las cuales los hombres lucharon al precio de su vida. Para mí, que no puedo dejar de ser poeta, cuando el pueblo, como río desbordado se lanza a la calle con furia incontenible. A esto se podría llamar la "oportunidad del pueblo". Esta oportunidad se caracteriza, de un lado por la fraternización; del otro por el espíritu vindicativo. No bien la radio confirmó que Batista había soltado el Poder (es el verbo que conviene pues hubo que arrebatárselo de las manos) el pueblo se lanzó a la calle. Todo aquello que significó expoliación, es decir: parquímetros, casas de juego, vidrieras de apuntaciones: todo lo que traducía la opulencia insolente de los batistianos: residencias, clubes, fue tirado patas arriba, quemado. Cada treinta, cuarenta o cien años el pueblo es, por unas horas, el dueño absoluto de la ciudad. Durante esas horas el pueblo es amo omnímodo, con plenos poderes, con derechos de horca y cuchilla. Es un espectáculo grandioso por cuanto ve plasmarse inopinadamente ese sueño de Poder que él, también, quisiera detentar. Vi en la esquina de Carlos III e Infanta a dos hombres que desviaban los vehículos a su entero capricho. Había mucho de infantil en este juego pero también la añoranza en pequeño del gigantismo del Estado. Una mujer gritaba como poseída: "Yo hago lo que me sale del ... ", y lucía tan majestuosa e imponente como Isabel I mandando a decapitar al Conde de Essex. En el bar "Rock and Roll" (calzada de Ayestarán) vi a un nuevo Atlas coger la caja contadora y hacerla pedazos contra el suelo. Billetes y monedas saltaron alocadamente, pero ninguno de esos dioses justicieros osó apropiárselos. He ahí la honradez de un minuto sagrado. Como el cubano no es solemne no pasó, por ejemplo, lo que en Argentina a la caída de Perón. Allí la gente se abrazaba y besaba ceremoniosamente en las calles. Acá la gente se quitó la losa del pecho a grito pelado y no tuvo que llegar al acto de abrazar y besar pues nuestro pueblo está continuamente abrazando y besando con la mirada.
Y de pronto surgieron los milicianos. En este sentido, tuvimos sorpresas que llegaron hasta la estupefacción. Un mecánico que vive en el apartamento contiguo al nuestro bajaba las escaleras con el brazalete del M 26-7 y un revólver al cinto: como siempre lo había visto con otra clase de hierros, no podía dar crédito a mis ojos. Después supe que había expuesto su vida cien veces, que en su casa se confeccionaban brazaletes, tenían lugar reuniones secretas. Yo estaba maravillado. No pasaba un minuto sin que éste u otro “inofensivo" vecino de mi barrio apareciera armado hasta los dientes. He aquí la hora solemne del darse a conocer: "¿Pero tú también estabas metido en esto? Nunca lo hubiera sospechado... ¿Te acuerdas de mi hermano de quien te dije que estaba en Nueva York? Pues entérate ahora que estaba escondido en casa de mi sobrina". Y así por este tenor. Como si hubiera llegado la hora del juicio Final y todos nos reconociéramos. La gente más insospechada, esa de la que pensábamos que se limitaba a soportar la dictadura con los brazos caldos, surgía de todas partes al conjuro de Revolución -palabra mágica. Se contaban estos milicianos por centenas. La noche del día primero me ocurrió una pequeña aventura con ellos. Debido a la huelga general, declarada en horas de la mañana, me vi obligado a caminar desde mi casa en Ayestarán hasta el Parque Central. Al llegar a la esquina de San Rafael y Amistad, un miliciano me pone su fusil en las manos y me ruega tome su lugar hasta tanto él pueda regresar. Me ha confundido con uno de sus compañeros, pues llevo una camisa negra con adornos en rolo. Maquinalmente tomo el fusil y hago mi posta de veinte minutos. Como parece que las acciones bélicas no están escritas en el libro de mi vida, estos veinte minutos transcurren plácidamente. Sin embargo, yo me sentía en "situación". Me vino a la mente los paseos que Hugo cuenta en su Journal con ocasión de la Comuna de París en 1871. Aquí también, en la ciudad de la Habana, en una isla del Caribe, salía a respirar, a pleno pulmón, el aire de la libertad, y por supuesto, el olor de la pólvora.
