jueves, 17 de mayo de 2007

La gran estafa del Oro y la Plata

Como no voy a poder terminar por estos días ninguno de los comentarios que tengo empezados, he decidido "reciclar" aquí, con una que otra corrección, algunos de los artículos que publiqué en Encuentro en la red entre diciembre de 2005 y noviembre de 2006. Todos tratan temas que de algún modo u otro he vuelto a tocar en este blog y que, en todo caso, me siguen interesando. Reproduzco, entonces, estos artículos con la certeza de que los comentarios de los lectores, así como los diálogos o debates que puedan producirse a partir de ellos, sean de provecho para todos los interesados en los temas de la Revolución Cubana y su memoria.


"La gran estafa del Oro y la Plata"


Cuando en marzo de 2005 comenzaron a distribuir las ollas arroceras en algunos lugares del interior de la Isla, salió por el noticiero una señora anónima que, después de dar gracias al Comandante por su regalo, dijo: “Esto no se ve en ningún lugar del mundo.” Tenía, qué duda cabe, razón esa ingenua mujer que posiblemente no había estado nunca ni siquiera en La Habana: cosas así no se ven en otro lugar, salvo en los libros que recogen las asombrosas historias de otros caballeros “biencomúnhechores” como Stalin, Mao y Kim Il Sung, señores absolutos de países donde el estado ha pasado de ser el legítimo monopolio de la violencia que dijera Weber a monopolio de todas las cosas, incluidas las personas.

Reveladora evidencia del poder del estado totalitario en la Cuba de Castro fue otra de esas cosas que ciertamente no se ven en ningún otro lugar del mundo: aquella estafa gigantesca que se conoció popularmente como “la Casa del Oro y la Plata”. Quienes vivieron en la Isla a fines de los ochenta seguramente lo recordarán: el estado “compraba” objetos valiosos –joyas de oro, plata y bronce, copas de bacarat, piezas de mármol, lámparas antiguas– en una moneda creada ad hoc con la que podían adquirirse, en tiendas especiales habilitadas para la ocasión, ropa, comida y electrodomésticos que brillaban por su ausencia en las tiendas ordinarias.

Como es de rigor en un auténtico monopolio, los precios de estas mercancías eran mucho mayores que los que alcanzaban más allá de la durísima “cortina de hierro” que ha sido el mar para nosotros, así como era menos lo que el estado ofrecía a cambio de los objetos de valor. No era aquella, en rigor, una operación de compra y venta según las reglas de un libre mercado, sino una suerte de regreso a las prácticas feudales usadas en tiempos de la República por algunos propietarios de centrales que pagaban a los trabajadores con bonos que únicamente servían para comprar en sus propias tiendas. Solo que ahora el señor no era el gran terrateniente, a menudo extranjero y absentista, sino el estado socialista, y los siervos todos los ciudadanos del país.

Fue con semejante “transacción” que el estado socialista completó el despojo de la burguesía cubana iniciado en los primeros años de la Revolución. Si con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 las nacionalizaciones habían alcanzando a los pequeños comercios, ahora, dos décadas después, se llegaba hasta el interior de las casas y las alcobas, ya no con la violencia de la expropiación forzosa sino mediante un recurso al individualismo consumista que tan satanizado había sido en los años de radicalismo comunista. Al abrir aquella abusiva posibilidad de acceso a un mundo que hasta entonces solo se dejaba entrever en las maletas llenas de “pacotilla” de los visitantes de la “comunidad”, en las de los marineros que podían comprar en los puertos de países capitalistas o a través del cristal oscuro de alguna “diplotienda” reservada a los privilegiados de la nomenklatura, el estado consiguió apoderarse de muebles y objetos personales que habían sobrevivido a las sucesivas nacionalizaciones socialistas del patrimonio burgués.

Era tanta la tentación y la necesidad que, en la disyuntiva entre el reloj de oro de la abuela, el propio anillo de bodas o la lámpara que siempre estuvo en la sala de la casa, por un lado, y por el otro un televisor en colores, un pantalón nevado o un short reversible, muchos no dudaron en optar por las mercancías, aun a sabiendas de que sus pertenencias valían más de lo que el estado pagaba por ellas. Y no faltaron quienes se entregaron a una suerte de “fiebre del oro” que no buscaba ya, como la histórica de los conquistadores españoles, en los territorios vírgenes del Nuevo Mundo, sino dentro de las antiguas máquinas de coser Singer -que contenían, según se decía, cierta pieza de metal valioso-, y, utilizando detectores del precioso elemento, bajo los suelos de lugares donde se sospechaba pudiera haber algo escondido.

