viernes, 30 de marzo de 2007

La poética de Fina y mi discrepancia (Una aclaración)

Creo que la incomprensión de Jorge Luis Arcos del sentido de mi discrepancia con la poética de García Marruz se debe a que, aunque reconoce su distinción cuando afirma haber escrito mucho sobre “la poesía y la poética de Fina García Marruz”, confunde en alguna medida ambas nociones. De lo que resulta ocioso u absurdo discrepar es de la poesía, de los poemas en tanto objetos estéticos que son en primer lugar, pero no de la poética; conformada por ideas sobre la poesía que en el caso de Fina en gran medida derivan de –o acaso determinan– lo que Arcos llama su “cosmovisión”, esta no sólo se ofrece al gusto o al interés, sino también a la discrepancia. Así entendida, la poética resulta siempre menos singular que los poemas, toda vez que el mundo de las ideas constituye necesariamente un repertorio más limitado que el mundo sensible de la poesía: ¿no están las poéticas de García Marruz y Cintio Vitier más próximas que sus respectivas producciones líricas?

De algún modo mi discrepancia de la poética de García Marruz (para nada contradictoria con mi apreciación de su poesía) estaba explícita en mi breve comentario cuando señalaba su “raíz reaccionaria”, y afirmaba que esta, ostensible ya en los ensayos publicados en los años 40 desembocaba en La familia de Orígenes en una clara legitimación de la dictadura castrista. Como me esfuerzo en demostrar en el último capítulo de Límites del origenismo, en aquel ensayo lamentable de 1994 la poética “antimoderna” de García Marruz, definida por su legitimación religiosa de la poesía y la consecuente demonización de la literatura, reduce prácticamente el mundo de la gracia poética al de una modernidad “nuestra”, martiana, proveniente de Dante y de la cristiandad, modernismo “creador” que culmina en la Revolución Cubana y que se opone a la literatura, la vanguardia, el surrealismo, el neobarroco, el existencialismo, impiedades propias de una modernidad “otra” a la que, desde luego, no pertenecería una cubanidad a la García Marruz atribuye virtudes tradicionales y cierta gracia resistente. Dentro Castro y Martí; fuera La isla en peso y De donde son los cantantes: esa es, en cierto sentido, la expresión más gráfica de la poética de García Marruz.

Sí, García Marruz escribió, en aquel ensayo de 1970 que polemizaba veladamente con la ortodoxia marxista entonces dominante, que en la poética personal debería caber todo, pero evidentemente ese no es su caso: en la suya es mucho lo que queda fuera; su realismo de la misericordia excluye de la mirada toda una parte considerable -onírica, sucia o absurda- del mundo real. Es de esa poética –reaccionaria, “antimoderna” y legitimadora de la dictadura- de la que discrepo.

sábado, 24 de marzo de 2007

Revolución, ¿es nombrar?

Vichioandry Odelín, pelotero; Yumisleydis Cumbá, lanzadora de peso; Yoriorkis Gamboa, boxeador: si lo de ponerle nombres a los años es una de las originalidad de nuestro país, hay que reconocer que otra igual de significativa es esa profusión de nombres inventados entre las más recientes generaciones. Y en mi opinión ambas curiosidades están relacionadas, en la medida en que claramente remiten a ese alfa y omega que es la Revolución. No por azar se menciona a cierta “Yoyanca” en Utopía y a cierto Yonaikys en “Hablando como los locos”: tanto el cortometraje de Arturo Infante como el escrito de Ena Lucía Portela dan fe del fracaso estruendoso de la ingeniería social del "hombre nuevo".

Esta profusión de nombres insólitos refleja, desde luego, la impronta destructora de la Revolución sobre la tradición: en medio de los nombres de toda la vida, asociados al santoral católico y a la trasmisión de la memoria familiar, irrumpen estos que ya no se escogen, sino que se inventan. Pero el fenómeno refleja, por otro lado, también una fuga de una opresiva ideología que deja muy poco espacio a la iniciativa privada: el exotismo que constituye, en un país de habla castellana, la inicialización con “y” no puede ser casual.