En La Habana había tanta expectación por ver a los barbudos como aquella de los siboneyes cuando el desembarco de Colón. ¿Qué es un barbudo? -se preguntaban los habaneros con la misma curiosidad con que un romano de la decadencia se preguntaba: ¿qué es un bárbaro? El día dos de enero la Habana esperaba a sus barbudos, pero a diferencia de la atribulada Roma, los esperaba con los brazos abiertos.
¿Qué es un barbudo? habrá siempre que insistir sobre la pregunta. Y la respuesta nos pasma de asombro. Un barbudo --Fidel Castro-- no es ni más ni menos que Napoleón durante la campaña de Italia. ¿Y quiénes son Raúl Castro, Camilo Cienfuegos, Ifigenio Almejeiras, Che Guevara sino pura y simplemente Ney, Oudinot. Lannes, Massena, Soult...? En un siglo de guerras nucleares, los grandes capitanes no son concebibles. Sin embargo, Fidel Castro y sus lugartenientes, aunque parezcan anacrónicos, resultan tan reales y efectivos como la bomba atómica. Fidel desembarcando en las playas de Oriente es Napoleón mismo desembarcando en el go1fo Juan, es decir, el águila, "volando de campanario en campanario hasta París".
Al mismo tiempo los barbudos concentran sobre ellos la atención mundial. Para empezar: relegan el yulbrinismo a un plano muy secundario. Abundancia capilar, condottieri, César Borgia, Renacimiento... A propósito de esto: edades del mundo y cuadros de grandes pintores deambulan por las calles habaneras. Los tiempos bíblicos con Jesús y sus doce apóstoles, juntos o desperdigados, podemos verlos en la esquina del Hilton. Hay también Botticelli, Ticiano, Andrea del Sarto, Piero de la Francesca, Rembrandt y Durero... He visto en San Lázaro e Infanta a uno de los músicos del “Concierto Campestre" de Giorgione: un barbudo que frisa en la cincuentena puede ser perfectamente el autorretrato de Leonardo y ese otro "barbudo" lampiño de apenas quince abriles el de Rafael. Y todo esto al estado puro sin afectación, con maneras encantadoras y sin nada de la insolencia del "Miles Gloriosus".
Como era de esperar, esta inundación trajo la otra. Visto la circunstancias en que se produce (y de hecho se produce con cada cambio de gobierno) yo la llamaría la "inundación patética". Me refiero a los burócratas -posesionados o sin posesionar. Patetismo en los que tratan de retener su cargo: patetismo en los que luchan por encalarse. Común denominador de ambas falanges: guerra de nervios. De paso diré que uno de los "Doce Trabajos de Hércules" de la Revolución será el exterminio del monstruo de la Burocracia. Porque sucede que todos esperan todo del presupuesto nacional. Esta guerra de nervios se significa por intrigas, por bajezas, por lo que en lenguaje popular se denomina "empujadera", y también por humillación, por fracasos y por terrores ante el desempleo.
En sus aguas revueltas la gran inundación burocrática trae la fauna más variada: peces grandes y chicos, pulpos, pirañas devoradoras y ávidos tiburones. También tipos que nos recuerdan personajes célebres: el "judío Errante", "Falstaff”, “Tartufo", "El Buscón", "El Lazarillo de Tormes"; ranas de charco a granel. Madame de Maintenon a medio la docena, Saras Berhnard a tres por un centavo y Marylines Monroe regaladas. Este el aspecto cómico. El trágico se da en diálogos como el siguiente: "¿Desde cuándo viene usted al Ministerio? Pues vengo desde el primero de febrero" "¡Qué diré yo entonces, que vengo desde el 10 de enero! "¿Tiene esperanzas?" No crea, las estoy perdiendo: todos los días lo mismo, es decir "vuelva mañana, lo suyo camina..,"
