sábado, 10 de febrero de 2007

P.M. : sueño y pesadilla

Cuarenta y cinco años después de su filmación, no es exagerado afirmar que P.M. se ha convertido, por obra y gracia de la censura comunista, en uno de los grandes mitos de la cultura cubana posterior al triunfo de 1959. Mientras Tres tristes tigres y Antes que anochezca son ampliamente conocidos en la Isla entre intelectuales y curiosos, pocos han visionado allí el documental realizado por Sabá Cabrera y Orlando Jiménez Leal. Ocurre además que, una vez saciada la curiosidad, sobreviene el asombro: ¿cómo es posible que en 1961 fueran prohibidas aquellas imágenes de gente de pueblo cantando y bailando en la noche habanera?
El tímido deshielo del campo cultural cubano en los últimos tres lustros ha propiciado que después de décadas de silencio el caso de P.M. regrese al debate público. En el evento “Mirar a los sesenta”, organizado por el Museo Nacional de Bellas Artes en el verano de 2004, Ambrosio Fornet y Antón Arrufat ofrecieron interpretaciones contradictorias del mismo. Fornet sostuvo que aunque la prohibición del documental fue un error, su gran contribución al desarrollo de un cine cubano y latinoamericano le daba la razón al ICAIC en el conflicto de hace más de cuatro décadas. Arrufat replicó recordando, por un lado, que el instituto presidido por Alfredo Guevara no ha producido más buenas películas que las que pueden contarse con los dedos de una mano y cuenta en cambio con una nutrida historia de censuras; y, por otro, que es preciso comprender el incidente de P.M. situándose en su contexto y no desde el presente.
Los aplausos con que el público expresó su preferencia por este punto de vista confirmaron una obviedad que Fornet pasaba por alto: al margen de los méritos del ICAIC, ciertamente menores que los que afirman sus apologistas, no es lícito otorgarle el triunfo en una lid que nunca existió justamente porque su intervención frustró en 1961 el desarrollo del cine independiente que representaba el documental patrocinado por Lunes. Si es cierto que el ICAIC ha producido obras fundamentales, no lo es menos que su monopolio ha limitado decisivamente las perspectivas del cine cubano.
Puestos a justificar la censura, los del ICAIC se han prodigado en falacias y escamoteos. En la complaciente entrevista que le realizara Víctor Fowler, Julio García Espinosa asegura, por ejemplo, que el cortometraje no fue prohibido, sino que se le pidió a sus autores que aplazaran su exhibición, pues no estaba a tono con clima de euforia miliciana creado en respuesta a las agresiones imperialistas. El autor de Cuba baila afirma que lo que había detrás del conflicto es que los autores del documental y los del ICAIC eran de diferentes tendencias políticas: la de aquellos era la de Lunes, “en contra de la opción socialista” a favor de la cual estaban los del ICAIC. “Eran posiciones irreconciliables porque detrás de ambas posiciones estaba presente quien [sic] defendía y quien no la independencia del país.” Los de P.M. no vieron, según García Espinosa, que “la opción socialista era la única que garantizaba la independencia del país.” Pero, añade, el ICAIC no estaba formado solo por socialistas, e hizo un cine “diverso y auténtico”. “La vida nos dio la razón, entre otras razones porque los cineastas cubanos hicimos películas mucho más irreverentes que aquel pequeño documental de la discordia [...]”(Conversaciones con un cineasta incómodo, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello / Ediciones ICAIC, 2004.)
