Ideólogo del “período especial”, Cintio Vitier representa meridianamente la confluencia del culto a la identidad nacional y la deslegitimación de la crítica intelectual. Su discurso, abocado al “redescubrimiento de la originalidad nacional de la Revolución Cubana” y a la apología de lo que Lezama llamara “pobreza irradiante”, viene a relevar, en estos años de aperturas y confluencias, al maltrecho dogmatismo marxista en la desautorización de la crítica en tanto imprescindible función específica de la inteligentsia.
Así lo evidencian los ensayos reunidos en Resistencia y libertad (Unión, 2000) -escritos entre 1992 y 1994 y ampliamente difundidos en los medios cubanos-, que constituyen una de las más significativas legitimaciones intelectuales de la dictadura poscomunista. Vitier los presenta como “testimonios cubanos de la creciente agonía mundial de estos años noventa”, pero es obvio que de la agonía que se trata es de aquella que diferencia a Cuba, pedazo sobreviviente del muro de Berlín, del mundo nacido con el fin de la guerra fría, donde el triunfo inequívoco del capitalismo sobre su enemigo comunista propicia la proclamación neoliberal del “fin de la historia”. Precisamente a esta tesis, epítome de cierto Zeitgeist posmoderno, Vitier opone una defensa de la tradición de utopías hispánicas que, en su opinión, la Revolución Cubana culminaría.
La crítica católico-nacionalista del american way of life y el rechazo reaccionario del mundo convertido en “una selva tecnológica”, se acompañan en el discurso de Vitier de la celebración de lo que él llama la “modernidad otra”, aquella que, prefigurada en Dante y encarnada en Martí, distingue a Nuestra América y desde luego a Cuba. Si la modernidad europea y norteamericana, de la que el posmodernism no es negación sino último avatar, se define por la crítica, la nuestra lo hace por la creación y la poesía actuante en la historia. De aquí a desautorizar la crítica con un argumento tradicionalista hay solo un paso que Vitier no duda en dar, evidenciando, una vez más, el fondo de conservadurismo que sustenta su pensamiento desde que en los años cincuenta fundamentara su poética de inspiración católica, “antimoderna”, en el rechazo de la tendencia crítica, analítica y escéptica de la modernidad occidental.
En unas palabras para una mesa redonda sobre “Martí y el desafío de los noventa”(1992), Vitier afirmó que si Europa, durante el apogeo de Sartre y de Camus, intentó aleccionarnos con la tesis del intelectual comprometido, la Revolución nos ha enseñado, por un lado, que los que desde ese dogma resultan evadidos, como Casal y Lezama, trabajan “en aras de fundar una imaginación deseable para la futuridad de la patria”; y por el otro que “la teoría del intelectual como “conciencia crítica” de la cultura frente al poder, nos resultaba tan postiza como una chistera londinense.” En contraposición a la doxa de años anteriores, este discurso, centrado en el encuentro entre Orígenes y la Revolución, reivindica las posiciones no militantes como contribuyentes secretas del proceso nacional ascendente, pero impugna tan enérgicamente como aquella a la “conciencia crítica”. Si en los setenta se opuso esta al rol de “participante activo” y se equiparó esta oposición a la irreductible contradicción del burgués y el revolucionario, ahora Vitier contrapone a la crítica la creación y la participación “poética”. Si entonces la crítica del autonomismo sirvió para descalificar al gremio intelectual, ahora finalmente se publica en Cuba Ese sol del mundo moral, donde el autonomismo “crítico” es deslegitimado en nombre del “gran salto adelante” de la creadora revolución.
No fundamentado en la lucha de clases sino en la identidad nacional, no ya en el partidismo comunista sino en un fundamentalismo poético, el antiintelectualismo de Vitier puede sin embargo confluir en la deslegitimación del criticismo con el ahora desacreditado dogma histórico-materialista. Según el Diputado a la Asamblea Nacional, la Revolución “nos” enseñó que “lo que nos hacía falta no era lo que Octavio Paz ha llamado “el mito de la crítica”, mito de la modernidad europea según el cual la única verdad es la crítica misma, sino el martiano “Amar: he ahí la crítica”, porque de lo que se trata es de engendrar justicia.”