¿Y qué decir de las caras? Reflejan atroces sufrimientos. Ese mismo sufrimiento de quien estando en un barco a punto de hundirse, no cuenta entre los elegidos a ocupar un espacio en los botes. Un viejo burócrata acostumbra pararse horas enteras debajo del arco de una escalera. Como el arco es demasiado bajo, el pobre viejo debe mantenerse encorvado, y esta posición parece la definición de la culpabilidad. Se comprenderá que altas razones de estrategia lo fuerzan: frente al arco de la escalera se ve una puertecita por la que saldrá, en el momento oportuno (Dios mío, ¿cuándo es el momento oportuno?) el personaje que tiene en sus manos (o que el pobre viejo se figura que está en ellas) su salvación. También escucho cuando una jovencita dice con cara despavorida a una amiga: "Te juro que hoy es el ultimo día que piso este Ministerio". Y todo este juramento y otros para volver al día siguiente, a las mismas sonrisas serviles, a las mismas puertas, a la misma desesperación. Este ejército encogido, este ejército con el arma precaria de la imploración defiende una causa, que las más de las veces, está perdida de antemano. Y detrás de todo esto; de la pulcritud de las ropas, lograda, Dios sabe a qué precio; de la falsa sensación de seguridad; de la obstinación en no darse por vencido, está el Hambre, el desamparo, la frustración y a veces, hasta el suicidio.
En estos días del triunfo revolucionario -mitad paradisíacos, mitad infernales- no podían faltar en la gran inundación los escritores. Me sorprendió grandemente que en vez de una gota de agua aportaran Nilos y Amazonas... No podía dar crédito a mis ojos. ¡Cómo! ¿Dónde yo contaba diez o doce habría que contar doscientos, acaso quinientos o quién sabe si mil? La inundación ilustrada (o la ilustración inundada, léase como se quiera) anegó en su mar de tinta las planas de los periódicos: en estos días se ha hecho más "literatura" en Cuba que en una década ¡qué digo! que en cincuenta años de República. No hay que aclarar que estos escritores son poetas de la Revolución o prosistas de ella, y la clandestinidad de sus escritos (salvo contadas excepciones) data del primero de enero. Y como es de esperar, también son ellos los que más ruido hacen, los que más exigen y los que más poder tienen. Este tipo de escritor, que de hecho es todo una fauna singular, lo es de pasada. Su verdadera personalidad habría que buscarla en el periodista o en el profesor. Dedicación máxima a lo uno o lo otro, y mínima al ejercito de la literatura. En tal sentido hemos visto, en estos días de inundación, hechos memorables. En una asamblea tenida en la Sociedad Lyceum llevaron la voz cantante, poniendo de manifiesto que en Cuba significa la misma cosa el escritor con obra hecha que el escritor sin ella; que la audacia es factor decisivo sobre la calidad; que ser escritor y nada más que escritor, es la negación de todo crédito, y que los empeñados en serlo tendrán la más amarga de las muertes: la muerte civil. Y tanto el verdadero escritor no significa nada en nuestro país que en una Mesa Redonda, promoteada (el adjetivo es atroz, pero hay que estar a tono) por el Canal Doce, sus integrantes eran: un profesor, una profesora y cuatro periodistas. El tema a discutir: Defensa de la Cultura. Revelador, no es cierto. ¿Así que ningún escritor? ¿Pero ni uno solo? Sin embargo, como tenemos fe en esta Revolución pensamos que ella no es niveladora de un plano único, y que las cosas, en el literario se podrán en su punto. El buen escritor es, por lo menos, tan eficaz para la Revolución como el soldado, el obrero o el campesino. Sépase, pues, de una vez por todas.