Una cosa está clara, más allá de la anécdota: la Casa del Oro y la Plata marcó el triunfo definitivo de la moda y la frivolidad sobre la austeridad y la uniformidad socialista. Como es de esperar en un contexto tan provinciano como el de toda dictadura comunista, proliferó entonces el mal gusto y la ostentación hortera dentro y fuera de las casas. El entorno urbano se llenó de jeans nevados y prelavados mientas las sesiones fotográficas de las celebraciones de quince tuvieron su gran espaldarazo. Convertidos de la noche a la mañana en “nuevos ricos”, muchos de los afortunados que poseían abundancia de oro y plata para vender compraron unas lámparas ornamentales cuyos fláccidos filamentos, una vez conectado el equipo a la corriente, se estiraban, encendían y coloreaban mientras se oía una musiquita cursilona y el brillante penacho giraba. No era raro encontrar aquellos artefactos, símbolos de un status recién adquirido, en la sala de alguna casona antigua y despintada, cerca de un ventilador Órbita y de un viejo “frigidaire”.

La entrada de aquellos productos “capitalistas” en un entorno doméstico donde los objetos procedentes del campo socialista convivían con los de antes de la revolución conformó ese curioso “estilo sin estilo” que caracteriza los interiores de las casas cubanas de los últimos años, en los que la pintoresca confluencia de objetos de diferentes épocas y orígenes, fotografiada en no pocos de los catálogos sobre La Habana que se publican en Europa, produce a menudo un gracioso efecto surrealista o barroco que en ningún caso deberíamos estetizar, pues esa “simultaneidad de lo no simultáneo” no es sino otra evidencia del lamentable subdesarrollo en que nos ha hundido la dictadura de Castro.

Aun otra reflexión cabe hacer a propósito de aquella controlada implementación estatal del consumismo después de tantos años de forzosa austeridad y racionamientos sin cuento. Si, como señala Agnes Heller, el capitalismo no existe más que en el discurso oficial de los países comunistas que lo maldice con la constancia de un ritual, ese aspecto conceptual persistía de alguna forma en la súbita concreción de la Casa del Oro y la Plata. Algo de simbólico o de abstracto poseían las baratijas en aquella Habana posterior a la llegada del Sputnik y anterior a la caída del muro de Berlín: no se compraba sólo unos zapatos de marca o un televisor en color no soviético, sino también un pedazo de un mundo que, más allá del desahogo inmediato de las muchas estrecheces, aparecía investido de los valores de lo lejano y lo prodigioso.

Muy a contrapelo de la doctrina y de la propaganda, de la escuela y los discursos, el sistema que prometiendo el reino de la libertad no había hecho más que engrosar el de la necesidad hacía evidentes las bondades de la sociedad de consumo, confiriéndole un aura que esta ya no tiene allí donde forma parte natural del paisaje urbano. Se daba así el hecho insólito de que el mundo de las mercancías equiparara o aventajara en aura al mismísimo oro: no solo al metal preciso en sí mismo sino incluso a prendas que poseían además un valor sentimental o familiar. Extravagancia producida, evidentemente, por la artificialidad que significa la supresión del mercado en la sociedad totalitaria.

Claro que valía la pena vender las reliquias familiares, desplazarse hasta La Habana si uno vivía en provincia, ir a Miramar para hacer aquella cola kilométrica en la que, según un chiste del momento, se habían encontrado Mariana Grajales y José Martí, deseosos de tasar el Titán de Bronce y la Edad de Oro, respectivamente. Y hacerla otra vez y aun una tercera en busca de una mejor oferta. Como valía la pena hacer las otras colas larguísimas en Maisí o Tercera y Cero, y dejar fuera los bolsos y los abrigos, mostrarle al vigilante de la entrada aquellos billetes de extraños colores, y, antes de gastarlos todos, quedarse con uno para poder seguir entrando a la tienda aunque sólo fuera para mirar.

