En el último número de Ciclón, en mayo de 1959, Piñera publicó este interesante testimonio sobre el triunfo de la Revolución. Leído hoy, ese "minuto sagrado" en que el pueblo se apoderó de la ciudad fue el momento único en que la nueva dictadura no había comenzado pero ya se forjaban sus mitos: esos anácronicos capitanes que parecían salidos de otros tiempos más románticos, batallas legendarias y cuadros de grandes pintores. Insospechadas serían, para todos, las consecuencias de aquella portentosa inundación del 1 de enero de 1959: como Saturno, la Revolución devoraría a sus propios hijos, arrasando, al fin, con el propio Piñera, que habría de experimentar en carne propia una "muerte civil" mucho peor que la indiferencia que rodeaba a los escritores en la República. Pero eso sería después; en los primeros días de enero, cuando Piñera reivindica la utilidad de los escritores, la Revolución era, para muchos, una promesa de vita nuova, en la que no se adivinaban los círculos del infierno.
La inundación
Virgilio Piñera
La Habana era un cementerio la noche del treinta y uno de diciembre. Excluyendo a los bien enterados (no creo que muchos) el resto de la Capital no sospechó que Batista huiría esa noche. La expectación (sin duda, fue una noche expectante) no era el resultado de una corazonada, es decir, presuponer que el Gobierno "haría sus maletas", mas por el contrario el resultado de una interrogación: ¿seguiríamos padeciendo a Batista a todo lo largo del año que ya se nos encimaba? Cinco minutos antes de las doce, dejamos el partido de canasta, y abrimos la sidra. Digan lo que digan, el habanero no combatiente descorchó y brindó por el nuevo año. No por ello habrá que anatematizarlo. El hecho de tomar una copa en circunstancia tan dramática contribuía a hacer más patente el drama que estábamos viviendo. Grité fuerte al hacer mi brindis: ¡Viva la Revolución! No lo hacia tanto por espíritu de bravata como porque en tal grito iban implícitos confianza y esperanza. Entre los que luchaban con exposición de su vida por la libertad de Cuba y los que anhelábamos dicha libertad había la íntima conexión de este grito ¡Viva la Revolución!, que horas más tarde se anunciaría triunfante.
Después, salimos a la calle. El reloj marcaba las doce y media. En 12 y 23, las gentes se mostraban silenciosas, a mil leguas del bullicio que significa una noche de Año Nuevo. Al pasar por la Avenida de los Presidentes, vimos pasar a gran velocidad varios autos del Gobierno. Dijimos: "Esta gente es la única que se divierte esta noche". Ni por un momento sospechamos que ya estaban huyendo.
De esta huida desenfrenada hay docenas de anécdotas. Sean ciertas o inventadas (para el caso es lo mismo) hay una que con el decursar del tiempo será antológica. La escena tiene lugar en casa del Presidente del Tribunal de Cuentas. Este señor daba una gran fiesta para despedir el siniestro 1958 cubano. Cien parejas invitadas. Ríos de champán y, presumiblemente, pases de cocaína. Rumbas frenéticas y lánguidos calipsos. ¡Después de mí el diluvio! Es decir, la Revolución. En efecto, a las cinco de la madrugada un amigo telefonea al dueño de casa para confiarle que Batista acaba de huir. Pero ocurre que el Presidente del Tribunal de Cuentas está tan borracho que toma la advertencia por broma, la tragedia por comedia. Y vuelve al salón y cuenta el chiste del amigo. Uno de los invitados, menos borracho, no toma la cosa tan a broma. A su vez, llama por teléfono, confirma la noticia -“Mane, Theces, Phares" reaparece al cabo de los siglos, en un palacete del Country. Desbandada general: las mujeres chillan, dejan olvidadas sus estolas y sus capas de visón; todos corren en busca de sus autos; los confundidos, se pisotean unos a los otros, se lanzan miradas de reproche, y todo eso a las cinco de la madrugada, es decir, con los restos de la noche y la terrible claridad de un día ominoso para ellos.