martes, 6 de febrero de 2007

La memoria, en los libros de la Revolución (VI y final)

Después de la caída del Muro de Berlín, el nacionalismo desplaza al marxismo como base de la ideología del estado. La conferencia "La nación y la emigración", celebrada en La Habana del 22 al 24 de abril de 1994, estableció con claridad los lineamientos del discurso oficial de estos años. Al tiempo que garantizaba, según la Editora Política, la "continuidad y coherencia de la política de la Revolución hacia la emigración", el evento se proponía "alentar acciones constructivas de los emigrados sobre la base de una plataforma común para todos los cubanos de buena voluntad." Nada más falso que lo primero, pues, como se sabe, esa política cultural ha estado marcada por la real politik: todo menos coherencia o continuidad hay en la conversión de los "gusanos" en mariposas. Es evidente que el nuevo acercamiento a la diáspora obedece a la crisis, ideológica tanto económica, en que ha caído el estado luego del desplome de la URSS. Este libro, publicado por la Editora Política en 1994, incluye, además del discurso de apertura del evento, pronunciado por Roberto Robaina, dos conferencias importantes: "Cuba: el sistema de los poderes populares", de Ricardo Alarcón, y "Cultura, cubanidad, cubanía", de Abel Prieto. La primera desarrolla la tesis de que en Cuba existe una "democracia participativa", distinta y superior a las democracias representativas de Occidente. En la segunda, el entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba reconoce los "errores" cometidos en décadas anteriores y legitima “un programa acertado de rescate, para el patrimonio vivo de la nación, de obras básicas de la cultura cubana, que implica independizar la posición política del individuo de los valores de su obra y de sus aportes culturales.” Pero esta cubanía tiene límites: "Un anexionista puede sentirse cómodo en la cubanidad de periferia, y puede incluso enriquecerla con bromas y textos antológicos; pero le está vedada la cubanía más honda, la cubanía de la resistencia, la que acumula creación y espíritu para la patria." Se refiere, claro está, a Guillermo Cabrera Infante.

Ideólogo estrella del “período especial”, Cintio Vitier representa meridianamente la confluencia del culto a la identidad nacional y la deslegitimación de la crítica intelectual. Su discurso, abocado al “redescubrimiento de la originalidad nacional de la Revolución Cubana” y a la apología de lo que Lezama llamara “pobreza irradiante”, viene a relevar, en estos años de aperturas y confluencias, al maltrecho dogmatismo marxista en la desautorización de la crítica en tanto imprescindible función específica de la inteligentsia. Así lo evidencian los ensayos reunidos en Resistencia y libertad (Unión, 2000), escritos entre 1992 y 1994 y ampliamente difundidos en los medios cubanos, que constituyen una de las más significativas legitimaciones intelectuales de la dictadura poscomunista. Vitier los presenta como “testimonios cubanos de la creciente agonía mundial de estos años noventa”, pero es obvio que de la agonía que se trata es de aquella que diferencia a Cuba, pedazo sobreviviente del muro de Berlín, del mundo nacido con el fin de la guerra fría, donde el triunfo inequívoco del capitalismo sobre su enemigo comunista propicia la proclamación neoliberal del “fin de la historia”. Precisamente a esta tesis, epítome de cierto Zeitgeist posmoderno, Vitier opone una defensa de la tradición de utopías hispánicas que, en su opinión, la Revolución Cubana culminaría. La crítica católico-nacionalista del american way of life y el rechazo reaccionario del mundo convertido en “una selva tecnológica”, se acompaña en el discurso de Vitier de la celebración de lo que él llama la “modernidad otra”, aquella que, prefigurada en Dante y encarnada en Martí, distingue a Nuestra América y desde luego a Cuba. Si la modernidad europea y norteamericana, de la que el posmodernism no es negación sino último avatar, se define por la crítica, la nuestra lo hace por la creación y la poesía actuante en la historia. De aquí a desautorizar la crítica con un argumento tradicionalista hay solo un paso que Vitier no duda en dar, evidenciando, una vez más, el fondo de conservadurismo que sustenta su pensamiento desde que en los años cincuenta fundamentara su poética de inspiración católica, “antimoderna”, en el rechazo de la tendencia crítica, analítica y escéptica de la modernidad occidental. Entre las intervenciones compiladas en este librito vale destacar "Algunas reflexiones en torno a José Martí"(1992), "Resistencia y libertad" (1992), "Discurso de la identidad" (1993) y "Martí en la hora actual de Cuba" (1993).