Ocurre, en cierto sentido, como con la chusmería, que se impone cuando, destruidos los antiguos valores de la educación formal propios de la sociedad republicana y erosionados los que promovía la cultura socialista, se cae en esa falta de valores que tanto molesta en el "período especial" a ciertos intelectuales cubanos. Pero habría que recordarles a todos los nostálgicos de “la moral y las buenas costumbres” revolucionarias que esa chusmería magistralmente retratada en Utopía es en gran medida la consecuencia de una “rebelión de las masas” que la Revolución de 1959 aupó y capitalizó. Vemos ahora los rostros grotescos de esas mujeres “revolucionarias” que repudiaron a las Damas de Blanco con gestos de burla y gritos de “gusanas”, y recordamos aquellos primeros tiempos en que en medio de un entusiasmo masivo se gritaba “Nikita, mariquita / lo que se da no se quita” y “La ORI, la ORI / la ORI es la candela”.

Después de todo, no es descabellado ver también una relación entre esas consignas y estos nombres inventados: es en el automatismo de aquellas y la creatividad plena de mal gusto de estos donde único la Revolución Cubana ha sido realmente vanguardista.

jueves, 22 de marzo de 2007

Revolución es nombrar



Otra de las originalidad de nuestro país: es el único del mundo que pone nombre a los años. Y el hecho de que el corriente, el primero llegado desde que Fidel Castro delegara el poder, no haya recibido uno indica cuánto aquella tradición instaurada en el propio 1959 está ligada a la figura del Comandante. Recomenzar el tiempo y renombrarlo todo son deseos románticos de todas las revoluciones; la francesa ha sido en esto un modelo insuperado con su curioso calendario republicano adoptado por la Convención Nacional en 1793, que tomaba como año primero el de la muerte de Luis XVI y daba nombres nuevos a los doce meses según los fenómenos naturales que les correspondieran.

En Cuba, la denominación oficial de los años manifiesta claramente la naturaleza totalitaria del régimen: cada año se nombra a partir del acontecimiento, o la tarea, que por decreto signa la vida de la nación; y detrás de esa movilización de la vida en torno a gigantescas empresas colectivas no está sino la ambición de hacer Historia. Hoy, si miramos atrás a esa nomenclatura tan solemne como ridícula, podemos ver dos períodos bastante bien diferenciados: uno primero jalonado por los trabajos de Hércules (Reforma Agraria, Alfabetización, Zafra), y otro más bien conmemorativo en que los nombres de los años no han recordado sólo los aniversarios cerrados de determinados hechos cruciales que antecedieron al triunfo de 1959 o lo confirmaron en los años sucesivos, sino que se han limitado, en muchos casos, a señalar que la Revolución cumple un año más. Año veintinueve, año treinta, año teintayuno -escribía yo en las libretas escolares, pues en Cuba no se vivía en 1989 sino en el año 31 de la Revolución, no en 1990 sino en el año 32 de la Revolución, no en 1991 sino en el año 33 de la Revolución...

Que 2007 no tenga nombre es un buen signo de que comenzamos ya a ser contemporáneos de todos los hombres.


1959 “Año de la Liberación”
1960 “Año de la Reforma Agraria”
1961 “Año de la Educación”
1962 “Año de la Planificación”
1963 “Año de la Organización”
1964 “Año de la Economía”
1965 “Año de la Agricultura”
1966 “Año de la Solidaridad”
1967 “Año del Viet Nam Heroico”
1968 “Año del Guerrillero Heroico”
1969 “Año del Esfuerzo Decisivo”
1970 “Año de los Diez Millones”
1971 “Año de la Productividad”
1972 “Año de la Emulación Socialista”
1973 “Año del XX Aniversario”
1974 “Año del XV Aniversario”
1975 “Año del I Congreso”
1976 “Año del XX Aniversario del Desembarco del Yate Granma”
1977 “Año de la Institucionalización”
1978 “Año del XI Festival”
1979 “Año XX de la Victoria”
1980 “Año del II Congreso”
1981 “Año del XX Aniversario de Girón”
1982 “Año 24 de la Revolución”
1983 “Año del XXX Aniversario del Moncada”
1984 “Año del XXV Aniversario del Triunfo de la Revolución”
1985 “Año del Tercer Congreso del Partido Comunista de Cuba”
1986 “Año del XXX Aniversario del Desembarco del Granma”
1987 “Año 29 de la Revolución”
1988 “Año 30 de la Revolución”
1989 “Año 31 de la Revolución”
1990 “Año 32 de la Revolución”
1991 “Año 33 de la Revolución”
1992 “Año 34 de la Revolución”
1993 “Año 35 de la Revolución”
1994 “Año 36 de la Revolución”
1995 “Año del Centenario de la Caída en Combate de José Martí”
1996 “Año del Centenario de la Caída en Combate de Antonio Maceo”
1997 “Año del XXX Aniversario de la Caída en Combate del Guerrillero Heroico y sus Compañeros”
1998 “Año del Aniversario 40 de las Batallas Decisivas de la Guerra de Liberación”
1999 “Año del 40 Aniversario del Triunfo de la Revolución”
2000 “Año del 40 Aniversario de la Decisión de Patria o Muerte”
2001 “Año de la Revolución Victoriosa en el Nuevo Milenio”
2002 “Año de los Héroes Prisioneros del Imperio”
2003 “Año de Gloriosos Aniversarios de Martí y del Moncada”
2004 “Año del Aniversario 45 del Triunfo de la Revolución”
2005 “Año de la Alternativa Bolivariana para las Américas”
2006 "Año de la Revolución Energética"