Y comenzó la inundación. Al principio, y a pesar del ímpetu avasallador que llevaba en si misma, se mostró como ese hilo de agua, rápido y zigzagueante, pero que al mismo tiempo el pie de un niño podría desviar de su curso. Cada cual, si no es inhumano, tendrá su opinión sobre las revoluciones. La gama es variadísima. Para éste habrán alcanzado su punto alto en el momento de la lucha clandestina; para aquél, cuando tengan cumplimiento las conquistas sociales por las cuales los hombres lucharon al precio de su vida. Para mí, que no puedo dejar de ser poeta, cuando el pueblo, como río desbordado se lanza a la calle con furia incontenible. A esto se podría llamar la "oportunidad del pueblo". Esta oportunidad se caracteriza, de un lado por la fraternización; del otro por el espíritu vindicativo. No bien la radio confirmó que Batista había soltado el Poder (es el verbo que conviene pues hubo que arrebatárselo de las manos) el pueblo se lanzó a la calle. Todo aquello que significó expoliación, es decir: parquímetros, casas de juego, vidrieras de apuntaciones: todo lo que traducía la opulencia insolente de los batistianos: residencias, clubes, fue tirado patas arriba, quemado. Cada treinta, cuarenta o cien años el pueblo es, por unas horas, el dueño absoluto de la ciudad. Durante esas horas el pueblo es amo omnímodo, con plenos poderes, con derechos de horca y cuchilla. Es un espectáculo grandioso por cuanto ve plasmarse inopinadamente ese sueño de Poder que él, también, quisiera detentar. Vi en la esquina de Carlos III e Infanta a dos hombres que desviaban los vehículos a su entero capricho. Había mucho de infantil en este juego pero también la añoranza en pequeño del gigantismo del Estado. Una mujer gritaba como poseída: "Yo hago lo que me sale del ... ", y lucía tan majestuosa e imponente como Isabel I mandando a decapitar al Conde de Essex. En el bar "Rock and Roll" (calzada de Ayestarán) vi a un nuevo Atlas coger la caja contadora y hacerla pedazos contra el suelo. Billetes y monedas saltaron alocadamente, pero ninguno de esos dioses justicieros osó apropiárselos. He ahí la honradez de un minuto sagrado. Como el cubano no es solemne no pasó, por ejemplo, lo que en Argentina a la caída de Perón. Allí la gente se abrazaba y besaba ceremoniosamente en las calles. Acá la gente se quitó la losa del pecho a grito pelado y no tuvo que llegar al acto de abrazar y besar pues nuestro pueblo está continuamente abrazando y besando con la mirada.
Y de pronto surgieron los milicianos. En este sentido, tuvimos sorpresas que llegaron hasta la estupefacción. Un mecánico que vive en el apartamento contiguo al nuestro bajaba las escaleras con el brazalete del M 26-7 y un revólver al cinto: como siempre lo había visto con otra clase de hierros, no podía dar crédito a mis ojos. Después supe que había expuesto su vida cien veces, que en su casa se confeccionaban brazaletes, tenían lugar reuniones secretas. Yo estaba maravillado. No pasaba un minuto sin que éste u otro “inofensivo" vecino de mi barrio apareciera armado hasta los dientes. He aquí la hora solemne del darse a conocer: "¿Pero tú también estabas metido en esto? Nunca lo hubiera sospechado... ¿Te acuerdas de mi hermano de quien te dije que estaba en Nueva York? Pues entérate ahora que estaba escondido en casa de mi sobrina". Y así por este tenor. Como si hubiera llegado la hora del juicio Final y todos nos reconociéramos. La gente más insospechada, esa de la que pensábamos que se limitaba a soportar la dictadura con los brazos caldos, surgía de todas partes al conjuro de Revolución -palabra mágica. Se contaban estos milicianos por centenas. La noche del día primero me ocurrió una pequeña aventura con ellos. Debido a la huelga general, declarada en horas de la mañana, me vi obligado a caminar desde mi casa en Ayestarán hasta el Parque Central. Al llegar a la esquina de San Rafael y Amistad, un miliciano me pone su fusil en las manos y me ruega tome su lugar hasta tanto él pueda regresar. Me ha confundido con uno de sus compañeros, pues llevo una camisa negra con adornos en rolo. Maquinalmente tomo el fusil y hago mi posta de veinte minutos. Como parece que las acciones bélicas no están escritas en el libro de mi vida, estos veinte minutos transcurren plácidamente. Sin embargo, yo me sentía en "situación". Me vino a la mente los paseos que Hugo cuenta en su Journal con ocasión de la Comuna de París en 1871. Aquí también, en la ciudad de la Habana, en una isla del Caribe, salía a respirar, a pleno pulmón, el aire de la libertad, y por supuesto, el olor de la pólvora.