domingo, 4 de febrero de 2007

La memoria, en los libros de la Revolución (V)

Los años 80 fueron años de cierto "deshielo" implementado por el Ministerio de Cultura bajo la dirección de Armando Hart, y también de balance. La compilación Revolución, letras, arte es ejemplo de ello. Publicada por Letras Cubanas en 1980, el año del segundo congreso del Partido Comunista de Cuba, lleva en su portadilla un lema de ese evento: "La fuerza del Partido radica en su vinculación estrecha con las masas". El tomo incluye escritos considerados "propiamente exposiciones de nuestra política cultural", así como otros que "se refieren a diferentes manifestaciones del arte y las letras cubanas en su decursar histórico." Abre, desde luego, Palabras a los intelectuales (1961), sigue El socialismo y el hombre en Cuba (1965), luego viene Problemas del arte en la Revolución (1967), diálogo entre Carlos Rafael Rodríguez y estudiantes de la ENA; después el Discurso en la clausura del II Congreso de la UNEAC (1977) de Hart. No falta el Itinerario estético de la Revolución Cubana (1975), donde José Antonio Portuondo escribe la historia desde el punto de vista de los vencedores de 1971 (los marxistas dogmáticos), sentando un canon que no sería realmente cuestionado hasta que a raíz de la caída del muro de Berlín resurgen los marginados y empieza a hacerse otra historia.



La antología en cuatro tomos Pensamiento y política cultural cubanos fue publicada por Pueblo y Educación en la década de 1986 y 1987. La nota de contraportada que comparten todos los volúmenes afirma que “los antecedentes de la política cultural cubana los encontramos en el siglo XIX, en el pensamiento vivo de Félix Varela, aquel “que nos enseñó a pensar”, por lo cual podemos afirmar que desde la época colonial, antes del nacimiento de nuestro Héroe Nacional, José Martí, y una centuria antes del triunfo revolucionario de enero de 1959, ya existían definiciones muy precisas acerca de la política cultural cubana, aunque esta se reveló explícitamente, por primera vez, en las Palabras a los intelectuales.” La noción de “política cultural” es así extrapolada a tiempos anteriores a la existencia, no ya del estado nacional, sino de la propia nación, que no surge, según el canon revolucionario, hasta 1868. Conformando lo que vendría a ser la prehistoria de la “política cultural cubana”, Varela, Luz y Caballero, Martí, Villena, Mella, serían ilustres precursores de la auténtica revelación: el discurso de Castro en la Biblioteca Nacional. La cultura cubana toda resulta así prácticamente reducida a estos “antecedentes” entre los que no se incluye a figuras como Casal, Montoro y Mañach, pero sí a otras a todas luces menos significativas como Enrique Collazo, Julio César Gandarilla y Enrique Roig de Leuchsenring. De Medardo Vitier se antologa las “Ideas políticas de Diego Vicente Tejera”, pero no, desde luego, por el autor –cuya obra Las ideas en Cuba había sido reeditada en 1970 con una nota de la editorial en la que se “advierte” a los lectores de los peligros de su método no marxista–, sino por el mero hecho de que el poeta de “La hamaca” era socialista.

sábado, 3 de febrero de 2007

La memoria, en los libros de la Revolución (IV)

Contemporánea del Cordón de la Habana, la Ofensiva Revolucionaria fue entre otras cosas una preparación para la "movilización total" azucarera iniciada el año siguiente. "La cuestión de la zafra de los diez millones es una cuestión de honor de esta Revolución: es algo que se ha convertido en una medida de la capacidad de esta Revolución. Los enemigos han hecho todas las apuestas a que no se llega; los microfraccionales disfrutaban y auguraban el fracaso de la Revolución, es decir, de la línea revolucionaria dentro de la Revolución con la idea de que no se llegaba a los diez millones, y entonces tendríamos que volvernos más reposados, más tranquilos, más dóciles, más sumisos, en dos palabras: dejar de ser revolucionarios. ¡Y desde luego que los revolucionarios primero dejan de ser, que dejar de ser revolucionarios!", decía el Comandante en su discurso del 13 de marzo de 1968.