martes, 20 de marzo de 2007

Reina María Rodríguez: la poesía en su lugar

Quien sin conocer la obra poética de Reina María Rodríguez lea el comentario de Luis Marcelino Gómez, creerá que se trata de una especie de Indio Naborí súbitamente convertido a la democracia, esforzándose en borrar con barrocos toques de posmodernismo un ominoso pasado cortesano. Estrategia embaucadora semejante a la del nazi que, luego de haber disfrutado de las prebendas del régimen, ante su inminente caída se afana en proteger a un judío que lo redima ante el tribunal que le ha de pedir cuentas.

“¿Puede considerarse ilustre, o excelente, a un creador que en un premeditado lapsus, o tropezón, vamos a estar aquí, canturreara al director del holocausto?”, pregunta Gómez. Y yo le contesto que, ilustre no sé, pero excelente desde luego: excelente poeta fue Guillén, que cantó no sólo a Castro sino también a Stalin, en cuya cuenta están mucho más muertes que en la de ese Comandante que, muy a su pesar, ha tenido que trabajar siempre en un laboratorio de reducidas dimensiones. Excelentes poetas Retamar y Jamís, sostenidos apologistas de la dictadura, muy superiores –en tanto poetas– que otros que se han mantenido al margen o han disentido abiertamente.

Pero, más allá de esta necesaria aclaración, hay que señalar la evidente falsedad de reducir la obra de Reina María a aquel poema suyo escrito en los ochenta, cuando también otros importantes poetas de su generación ofrecían muestras inequívocas de adhesión al régimen. Cuando una mujer no duerme(1980), Para un cordero blanco(1984), En la arena de Padua(1992), Páramos(1993), La foto del invernadero(1998), Otras cartas a Milena (2005): todo ello desaparece en el comentario de Gómez, mientras Reina María queda reducida a ejemplar de la abominable especie de "los poetas que cantan a los tiranos". La verdad es otra: no es por aquella loa a Fidel Castro que Reina María Rodríguez ha podido viajar, sino por la calidad de su poesía y los reconocimientos obtenidos dentro y fuera de Cuba: Premio de la revista Plural, dos "Casa de las Américas", dos "Julián del Casal". Lezama, es cierto, no pudo poner un pie fuera de la Isla, pues le tocaron tiempos más difíciles que a nosotros, pero también él elogió a la dictadura y cubrió de poéticos elogios a Ernesto Guevara.

Creo que la petición de pureza de sangre anticastrista reduce no poco la complejidad de lo ocurrido en Cuba en las últimas décadas, lo cual no significa, desde luego, que haya que apoyar una reconciliación nacional donde las víctimas perdonen con espíritu cristiano a los victimarios en aras de la futura convivencia. Y resulta, esta petición, no ya impertinente sino del todo injustificada en este caso, pues no hay que ser psiquiatra ni profesor universitario de literatura para comprender que, más allá de un lirismo que gustará o no en dependencia de las preferencias de cada cual, de una cierta retórica literaria para nada reñida con la autenticidad de convicciones, el escrito de Reina María en lo que dado en llamarse “Pavongate” es uno de los pocos, entre los entregados por los intelectuales de la Isla, que en lugar de limitarse a denunciar la reaparición televisiva del antiguo comisario pone el dedo en esa llaga que algunas de las víctimas –no de Pavón, sino del sistema que él representaba– hoy rehabilitadas se afanan en escamotear: que las restricciones, las humillaciones y los decretos llegan hasta hoy.