Justo en esa transformación de los fungibles en mirabilia que refleja aquel recurso al que no pocos acudieron, consiste la restauración del aura de la que hablo. Aquí se produce, quizás, la última peripecia en la contribución de la Revolución Cubana al realismo mágico: como José Arcadio Buendía no olvida, en la gran novela de García Márquez, el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo, muchos niños cubanos podemos recordar el día que de la mano de nuestros mayores entramos a aquellas tiendas maravillosas. Yo recuerdo perfectamente mi rito de pasaje al otro mundo encantado, que culminó con un saldo escaso pero memorable: un prelavado y dos pull-overs, uno de marca Ocean Atlantic y otro que decía El Colony, más unos zapatos de “pega-pega”, también de marca Ocean Atlantic.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

DEspués de leer a Rojas en PD me quedo con Duanel.

Sí, recuerdo que (años después) me contó mi madre que lo único que tenía para vender era una colección de monedas donde el peso de oro era con la esfigie de Martí. Pero no para comprarse prelavados, sino simple y llanamente para comer.

Anónimo dijo...

Pues yo digo que si puedo leer a los dos (Rojas y Duanel) para que limitarme...

Recuerdo que la vieja tragó en seco y se sacó el anillo de bodas de oro 22, y yo, loco por chocar con 'la pacotilla' no lo pensé mucho. El lifting para la autoestima me duró todo un semestre, ya que dejé las ropitas improvisadas que la vieja me cosía en casa. Años después, cuando mis hijos me piden cupa cups y caramelos 'de la shoppin' me vuelven lso recuerdos y me da tremenda tristeza, aunque creo que la vieja se sacrificó con gusto, como mismo lo hago hoy por mis chamas. Sentimientos personales aparte, espero que estas cosas no se olvides a la hora del recuento de lso sufrimientos del pueblo cubano.

Gracias Duanel!

Anónimo dijo...

Te desaconsejo la técnica del reciclaje. Si uno no tiene tiempo para escribir en un blog, pues lo cierra y ya está.

Jorge Ignacio dijo...

No te desanimes, Duanel. Recicla y haz todo lo que te dé la gana con tu blog y tus textos, que para algo son tuyos. Hay mucha gente envidiosa. Este tema del oro y la plata es muy sensibles. Me ha llegado a lo más hondo. Muchos nos deshicimios de nuestros recuerdos familiares que ya no recuperaremos jamás. Gracias por la memoria y la ternura. Gracias por los detalles pequeños, como los de las marcas de ropa, que se agradece la sinceridad. Suerte:
jorge

Anónimo dijo...

Fue una fiebre que invadió la isla. La versión que yo tengo es que dentro de las Singer, había una pieza de platino. En mi pueblo un tipo las compró casi todas, a sobreprecio, y luego no supo qué hacer con ellas. Otra industria que progresó en mitad de aquella locura fue la de detectores de metal. MS

Anónimo dijo...

Duanel, mira que eres Cheo.

Duanel Díaz Infante dijo...

Gracias, Jorge. Desde luego que hago con mis artículos lo que me de la gana, al que no les gusten, que no los lea. Además, aclaro que no dije que no escribiría ya nada nuevo, sino que no lo podría hacer en estos días. Saludos a todos.

Infortunato Liborio del Campo dijo...

Sugerencia Duanel. Abre otro blog para estos artículos de Encuentro aunque pinchando Duanel en Encuentro cualquiera los puede leer. Pero pudieras incorporar todo los que tengas regado por ahí y que te parezca que deba estar disponible en un lugar para facilitarles a los lectores la lectura de tus trabajos.

Mi impresión personal del reciclaje es que como ya los he leído me desmotivan. Prefiero la expectación. Aunque me imagino que haya personas que son nuevas en estas lides y que querrían leer estos trabajos, es por eso que te sugiero otro Blog. Armengol tiene Cuaderno de Cuba, Cuaderno Mayor, y trata de implementar Letras de Cuaderno, todos perteneces a su perfil y es fácil ir de uno a otro.

Saludos

Duanel Díaz Infante dijo...

Qué va, Liborio; ya este blog me quita bastante tiempo para abrir otro. Además, no voy a republicar todos los de Encuentro en la red; sólo aquellos que me parecen más interesantes y que tratan sobre los mismos temas que he abordado aquí. El caso de Armengol es distinto, porque cada uno de los dos blog de él tiene un perfil diferente: Cuaderno de Cuba noticioso, de actualidad; Cuaderno mayor de cosas más históricas y ensayístico.