En torno a quella funesta zafra, en la que no se alcanzaron los cacareados 10 millones pero seguimos siendo tan revolucionarios como antes, mucho se escribió, no sólo para dar cuenta de la campaña en sí, sino también del lugar central de la industria azucarera a lo largo de la historia del país. No faltó, desde luego, el contraste entre las zafras de la República y las zafras de "todo el pueblo". Tiempo muerto. Memorias de un trabajador azucarero, de Francisco García, publicado por el Instituto Cubano del Libro en 1969, fue presentado como "un legado a los nuevas generaciones, al hombre nuevo".


El contraste entre la vieja y la nueva sociedad aparece también en la novela con que en 1970 Miguel Cossio Woodward obtuvo el premio Casa de las Américas: Sachario. Esta narración, conformada en tres grandes secciones -la mañana, la tarde y la noche-, sitúa su acción en un día de la zafra de 1964. Su protagonista es un machetero voluntario que, como el protagonista de Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, ha pasado por todas los hitos que jalonan lo que cabría llamar el via crucis revolcuionario: lucha clandestina, Playa Girón, la Crisis de Octubre, el Flora... Pero, a diferencia de Carlos, Darío no es de extracción burguesa; la Revolución no sólo le dio un sentido a su vida, sino que lo sacó de la miseria de su cuartería apestosa a orine. Pero en medio de su entrega, Darío se topa con actitudes y situaciones que no le satisfacen, las imperfecciones de la realidad revolucionaria. Ambrosio Fornet ha escrito: "Sachario plantea dramáticamente el sentido de la literatura crítica en la sociedad socialista. Es la insatsifacción de la distancia que separa la realidad del sueño, entre lo que es y lo que debiera ser, una insatisfacción que existirá mientras haya hombres capaces de imaginar mundos mejores, y de forjarlos." En 1972 esta novela fue reeditada por el Instituto Cubano del Libro.

En aquel año 1970, la revista Casa de las Américas dedicó un número (el 62, de julio-septiembre) a "la mayor zafra de nuestra historia". Muchos de los escritores que allí colaboraron estaban movilizados en la campaña, por lo que se imponía una perspectiva testimonial. Además del ensayo de Manuel Moreno Fraginals "Desgarramiento azucarero e integración nacional", vale destacar de este número los escritos "Tiburón se baña, pero salpica", fragmento de La fiesta de los tiburones, importantísimo libro de Reynaldo González que debió esperar más de una década para publicarse, y "De nuevo la ponzoña", de Antonio Benítez Rojo. Y vuelve a llamar nuestra atención Vitier con sus "Apuntes cañeros", que continúan la temática de Entrando en materia. "Queridos poetas: el cañaveral / no es ya un elemento del paisaje, / un símbolo, un tópico, ni siquiera una palabra", declara Vitier al comienzo de esos poemas firmados en noviembre de 1969. "la mano de escribir / coge otra forma", dice no sin satisfacción, después de sufrir en su cuerpo el efecto de aquel duro trabajo al que no estaba acostumbrado. "los pacíficos / hacedores de una flor que parecerá inmotivada, / los responsables transitorios del futuro...", describe a los macheteros voluntarios.


Esta novela de Pablo Armando Fernández, finalmente publicada en 1989 por Unión, viene a añadir una nueva dimensión al ciclo narrativo de la zafra. Partiendo del presente de la Zafra de los Diez Milones en Las Tunas, Fernández ofrece un fresco histórico a partir de una historia familiar que refleja los avatares de la nación.

viernes, 2 de febrero de 2007

La memoria, en los libros de la Revolución (III)

1968: año crucial. Comienza con el Congreso Cultural de La Habana, que fue una reafirmación de un socialismo alternativo, y culmina con el apoyo de Castro a la intervención soviética en Checoslovaquia. En medio, la Ofensiva Revolucionaria, cuyos efectos devastadores en muchos pequeños propietarios de bodegas y quincallas están aun por historiar.