Aquí tengo los dos últimos libros de poesía de Reina María –El libro de las clientas (Letras Cubanas, 2005) y Catch and release (Letras Cubanas, 2006). Hay en ellos poemas excelentes, algunos de los cuales ofreceré a los lectores de este blog en próximas “sesiones de poesía”. Yo, a diferencia de Luis Marcelino Gómez, compro, leo y sigo a la poeta de la casa de Ánimas y del cordero blanco.

Límites del deshielo tropical. (Notas sobre nacionalismo, ideología y política cultural en la Cuba poscomunista)(6 y final)

Llega, pues, el momento de afirmar que lo cubano, como ha dicho muy oportunamente Rolando Sánchez Mejías recordando a aquel personaje de Miguel de Marcos que criticaba el lema de la campaña electoral de Grau San Martín, es el timo del siglo. Es, también, diríamos parafraseando ahora al Nietszche de El crepúsculo de los ídolos, una fábula, una a la que hay que oponer el mundo, este sí verdadero, de los hechos desnudos: esa physis por debajo de la cual no hay nada más que mitos ideológicos e idealismos interesados. Esos “jugos subterráneos de lo cubano” que al decir de Abel Prieto no puede captar Cabrera Infante, esa “cubanía más honda, la cubanía de la resistencia, la que acumula creación y espíritu para la patria”, no son, como la “Cuba secreta” a la que gustan referirse algunos discípulos de Vitier, sino fábulas ideológicas. La identidad, ese imponderable misterio que tanto mencionan los periodistas de la mesa redonda y los ideólogos de turno, no hace sino enmascarar la otra identidad que al régimen le interesa mantener: aquella que existe entre sí mismo y la nación.

De ahí la necesidad de abandonar el camino real de “lo cubano en la poesía” por otros trillos manigueros: líneas de fuga señaladas no por ninguna moda teórica sino por nuestra experiencia histórica. A esa identidad nacional que intelectuales como Rosa Miriam Elizalde, Enrique Ubieta y Omar Pérez oponen a la tendencia desintegradora del posmodernismo, debemos oponer a nuestra vez la exterioridad radical que es condición de toda crítica de fondo. “No son extranjeros en ningún sentido: ni física ni espiritualmente”, dice Ubieta de los colaboradores de una antología que, sin declararlo, replica evidentemente a Cuba y el día después, coordinada en el exilio por Iván de la Nuez. Pero a esa positividad que propugna Vivir y pensar en Cuba, al “fuerte arraigo nacional” destacado por John Kirk en su introducción a unas complacientes Conversaciones en La Habana, conviene oponer algo parecido a la respuesta de Kristeva a la xenofobia: una que trasciende los límites de la tolerancia humanista al declarar que en realidad todos somos extranjeros, pues somos “extranjeros a nosotros mismos”.

Límites del deshielo tropical. (Notas sobre nacionalismo, ideología y política cultural en la Cuba poscomunista) (5)

A esa misma intelligentsia crítica que comienza a expresarse cada vez más claro, opone Abel Prieto, en el propio 1994, las certezas de Lo cubano en la poesía, reeditado el mismo año en que la celebración del Coloquio Internacional “Cincuentenario de Orígenes” marca la plena rehabilitación oficial de Orígenes. En la intervención de Prieto en aquel evento celebrado en la Casa de las Américas, reeditada como prólogo de la nueva edición de las conferencias de 1957, el futuro ministro relaciona las críticas de jóvenes intelectuales a Lo cubano en la poesía con lo que en su conferencia “La nación y la emigración” definió como “cultura plattista”, representada por Cabrera Infante, autor que, en su opinión, puede expresar una cubanidad superficial pero no la hondura de la verdadera cubanía.