En La Habana había tanta expectación por ver a los barbudos como aquella de los siboneyes cuando el desembarco de Colón. ¿Qué es un barbudo? -se preguntaban los habaneros con la misma curiosidad con que un romano de la decadencia se preguntaba: ¿qué es un bárbaro? El día dos de enero la Habana esperaba a sus barbudos, pero a diferencia de la atribulada Roma, los esperaba con los brazos abiertos.
¿Qué es un barbudo? habrá siempre que insistir sobre la pregunta. Y la respuesta nos pasma de asombro. Un barbudo --Fidel Castro-- no es ni más ni menos que Napoleón durante la campaña de Italia. ¿Y quiénes son Raúl Castro, Camilo Cienfuegos, Ifigenio Almejeiras, Che Guevara sino pura y simplemente Ney, Oudinot. Lannes, Massena, Soult...? En un siglo de guerras nucleares, los grandes capitanes no son concebibles. Sin embargo, Fidel Castro y sus lugartenientes, aunque parezcan anacrónicos, resultan tan reales y efectivos como la bomba atómica. Fidel desembarcando en las playas de Oriente es Napoleón mismo desembarcando en el go1fo Juan, es decir, el águila, "volando de campanario en campanario hasta París".
Al mismo tiempo los barbudos concentran sobre ellos la atención mundial. Para empezar: relegan el yulbrinismo a un plano muy secundario. Abundancia capilar, condottieri, César Borgia, Renacimiento... A propósito de esto: edades del mundo y cuadros de grandes pintores deambulan por las calles habaneras. Los tiempos bíblicos con Jesús y sus doce apóstoles, juntos o desperdigados, podemos verlos en la esquina del Hilton. Hay también Botticelli, Ticiano, Andrea del Sarto, Piero de la Francesca, Rembrandt y Durero... He visto en San Lázaro e Infanta a uno de los músicos del “Concierto Campestre" de Giorgione: un barbudo que frisa en la cincuentena puede ser perfectamente el autorretrato de Leonardo y ese otro "barbudo" lampiño de apenas quince abriles el de Rafael. Y todo esto al estado puro sin afectación, con maneras encantadoras y sin nada de la insolencia del "Miles Gloriosus".
Como era de esperar, esta inundación trajo la otra. Visto la circunstancias en que se produce (y de hecho se produce con cada cambio de gobierno) yo la llamaría la "inundación patética". Me refiero a los burócratas -posesionados o sin posesionar. Patetismo en los que tratan de retener su cargo: patetismo en los que luchan por encalarse. Común denominador de ambas falanges: guerra de nervios. De paso diré que uno de los "Doce Trabajos de Hércules" de la Revolución será el exterminio del monstruo de la Burocracia. Porque sucede que todos esperan todo del presupuesto nacional. Esta guerra de nervios se significa por intrigas, por bajezas, por lo que en lenguaje popular se denomina "empujadera", y también por humillación, por fracasos y por terrores ante el desempleo.