Las declaraciones de García Espinosa no hacen sino evidenciar que P.M. constituye no sólo el mayor desmentido a la tópica idea del ICAIC como uno de los espacios de tolerancia de la cultura revolucionaria sino el límite mismo del instituto presidido por Alfredo Guevara. P.M. no podía ser considerado “contraproducente” –como se afirma falazmente en la nota informativa incluida en el anexo, cuya autoría no se explicita– puesto que su objetivo no era hacer propaganda revolucionaria sino mostrar otra cara de la realidad cubana de entonces, la de la noche habanera con su música y sus bares. Es este propósito lo que marca la diferencia, y no, como afirma García Espinosa, una contradicción de partidos en relación al socialismo y la independencia nacional. En su intervención en la primera de las reuniones de la Biblioteca, Alfredo Guevara insistió en que “el Instituto del Cine no ha filmado hasta hoy un fotograma, que no ha filmado hasta hoy una secuencia, que no ha filmado hasta hoy un documental, un noticiero, una enciclopedia popular, o una película, que no haya tenido por intención, y que no haya tenido en alguna medida por logro, la defensa de la revolución cubana.” (Revolución es lucidez, Ediciones ICAIC, 1998.)
El conflicto no estaba, pues, entre los detractores y los partidarios del socialismo y la independencia nacional –que García Espinosa considera, muy a tono con el corrimiento ideológico hacia nacionalismo que ha experimentado el estado cubano desde 1989, como respectivos medio y fin– sino entre los de un socialismo libertario y los del realismo socialista. P.M. fue prohibida “por ofrecer una pintura parcial de la vida nocturna habanera, que empobrece y desfigura y desvirtúa la actitud que mantiene el pueblo cubano contra los ataques arteros de la contrarrevolución a las órdenes del imperialismo yanqui.” (“Acuerdo del ICAIC sobre la prohibición del film P.M.”) Parcial: este reparo refleja inequívocamente el principio totalitario del realismo socialista, explícito asimismo en los numerosos escritos de Guevara contra Lunes de Revolución, publicados en Cine Cubano y la Nueva Revista Cubana.
En su intervención del 17 de mayo de 1961 en la Biblioteca Nacional Guevara identificó completamente a P.M. con las poéticas “rebeldes” y “vanguardistas” de Lunes, que en su opinión no tenían, en el contexto de una sociedad socialista, otra función que la reaccionaria. Divisionista, confusionista y diversionista, el suplemento cultural de Revolución era portavoz del existencialismo, el surrealismo, la literatura norteamericana y el decadentismo burgués; y P.M. expresaba esa ideología “antirrevolucionaria” desde el momento en que, en vez de exaltar a las milicias, mostraba el abandono de la borrachera.
La prohibición del cortometraje, que propició el cierre de Lunes y el célebre discurso de Fidel Castro, constituyó, pues, el primer gran hito en el camino que condujo al Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el que se consumaría el triunfo del dogmatismo comunista sobre el espíritu “liberal” representado por el magazine de Cabrera Infante. Con sus múltiples episodios a lo largo de la década crucial que transcurre entre ambos parteaguas, era aquel el consabido drama de la revolución que devora a sus propios hijos pero también –conviene recordarlo– el de la victoria de una minoría hábilmente utilizada por un Castro más maquiavélico que jacobino.
No olvidemos que después de ser exhibida con éxito en el programa del canal 2 “Lunes en televisión” y confiscada por la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas cuando sus autores pretendieron ponerla en el cine Rex, P.M. fue visionada en una reunión en la Casa de las Américas por un amplio grupo de intelectuales y artistas que mayoritariamente la aprobaron con un gran aplauso. Que en el debate subsiguiente –el cual duró, según Orlando Jiménez Leal, diecisiete horas– Mirta Aguirre acusara violentamente de “budapestistas” a los autores del documental y advirtiera que en Hungría la contrarrevolución había empezado por los intelectuales refleja claramente que el antagonista de P.M. no era otro que el estalinismo.
Las reuniones de la Biblioteca Nacional indicaron que el curso de los acontecimientos iba definitivamente contra la libertad artística y por la subordinación de la intelligentsia. El miedo paralizó a una mayoría cogida en la trampa macabra del absoluto revolucionario, que dialogaba ahora no entre sí, como unas semanas atrás, sino con los miembros del gobierno. De aquellos tres encuentros de debate solo se divulgó, significativamente, el discurso de Castro. Los argumentos de los demás solo pueden ser reconstruidos fragmentariamente a partir de testimonios posteriores.