Señalando que “han perdido interés las viejas objeciones”, es decir, aquellas que le lanzara la ahora desacreditada ortodoxia marxista, Prieto resalta el esencialismo y la teleología insular que Vitier contrapone a la superficialidad y a la carencia de finalidad del estado “seudorrepublicano”, percibiendo allí “la polémica decisiva: la que enfrenta a Cuba con su enemigo histórico y con el status neocolonial.” Al “llamado posmodernismo”, orientado hacia las “superficies” y contra las “teleologías”, “parte de una derechista manipulación teleológica a gran escala”, opone las esencias y los sentidos de Lo cubano en la poesía. Pues “ante una vida cotidiana plagada de carencias y dificultades enormes”, “la pretensión neoanexionista de vaciar el proceso histórico cubano de “sentido”, de “significación” y “dirección””, deja al pueblo de Cuba indefenso “ante la presencia renovada del “imposible””.

“Lo cubano” se muestra, en este tandem Vitier-Prieto que marca el pleno aggiornamiento del origenismo con la ideología oficial, una vez más como un dispositivo que legitima por partida doble al estado poscomunista. Por un lado, su afirmación deslegitima la crítica, al asimilarla al anexionismo y el antinacionalismo: lo que subyace al discurso de Prieto como al de Vitier no es, en definitiva, más que aquella identidad de la nación y la Revolución que el Comandante dictara en 1961. Por el otro, viene a constituir una suerte de reserva moral que compensa las carencias materiales, en lo que no deja de resultar un curioso reciclaje de la tesis origenista de la “salvación por la cultura”, tan duramente criticada en los sesenta por los marxistas y los “jóvenes airados” de Lunes de Revolución.

Después de todo, fue el propio Castro quien afirmó en los inicios del “período especial” que “La cultura es lo primero que hay que salvar”. Así explica esa declaración Rafael Hernández: “Desde un punto de vista político, la cultura representa un sistema de resistencia ante factores disgregadores de la cohesión social. Emprestando el lenguaje de la biología, podría decirse que estos factores, tanto externos como internos, incrementan su virulencia en etapas como la actual. No hay mecanismos más eficaces para contrarrestar la invasión de antígenos del mundo (pos)moderno y reparar las disfunciones de nuestro propio sistema que los provistos por la cultura, en sus múltiples manifestaciones.” (R. Hernández, “La otra muerte del dogma. Notas para una cultura de izquierda”, La gaceta de Cuba, No.5, 1994.)

No es difícil advertir que si ponemos “la cultura” donde Prieto dice “lo cubano” su discurso se confunde prácticamente con el de Hernández y viceversa. Lo cubano y la cultura, como lo cubano y la poesía en los escritos Vitier, vienen a identificarse justo en la medida en que cumplen la misma función básica de resistir la crisis interna y la amenaza del posmodernismo. Que el escritor Prieto, discípulo de Lezama, hable de sentido y fe mientras Hernández, más cerca de las ciencias sociales, se sirva de una metáfora clínica no es demasiado importante. Con mayor o menor dosis de positivismo, se trata, al fin y al cabo, de un humanismo nacionalista cuya afirmación de la “cultura cubana” frente al posmodernismo reproduce, en última instancia, la reivindicación romántica o revolucionario-conservadora de la Kultur frente a la Civilization, siendo la primera, en este caso, la cultura cubana, la tradición, la cohesión y la sangre, y la segunda la desintegración proveniente del posmodernismo internacional, el cosmopolitismo de la crítica intelectual y, en última instancia, de la apertura democrática.

lunes, 19 de marzo de 2007

Sesión de poesía: tres poemas de Distintos modos de cavar un túnel

Primera entrega de una irónica "Resurrección poética de Alamar", trilogía compuesta además por El contragolpe -del que se han adelantado algunos poemas en Cubista y Cacharros- y el igualmente inédito Guarderías, Distintos modos de cavar un túnel (Unión, 2003) es uno de los libros de poesía que más ha atraído la atención de la la crítica entre los publicados en Cuba en los últimos años. Este de Juan Carlos Flores no es una simple recopilación de poemas sueltos, sino un poemario íntegro, donde el "demonio" del poeta va mano a mano con una consciencia diríase que baudelairiana de su trabajo verbal. El resultado es una máxima concentración lírica, paradójicamente acompañada por la monotonía de la repetición: como si el poeta quisiera decir lo menos posible, pero a la vez no pudiera evitar esa enfática vuelta sobre lo ya dicho que da carácter a su expresión. Expresionismo, quizás, pero no como aquel de Acosta León y de Antonia Eiriz, contemporáneo de la épica diria y de la utopía desarrollista, sino uno que viene después, cuando el desastre se ha consumado. Poesía civil, en alguna medida; y antipoesía, en la medida en que cuestiona todos aquellos discursos que toman a la poesía como coartada. Quien esté cansado del kitsch nacional-socialista y del lirismo sensiblón de ciertos poetas aupados por el estado, leerá con provecho estos poemas de Flores.