Editado por la Dirección Nacional de los CDR, Los CDR y la Ofensiva Revolucionaria incluye los dos discursos en que Fidel Castro estableció las premisas de la Ofensiva: el primero, pronunciado el 13 de marzo en la Escalinata de la Universidad de La Habana; y el otro dos días después en la inauguración del Seminternado de Primaria "Juan Manuel Márquez" en Boca de Jaruco. En estos discursos, Castro sataniza el comercio como "una actividad parasitaria", contrapuesta al "trabajo voluntario" y al heroísmo revolucionario. Afirma que la Revolución no se hizo para "establecer el derecho al comercio" y que "algún día, si queremos llegar al comunismo, prescindiremos del dinero". Hace una crítica de la capital como foco de "debilidades" burguesas y anuncia el cierre de todos los bares, tanto los privados como los públicos. Una pregunta retórica resume todo su planteamiento: "¿Vamos a hacer socialismo o vamos a hacer timbiriches?" En el otro discurso, asegura: "vamos saneando el ambiente, vamos limpiando, vamos creando un pueblo realmente de trabajadores". También la introducción a los discursos, que aparece sin firma y explica la función de los CDR en la Ofensiva, es interesante, pues muestra cómo se proyectaba "la movilización total" en los diferentes campos: "Vigilancia", "Agricultura", "Educación", Salud pública", "Cultura", "Administración local", "Deportes", "Propaganda", "Defensa civil".









Esta segunda compilación poética de Cintio Vitier incluye toda su obra en el género desde Canto llano (1953-1955), testimonio de su conversión al cristianismo, hasta Entrando en materia (1967-1968), testimonio de su integración a la Revolución, que el poeta percibe como la culminación verdadera de aquella asunción del mensaje de Jesús. La Revolución a la que canta Vitier trae una "vida general transfigurada", que se expresa en el trabajo comunitario y la reunificación de la actividad manual y la intelectual. "La poesía / es lo que se hace / y el trabajo / llena el alma, con igual derecho que un suspiro." Algunos de los poemas de Entrando en materia pueden ser vistos como contrapartes líricas de la Ofensiva Revolucionaria, en la medida en que subliman la pobreza y la fealdad provocadas por aquella radicalización comunista. "La ciudad está llena de su carencia como de una luz distinta". El primer poema de este cuaderno, "Torre de marfil", manifiesta ejemplarmente la percepción de la Revolución como crisis espiritual, donde se trastocan las premisas que antes habían delimitado el lugar de la poesía como actividad separada de la política. Cuando la "política está llegando a la raíz del mundo", queda aun la naturaleza como un reducto al margen de la convulsión, pero incluso esta "torre de marfil inesperada" será la última. "Los dispositivos están situados en el centro de la flor".

jueves, 1 de febrero de 2007

La memoria, en los libros de la Revolución (II)

Dos libros clásicos de la ensayística "liberal" - en tanto opuesta al dogmatismo marxista - de la década del sesenta, a la que también contribuyeron notablemente Ambrosio Fornet, Rine Leal y Graciella Pogolotti. Ambos aparecidos en 1967, en la colección "Cocuyo" del recién creado Instituto Cubano del Libro, compilan ensayos que, escritos y publicados entre 1960 y 1966, reflejan muy bien las inquietudes fundamentales de los ensayistas de la llamada "primera generación de la Revolución": la relectura de Martí desde la nueva coyuntura histórica, la defensa de un arte revolucionario que aprovechara la herencia revolucionaria del arte moderno, la pregunta por el lugar del intelectual en la sociedad socialista y las relaciones de la "vanguardia artística" y la "vanguardia política", el problema del subdesarrollo y de la descolonización. Del libro de Retamar vale destacar "Martí en su (tercer) mundo", "Sobre poesía y revolución en Cuba" y, sobre todo, "Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba". Del de Desnoes: "Martí en Fidel" y "La imagen fotográfica del subdesarrollo". (Lamento la pesíma calidad de las fotos; la cámara que tengo es algo cutre)