La entraña antiilustrada de este ideario se manifiesta de manera ostensible cuando Vitier afirma una libertad determinada por la autoctonía definida en la palabra martiana y su comprensión de “Nuestra América”. En medio de la profunda crisis económica y social que siguió en Cuba al derrumbe del socialismo en Europa del Este, Vitier hace un llamado a “no quedarnos con el no de la resistencia” pero tampoco a “procurar una mimética “libertad” tan importada como aquella “conciencia crítica”, que sea brecha real del enemigo, sino una libertad extraída de la resistencia ante el Imperio, hija de la resistencia, premio de la resistencia, madre nuestra.” Y continúa: “Ayudemos a propiciar su plenitud como si fuera –porque debe serlo– el nacimiento de un poema colectivo, ya que la historia para nosotros no se parece a la razón ni al absurdo, sino a la poesía.”
Relegada la crítica como extraña, limitada o prosaica, queda el terreno libre para las bodas de la poesía y la política. Negado el compromiso en el sentido sartreano, se impone otro compromiso que terminará en nupcias, significativo título este de la tercera suma poética de Vitier, que recoge su obra desde Viaje a Nicaragua(1979) hasta Dama Pobreza(1992). El kitsch totalitario adquiere en estas bodas el tono más dramático posible: en nombre de la poesía, identificada, en última instancia, con la tradición independentista revolucionaria y con la nación cubana, se legitima al gobierno de Fidel Castro. El nacionalsocialismo insular ha encontrado a su Pound. Habla así: "Lo que nosotros oímos en esta especial coyuntura histórica, es que la resistencia popular frente al enemigo, sin pretender que la trinchera se torne parlamento, pide la tensa libertad de la bandera: la libertad, repetimos, ondeante y sujeta. Ondeante como el viento que la agita; sujeta por los principios al asta clavada en la necesidad. Mientras mayores son nuestras dificultades, mayor tiene que ser nuestra libertad para sufrirlas y resolverlas. Toda la presión tiene que venir de las dificultades mismas, de la fatalidad que ellas suponen. Fuera de esa presión, generadora de la resistencia, debemos ser tan libres como las palabras de un poema. Pero las palabras de un poema se deben al poema, están comprometidas con él y están a su servicio, como nuestra libertad y nuestra crítica deben estar al servicio de nuestra resistencia."
Típicamente fascistoide resulta esta estetización de la política, que alcanza a combinar el anhelo romántico de infinitud con aquel otro, clásicamente reaccionario, del justo límite: despejada toda la hojarasca retórica, la “libertad de la obediencia” que predica Vitier no es otra cosa que la libertad de consentir la propia opresión. Sus loas al “estado ético”, no lo olvidemos, llevaron a Giovanni Gentile a convertirse en ideólogo del fascismo, y parecidas ansias de confluencia de lo ético y lo político alimentan el fundamentalismo poético de Vitier. “Poiesis nacional”, “estado nacional pensante”: hay aquí, además, una veta pedagógica que alcanza su mejor formulación en la curiosa paideia martiana que en medio de la etapa más crítica del “período especial” el diputado propuso en un acceso de idealismo rayano en la ingenuidad.
En unas palabras leídas el 4 de septiembre de 1994 en una reunión convocada en el Centro de Estudios Martianos sobre el tema “Martí en la hora actual de Cuba”, Vitier comprendió el éxodo masivo del verano de ese año como una expresión de los fallos de la educación revolucionaria y llamó a hacer el máximo esfuerzo para que la palabra de Martí llegara a todos y cada uno de los cubanos. La existencia de “crecientes zonas de descreimiento y desencanto en los jóvenes tanto iletrados como pertenecientes a las minorías intelectuales” resultaba, según Vitier, un “innegable y doloroso fracaso.” Y el remedio que el autor de Ese sol del mundo moral recetaba para el descreimiento de los nuevos intelectuales, informado por un “nihilismo juvenil” alimentado por “la corriente llamada “posmodernismo””, era el mismo recomendado contra el desarraigo de aquellos que en busca de mejor fortuna decidían echarse al mar en improvisadas balsas: la lectura de Martí. Confiado en que es este nuestra “más segura tabla de salvación nacional”, Vitier propone el “experimento” de una “formación martiana que vaya desde el Círculo Infantil hasta las especialidades universitarias, y que sólo termine con la vida.” Si cada cubano es un martiano, se pregunta, “¿llegará a ser algún día un marginal de la patria, un irresponsable, un antisocial?”. Sólo “una campaña de espiritualidad y de conciencia” basada en Martí puede contrarrestar el escéptico desarraigo que afecta tanto a las masas caídas en el consumismo superficial como a la intelectualidad contagiada de ideas posmodernistas.
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