La cafetera

Si otra vez nos raspan a nosotros de venta en venta desde 1962 mutantes de segunda mano hechos en serie con escasa capacidad locomotiva por las ya habituales circunstancias del cargue cuánto trastorno conductual nos causaría esa falla devueltos al taller donde supuestamente repáranse motores tendríamos que bajo control técnico volver a introducirnos drogas duras.

El atizador

En países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quita-manchas portátil, si Escardó viviera sería un roedor, en la maleza, hambriento y perseguido por los rastreadores, no lo imagino Don de guayabera, hilando séquito de un clero tropical, alegre y putañero, en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quita-manchas portátil, si escardó viviera sería Don de guayabera, hilando séquito de un clero tropical, alegre y putañero, no lo imagino un roedor, en la maleza, hambriento y perseguido por los rastreadores, en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quita-manchas portátil, pero Escardó está muerto, ya se le hizo misa, para que se despegue, sus ojos de pulidor, que taladraban los gestos, no pueden ver los tantos edificios con puntales, en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quita-manchas portátil, que te vuelvas afásico, me dice, que te vuelvas afásico, en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quita-machas portátil.


De un bufón a otro

Inclínate cabeza y rótulas aunque no seas el cimarrón sino un prisionero sin poder escapar ni ascender otro de los expoliados dentro de las carpas panópticas -allí donde montaña y llanura significan lo mismo yacen los restos de lo que un santo gremial podría ser quien dedicó su tiempo a la poda a preparar entre los descendientes las notables enseñanzas del maestro de maestros arte necrosador o ajedrez aplicadas estas cuchillas a la situación particular en que se hallaban los discípulos en una tierra extraña entre gentes adversas- Inclínate cabeza y rótulas aunque no seas el cimarrón sino un prisionero sin poder escapar ni ascender otro de los expoliados dentro de las carpas panópticas.

viernes, 16 de marzo de 2007

Fina, Dama Poesía

A Fina García Marruz acaba de concedérsele el Premio Pablo Neruda por el conjunto de su obra poética. Toca, entonces, reconocer, a pesar de nuestras discrepancias con su poética y sobre todo con su posición política, la justicia de este reconocimiento. Decir que Fina no es sólo una de las mayores poetas cubanas sino también uno de nuestros más grandes escritores.

El ensayo, género en el que las mujeres han destacado poco en nuestro país, ha sido cultivado por ella con una calidad que se debe, en mi opinión, a su rara capacidad para percibir detalles que a otros se les escapan. En los ensayos de Fina hay más que la inteligencia propia del poeta-crítico -especie de a la que ella, como su esposo Cintio Vitier, pertenece; los distingue algo que cabría llamar con una palabra francesa de difícil traducción a nuestro idioma: “esprit”. Basta leer “Lo exterior en la poesía”, de 1945, “José Martí”, de los años cincuenta, o “Hablar de la poesía”, de 1970, para comprender esa originalidad suya tan ajena a las modas críticas y a pretensiones literarias.

Pero la poeta es igual de notable desde su primera compilación, Las miradas perdidas (1952), donde estaban ya esos interiores, con mamparas y tonos azules y violetas que dan el tono íntimo de una poesía donde confluyen y se confunden la piedad cristiana, la devoción patriótica y la percepción de lo cubano como algo leve y suave, al tiempo inapresable y empecinado. Mundo esencialmente religioso, el de García Marruz es un orbe ordenado, signado por el ideal del límite en cuyo respeto encuentra el católico la auténtica libertad. Es significativo, a propósito, que en las antípodas de la rebeldía feminista se halle la aceptación de la obediencia que preside su poética, explícita en escritos reflexivos publicados en Orígenes en la segunda mitad de la década del 40, sobre todo en su interesantísima reseña de Espacios métricos, de Silvina Ocampo.