En sus aguas revueltas la gran inundación burocrática trae la fauna más variada: peces grandes y chicos, pulpos, pirañas devoradoras y ávidos tiburones. También tipos que nos recuerdan personajes célebres: el "judío Errante", "Falstaff”, “Tartufo", "El Buscón", "El Lazarillo de Tormes"; ranas de charco a granel. Madame de Maintenon a medio la docena, Saras Berhnard a tres por un centavo y Marylines Monroe regaladas. Este el aspecto cómico. El trágico se da en diálogos como el siguiente: "¿Desde cuándo viene usted al Ministerio? Pues vengo desde el primero de febrero" "¡Qué diré yo entonces, que vengo desde el 10 de enero! "¿Tiene esperanzas?" No crea, las estoy perdiendo: todos los días lo mismo, es decir "vuelva mañana, lo suyo camina..,"
¿Y qué decir de las caras? Reflejan atroces sufrimientos. Ese mismo sufrimiento de quien estando en un barco a punto de hundirse, no cuenta entre los elegidos a ocupar un espacio en los botes. Un viejo burócrata acostumbra pararse horas enteras debajo del arco de una escalera. Como el arco es demasiado bajo, el pobre viejo debe mantenerse encorvado, y esta posición parece la definición de la culpabilidad. Se comprenderá que altas razones de estrategia lo fuerzan: frente al arco de la escalera se ve una puertecita por la que saldrá, en el momento oportuno (Dios mío, ¿cuándo es el momento oportuno?) el personaje que tiene en sus manos (o que el pobre viejo se figura que está en ellas) su salvación. También escucho cuando una jovencita dice con cara despavorida a una amiga: "Te juro que hoy es el ultimo día que piso este Ministerio". Y todo este juramento y otros para volver al día siguiente, a las mismas sonrisas serviles, a las mismas puertas, a la misma desesperación. Este ejército encogido, este ejército con el arma precaria de la imploración defiende una causa, que las más de las veces, está perdida de antemano. Y detrás de todo esto; de la pulcritud de las ropas, lograda, Dios sabe a qué precio; de la falsa sensación de seguridad; de la obstinación en no darse por vencido, está el Hambre, el desamparo, la frustración y a veces, hasta el suicidio.
En estos días del triunfo revolucionario -mitad paradisíacos, mitad infernales- no podían faltar en la gran inundación los escritores. Me sorprendió grandemente que en vez de una gota de agua aportaran Nilos y Amazonas... No podía dar crédito a mis ojos. ¡Cómo! ¿Dónde yo contaba diez o doce habría que contar doscientos, acaso quinientos o quién sabe si mil? La inundación ilustrada (o la ilustración inundada, léase como se quiera) anegó en su mar de tinta las planas de los periódicos: en estos días se ha hecho más "literatura" en Cuba que en una década ¡qué digo! que en cincuenta años de República. No hay que aclarar que estos escritores son poetas de la Revolución o prosistas de ella, y la clandestinidad de sus escritos (salvo contadas excepciones) data del primero de enero. Y como es de esperar, también son ellos los que más ruido hacen, los que más exigen y los que más poder tienen. Este tipo de escritor, que de hecho es todo una fauna singular, lo es de pasada. Su verdadera personalidad habría que buscarla en el periodista o en el profesor. Dedicación máxima a lo uno o lo otro, y mínima al ejercito de la literatura. En tal sentido hemos visto, en estos días de inundación, hechos memorables. En una asamblea tenida en la Sociedad Lyceum llevaron la voz cantante, poniendo de manifiesto que en Cuba significa la misma cosa el escritor con obra hecha que el escritor sin ella; que la audacia es factor decisivo sobre la calidad; que ser escritor y nada más que escritor, es la negación de todo crédito, y que los empeñados en serlo tendrán la más amarga de las muertes: la muerte civil. Y tanto el verdadero escritor no significa nada en nuestro país que en una Mesa Redonda, promoteada (el adjetivo es atroz, pero hay que estar a tono) por el Canal Doce, sus integrantes eran: un profesor, una profesora y cuatro periodistas. El tema a discutir: Defensa de la Cultura. Revelador, no es cierto. ¿Así que ningún escritor? ¿Pero ni uno solo? Sin embargo, como tenemos fe en esta Revolución pensamos que ella no es niveladora de un plano único, y que las cosas, en el literario se podrán en su punto. El buen escritor es, por lo menos, tan eficaz para la Revolución como el soldado, el obrero o el campesino. Sépase, pues, de una vez por todas.
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