El "quinquenio gris", según Ambrosio Fornet

Ya circula por los buzones electrónicos la conferencia de Fornet sobre el “quinquenio gris”, impartida ayer en la Casa de las Américas, cuando aun coletea el debate electrónico suscitado por la presencia de Pavón en el programa “Impronta”. Como era de esperarse, Fornet insiste en la comprensión del pavonato como una especie de desvío de una política cultural que se ha afianzado como “fenómeno irreversible a través de una práctica que ya dura tres décadas.” En su opinión, la irreversibilidad –la misma, al parecer, de la que habla el Secretariado de la UNEAC– se consolida desde que, con la creación del Ministerio de Cultura que en 1976 marca el fin del “quinquenio gris”, se recupera aquel “consenso” predominante en los sesenta y lamentablemente roto en 1971.
Las determinaciones del Congreso Nacional de Educación y Cultura, según sugiere Fornet, no expresan la política cultural definida en las Palabras a los intelectuales. Que este discurso y el de clausura de aquel evento fueron pronunciados por la misma persona es un hecho que Fornet, tan cauto como siempre, ni siquiera menciona. Desde su punto de vista, “La de PM resultó ser una polémica histórica porque dio origen a Palabras a los intelectuales, el discurso de Fidel que por fortuna ha servido desde entonces –salvo durante el dramático interregno del pavonato-- como principio rector de nuestra política cultural.” Desde el nuestro, aquel debate fue histórico porque, con la reafirmación de la censura de PM, el cierre de Lunes de Revolución y la creación de la UNEAC, marcó el comienzo de un proceso de “clausura” que, dejando por el camino a buena cantidad de grupos, revistas y proyectos culturales, culminó en 1971.
Hablando de la homofobia institucionalizada por la Revolución, Fornet rechaza totalmente “la idea, que (le) parece cínica e inexacta, de que ese ingenuo o estúpido voluntarismo tuviera algo que ver con la aspiración a forjar un “hombre nuevo” –uno de los más caros anhelos del hombre, anterior al cristianismo, inclusive-, tal como fue enunciada en nuestro medio por el Che...” La represión estatal de la homosexualidad es, según Fornet, más bien un producto de la conjunción de los prejuicios tradicionales y el efecto de plaza situada que conducía a la promoción de las virtudes viriles. Pero más adelante, cuando se pregunta si hubo copia de la Revolución Cultural china y habla de la consideración de la homosexualidad como “una especie de lepra incubada en el seno de las sociedades clasistas”, evidentemente se contradice: la institucionalización de la homofobia es parte orgánica de los proyectos de ingeniería social que han desarrollado los regímenes comunistas; algo que la Unión Soviética de Stalin y la China de Mao comparten no con las sociedad burguesas del siglo XX sino con el otro modelo totalitario que entraña la utopía del hombre nuevo: el nacionalsocialismo.
También se contradice, por cierto, Fornet cuando –escamoteando la realidad del caso Padilla, cuya confesión no fue, evidentemente, sólo un intento de este de enviar un mensaje al exterior sino en primer lugar consecuencia de presiones policíacas– dice que “su larga experiencia como corresponsal de prensa en Moscú lo había convertido en un escéptico incurable –hasta el punto de que aun bajo el sol tropical se sentía asediado por los fantasmas del estalinismo”. Pues antes Fornet ha reconocido que estos fantasmas existían, cuando afirma que muchos intelectuales del PSP que ocupaban importantes posiciones eran partidarios del realismo socialista. Un realismo, por cierto, que nunca fue oficialmente declarado como doctrina por el Partido pero que sí puede olerse en las tesis sobre la cultura artística y literaria aprobada en el Primer Congreso del PCC, en 1975.
Por último, una aclaración. Los artículos firmado por Leopoldo Ávila en Verde Olivo son más que los cinco mencionados por Fornet. Antes que el ataque a Cabrera Infante, se publicaron, el 20 y el 27 de octubre de 1968, otros dos, contra La vuelta a la manzana, de René Ariza, y Dos viejos pánicos, de Piñera, respectivamente.