Y es que en Fina, en su poesía y en sus ensayos, hay una raíz conservadora que no debemos perder de vista, una raíz que la lleva a resistirse a lo novelesco y al cine, a los que prefiere la fotografía o el cine mudo. Hay, yo diría, una vocación de silencio que no puede sino entrar en conflicto con la actividad literaria: tensión esta que recorre su poesía y que se expresa en aquel deseo suyo de escribir sin romper el silencio. Detrás de todo ello está, desde luego, un tema que comparte con Vitier, y ambos con ciertos pensadores católicos de entreguerras que leyeron en su juventud: el rechazo de la literatura considerada como práctica demoníaca, y el correspondiente elogio de la poesía en tanto actividad integradora, donde no cabe la división; rechazo que es uno, en el fondo, con el rechazo de la modernidad occidental, epitomizada en la vanguardia y la posmodernidad, a favor de un modernismo trascendente, creador y cristiano. Este ideario, presente en ensayos tan importantes como los dedicados a Darío y a Martí, confluye, lamentablemente, con la defensa de la dictadura, tal como se aprecia en La familia de Orígenes, escrito donde los límites, la clausura del mundo de Fina se manifiestan con más crudeza que nunca.

Pero ahora quedémonos con su su poesía, mucho más valiosa y moderna, en mi opinión, que la de Dulce María Loynaz: la dulce nevada que cae perennemente, los interiores del mimbre y la costumbre, esa Dama Poesía que, al decir de la propia García Marruz en su magnífico ensayo sobre Eliseo Diego, tenía la segura cortesía del poeta de En la Calzada de Jesús del Monte. Que tenga ella -Fina, la Dama Poesía- la última palabra:

Y sin embargo sé que son tinieblas


Y sin embargo sé que son tinieblas
las luces del hogar a que me aferro,
me agarro a una mampara, a un hondo hierro
y sin embargo sé que son tinieblas.

Porque he visto una playa que no olvido,
la mano de mi madre, el interior de un coche,
comprendo los sentidos de la noche,
porque he visto una playa que no olvido.

Cuando de pronto el mundo da ese acento distinto,
cobra una intimidad exterior que sorprendo,
se oculta sin callar, sin hablar se revela,

comprendo que es el corazón extinto
de esos días manchados de temblor venidero
la razón de mi paso por la tierra.

martes, 13 de marzo de 2007

Límites del deshielo tropical.(Notas sobre nacionalismo, ideología y política cultural en la Cuba poscomunista)(4)

Ideólogo del “período especial”, Cintio Vitier representa meridianamente la confluencia del culto a la identidad nacional y la deslegitimación de la crítica intelectual. Su discurso, abocado al “redescubrimiento de la originalidad nacional de la Revolución Cubana” y a la apología de lo que Lezama llamara “pobreza irradiante”, viene a relevar, en estos años de aperturas y confluencias, al maltrecho dogmatismo marxista en la desautorización de la crítica en tanto imprescindible función específica de la inteligentsia.

Así lo evidencian los ensayos reunidos en Resistencia y libertad (Unión, 2000) -escritos entre 1992 y 1994 y ampliamente difundidos en los medios cubanos-, que constituyen una de las más significativas legitimaciones intelectuales de la dictadura poscomunista. Vitier los presenta como “testimonios cubanos de la creciente agonía mundial de estos años noventa”, pero es obvio que de la agonía que se trata es de aquella que diferencia a Cuba, pedazo sobreviviente del muro de Berlín, del mundo nacido con el fin de la guerra fría, donde el triunfo inequívoco del capitalismo sobre su enemigo comunista propicia la proclamación neoliberal del “fin de la historia”. Precisamente a esta tesis, epítome de cierto Zeitgeist posmoderno, Vitier opone una defensa de la tradición de utopías hispánicas que, en su opinión, la Revolución Cubana culminaría.

La crítica católico-nacionalista del american way of life y el rechazo reaccionario del mundo convertido en “una selva tecnológica”, se acompañan en el discurso de Vitier de la celebración de lo que él llama la “modernidad otra”, aquella que, prefigurada en Dante y encarnada en Martí, distingue a Nuestra América y desde luego a Cuba. Si la modernidad europea y norteamericana, de la que el posmodernism no es negación sino último avatar, se define por la crítica, la nuestra lo hace por la creación y la poesía actuante en la historia. De aquí a desautorizar la crítica con un argumento tradicionalista hay solo un paso que Vitier no duda en dar, evidenciando, una vez más, el fondo de conservadurismo que sustenta su pensamiento desde que en los años cincuenta fundamentara su poética de inspiración católica, “antimoderna”, en el rechazo de la tendencia crítica, analítica y escéptica de la modernidad occidental.