Hay dos de ellos que vale la pena recuperar. Según Jaime Sarusky, en la reunión de la Casa de las Américas “se dijo que, si en los periódicos había aparecido en esos días que dada la alegría y la exaltación del pueblo cubano ante el triunfo de la Revolución y todo lo que representaba se había triplicado la producción de cerveza, no se veía la razón para que se estuviera censurando la película.”(palabras suyas en la mencionada sesión del Museo Nacional) Franqui cuenta, por su parte, haber dicho a propósito de P.M. en la segunda de las reuniones de la Biblioteca que “para los cubanos la fiesta, la rumba, el amor, la pachanga, eran una manera de ser –la madre África–, pero estos acusadores eran blancos, católicos e inquisidores.” (Retrato de familia con Fidel, Seix Barral, Barcelona, 1981.) Contra la grave acusación de Guevara, Sarusky intenta salvar P.M. interpretándolo como un reflejo de la fiesta revolucionaria; Franqui, de algo tan entrañable como el carácter nacional.
El sordo contrapunteo del cambio histórico y la idiosincrasia nacional está justo en la base de los discursos fundamentales de una década marcada por el fantasma de P.M. A propósito podemos destacar, por ejemplo, las observaciones de Waldo Frank en “El rostro de Cuba”, ensayo testimonial escrito en 1960. En el Círculo Social Obrero Cubanacán, antiguo club Biltmore, se recrean los trabajadores en los espacios antes reservados a la alta burguesía, pero a pesar de que beben hasta tarde, Frank apunta que no vio “a nadie con aspecto de estar embriagado. Quizás otra embriaguez defendía a estos bañistas”. Cuenta cómo en algún momento el grupo, en su mayoría jóvenes, empieza a cantar. Aparecen guitarras, bongoes, trompetas.... Varias parejas comienzan a bailar. Observa: “es una forma de danzar típicamente cubana, un paso que el titubeo disimula y que de pronto se define, pero con una violencia contenida. Hay una famosa cantante de cabaret en La Habana, que se llama La Lupe, que se arroja en un orgasmo de movimiento. Pero la Lupe habla por una Cuba decadente cuyos sentidos expresan frustración. Esta escena de trabajadores cubanos y sus hijos es más típica y su alegría se contiene con el sentimiento omnipresente de que la vida es trágica.”
El contraste señalado por Frank es, en mi opinión, muy significativo. La Lupe, exiliada en los primeros años de la década y hoy convertida en mito de La Habana libérrima de 1959, refleja un decadentismo que la nueva Cuba supera. Auténtica y teatral, la Yiyiyi se arrancaba la peluca, golpeaba al pianista, se arañaba a sí misma. Semejante violencia representa esas neurosis y psicosis que el intelectual norteamericano no aprecia ahora en el club obrero. La alegría está aquí contenida por la conciencia de la amenaza imperialista; en vez de la borrachera del alcohol, prima otra embriaguez que los salva del vicio: la fraternidad revolucionaria. “No bailan para revelar su unidad social: la unidad es la base, la premisa de la danza.” (énfasis de W.F.)
¿No recuerda en algo esta frase a aquellos versos de Lezama que rezan: “El salón de baile formaba parte de lo sobrenatural que se deriva / Bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos”? Los mismos se encuentran en un poema –en “El coche musical”, publicado, por cierto, originalmente en Lunes– donde Lezama evoca aquellos primeros años de la República en que la orquesta de Raimundo Valenzuela tocaba sus danzones en el habanero Parque Central. Tal parece como si el triunfo revolucionario, percibido por los origenistas católicos como una auténtica resurrectio magna religiosa, hubiera recuperado, a partir de la destrucción de la República del vicio y la miseria, algo de la armonía primigenia, una graciosa unidad en la que Lezama podía entrever el orden católico de la participación y no ese avatar del estoicismo que seguramente era para él el existencialismo triunfante en las caves del Vedado.
A un paso de la interpretación metafísica del cambio histórico que encontramos en los escritos apologéticos de Lezama está el kitsch comunista, que se va imponiendo poco a poco a lo largo de la década de 1960. Revelador es, a este respecto, un libro testimonial poco conocido donde la Revolución viene a redimir moralmente a un hombre que, “aturdido por una época, acosado por un mundo de incomprensiones” había buscado “la evasión en el alcohol”. En Los dioses mendigos, publicado en 1965, Ramón Becali considera a la Revolución es “el medicamento heroico para salvarlo de la ruina”, y no deja de plantear la interrogante: “¿se acabarán alguna vez los borrachos? ¿Siempre existirá quien le plazca mancillarse y revolcarse en el cieno? El vicio es como un pantano... cuanto más se mete uno en él, peor es el fango. Pero un pueblo que proscribe la vagancia, ama el trabajo y edifica un futuro mejor, nos hace abrigar la esperanza de una generación sana y limpia de cuerpo y alma.”
En tiempos de kitsch comunista, todo es, por decreto, sano, positivo. Todo unidad y felicidad. Recordemos, a propósito, la polémica en torno a la canción de Ella O’Farril “Adiós felicidad”, cuestionada en 1963 por aquellos que sostenían que nadie podía ser infeliz en la sociedad socialista y que por tanto el único estado de ánimo aceptable era el optimismo. “Juremos en este día, juremos... ser felices”, había dicho en la Francia del culto a la Diosa Razón el revolucionario Claude Fauchet.
En una nota de la sección “En Cuba” de la Bohemia del 28 de febrero del propio 1960 puede leerse, a propósito del carnaval de ese año, que “Ante la faz del mundo, desdeñosa de insidias y calumnias, la revolución cubana hace una breve pausa para gozar su alegría reconquistada, entre dos jornadas de inmensa labor reconstructora.” De su documental sobre este carnaval del 60 Fausto Canel recordaba, por su parte, que “fue concebida también como una película de atmósfera: la atmósfera violenta del carnaval habanero y la atmósfera atávica de la Habana Vieja de noche. Su función es una función turística: mostrar la realidad de unas fiestas y la amabilidad de una ciudad al posible visitante extranjero. Pero también tenía una intención política: mostrar un pueblo que goza en contra de las mentiras sediciosas del enemigo de afuera y mostrar la alegría del momento en comparación con la fingida alegría de los carnavales de otras épocas.”(“Dos años de cine”, Lunes de Revolución, 27 de febrero de 1961.)
En mi opinión hay entre ambos propósitos cierta tensión que el cineasta no advierte o pretende conciliar, y que corresponde a los cambios que en momentos tan críticos experimenta el propio carnaval. La “intención política” refleja el nuevo sentido de la fiesta como acción de gracias a la Diosa Revolución; la “función turística”, en cambio, remite a la noción tradicional del carnaval caribeño: violencia y atavismo en una exótica Habana para consumo del turista extranjero. A medida que a lo largo de la década el proceso se radicaliza en sentido comunista, el carnaval tradicional va siendo desplazado por su versión “revolucionaria”, mientras se pierde la atmósfera “atávica” de La Habana y el turismo al que se refiere Canel es sustituido por uno de nuevo tipo: el turismo revolucionario de los fellow travelers que encuentran en la cubana revolución del Tercer Mundo una alternativa libertaria al modelo soviético del Segundo.
Es justo en el momento de esplendor de las peregrinaciones a La Habana, hacia fines de la década, cuando se consuma el proceso de desnaturalización de los carnavales. Si en 1959 habían sido percibidos como una pausa en el empeño desarrollista y el año siguiente interrumpidos por el luto nacional decretado a raíz del atentado al vapor La Coubre en el Puerto de La Habana, diez años después fueron desplazados al verano para no paralizar la Gran Zafra, enajenándolos del todo de su sentido católico de celebración anterior al ascetismo cuaresmal.
Las disposiciones que en 1968 prepararon la movilización total de los años “del Esfuerzo Decisivo” y “de los Diez Millones” podrían verse, a propósito, como la más nítida expresión del esfuerzo gubernamental por imponer radicalmente a lo largo de la Isla la modélica escena descrita por Waldo Frank. Si este notaba que los obreros, aunque bebían, no llegaban a emborracharse toda vez que otra embriaguez, la revolucionaria, los mantenía resguardados, ahora el estado protegería a los ciudadanos de la “curda” prohibiendo, en nombre de la Revolución, el expendio de alcohol. El 13 de marzo, en el discurso que dio inicio a la Ofensiva Revolucionaria Castro no anunció sólo que, como parte de la cruzada contra los últimos reductos de propiedad privada, se intervendrían los bares privados; afirmó que “mientras menos bares queden, privados o públicos, mejor”. Dos días después declaraba en otro pedagógico discurso que se habían clausurado todos los bares pues no había que promover la “borrachera, sino el espíritu del trabajo”.
Junto con la defensa nacional, la productividad determina una movilización total de la vida que criminaliza el gasto de energía de la borrachera. De un lado: la zafra de los 10 millones –“algo más que una meta económica (...) una cuestión de honor para esta revolución”; del otro, cuestiones menos “vitales”, el ocio y la recreación han de quedar reducidos a espacios bien delimitados como los clubes obreros. El costado evidentemente fascistoide de semejantes decretos no sólo radica en su mística de la milicia y, sobre todo, del trabajo, sino también en el propósito de integrar toda festividad a la ideología. Nada debe dejarse a la iniciativa individual en una sociedad cohesionada por la nueva religiosidad revolucionaria. Nada al margen de la férrea economía de la defensa y la producción.
Hay aun otro punto fundamental que relaciona la prohibición de P.M. con estos fundamentales discursos de Castro: su señalamiento de La Habana como foco fundamental de las “debilidades burguesas.” Algo parecido hallamos en el prólogo a El derrumbe, de José Soler Puig, donde Portuondo, aludiendo claramente a Lunes, critica el “esnobismo y la blandenguería” de los círculos intelectuales habaneros y anuncia que la verdadera literatura de la Revolución vendría de las provincias orientales. Más que la ideología revolucionario-conservadora de “la tierra y la sangre”, nutrida desde luego del anatema bíblico a la urbe pecaminosa, lo que parece subyacer a estos señalamientos del Comandante y su comisario es el deseo comunista de superar de una buena vez la diferencia entre el campo y la ciudad, que los camaradas Mao y Pol Pot llevarían a extremos inimaginables.
El resultado es, en todo caso, la provincianización de la ciudad capital y la destrucción total de la vida nocturna registrado por Sabá Cabrera y Orlando Jiménez en los primeros meses de 1961, justo cuando la invasión de Girón propiciaba la generalización del terror revolucionario. P.M. parece tener, entonces, algo de réquiem; como si a la objetividad del free cinema subyaciera algo del ansia romántica por captar lo que cede bajo la rueda de la historia. El documental más célebre del cine cubano es también un testimonio de ese momento único –intempestivo diríamos– en que el pueblo se había sacudido la abominable tiranía de Batista y la nueva, más larga y oprobiosa de Castro no había comenzado aun.
Memento de ese instante en que el sueño se trueca en una pesadilla de la que aun no despertamos, P.M. puede hacernos recordar la percepción de Lorenzo García Vega de la historia de Cuba como una especie de “churumbela onírica”. Décadas de dictadura en nombre de la Revolución han convertido la alegría del triunfo de enero y la juerga en los bares del Muelle de Luz y los cabarets de la Playa en algo tan inconsistente como una churumbela onírica. De cierta manera, han transformado la realidad en ficción. ¿No es cierto que mucho de P.M. semeja un sueño: el blanco y negro, la sucesión de situaciones sin progresión dramática, las luces y el sonido de fondo? Esas botellas en los bares son de un ayer soñado. Esos negros vestidos con traje, ¿cuándo existieron?

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