En unas palabras para una mesa redonda sobre “Martí y el desafío de los noventa”(1992), Vitier afirmó que si Europa, durante el apogeo de Sartre y de Camus, intentó aleccionarnos con la tesis del intelectual comprometido, la Revolución nos ha enseñado, por un lado, que los que desde ese dogma resultan evadidos, como Casal y Lezama, trabajan “en aras de fundar una imaginación deseable para la futuridad de la patria”; y por el otro que “la teoría del intelectual como “conciencia crítica” de la cultura frente al poder, nos resultaba tan postiza como una chistera londinense.” En contraposición a la doxa de años anteriores, este discurso, centrado en el encuentro entre Orígenes y la Revolución, reivindica las posiciones no militantes como contribuyentes secretas del proceso nacional ascendente, pero impugna tan enérgicamente como aquella a la “conciencia crítica”. Si en los setenta se opuso esta al rol de “participante activo” y se equiparó esta oposición a la irreductible contradicción del burgués y el revolucionario, ahora Vitier contrapone a la crítica la creación y la participación “poética”. Si entonces la crítica del autonomismo sirvió para descalificar al gremio intelectual, ahora finalmente se publica en Cuba Ese sol del mundo moral, donde el autonomismo “crítico” es deslegitimado en nombre del “gran salto adelante” de la creadora revolución.

No fundamentado en la lucha de clases sino en la identidad nacional, no ya en el partidismo comunista sino en un fundamentalismo poético, el antiintelectualismo de Vitier puede sin embargo confluir en la deslegitimación del criticismo con el ahora desacreditado dogma histórico-materialista. Según el Diputado a la Asamblea Nacional, la Revolución “nos” enseñó que “lo que nos hacía falta no era lo que Octavio Paz ha llamado “el mito de la crítica”, mito de la modernidad europea según el cual la única verdad es la crítica misma, sino el martiano “Amar: he ahí la crítica”, porque de lo que se trata es de engendrar justicia.”

La entraña antiilustrada de este ideario se manifiesta de manera ostensible cuando Vitier afirma una libertad determinada por la autoctonía definida en la palabra martiana y su comprensión de “Nuestra América”. En medio de la profunda crisis económica y social que siguió en Cuba al derrumbe del socialismo en Europa del Este, Vitier hace un llamado a “no quedarnos con el no de la resistencia” pero tampoco a “procurar una mimética “libertad” tan importada como aquella “conciencia crítica”, que sea brecha real del enemigo, sino una libertad extraída de la resistencia ante el Imperio, hija de la resistencia, premio de la resistencia, madre nuestra.” Y continúa: “Ayudemos a propiciar su plenitud como si fuera –porque debe serlo– el nacimiento de un poema colectivo, ya que la historia para nosotros no se parece a la razón ni al absurdo, sino a la poesía.”

Relegada la crítica como extraña, limitada o prosaica, queda el terreno libre para las bodas de la poesía y la política. Negado el compromiso en el sentido sartreano, se impone otro compromiso que terminará en nupcias, significativo título este de la tercera suma poética de Vitier, que recoge su obra desde Viaje a Nicaragua(1979) hasta Dama Pobreza(1992). El kitsch totalitario adquiere en estas bodas el tono más dramático posible: en nombre de la poesía, identificada, en última instancia, con la tradición independentista revolucionaria y con la nación cubana, se legitima al gobierno de Fidel Castro. El nacionalsocialismo insular ha encontrado a su Pound. Habla así: "Lo que nosotros oímos en esta especial coyuntura histórica, es que la resistencia popular frente al enemigo, sin pretender que la trinchera se torne parlamento, pide la tensa libertad de la bandera: la libertad, repetimos, ondeante y sujeta. Ondeante como el viento que la agita; sujeta por los principios al asta clavada en la necesidad. Mientras mayores son nuestras dificultades, mayor tiene que ser nuestra libertad para sufrirlas y resolverlas. Toda la presión tiene que venir de las dificultades mismas, de la fatalidad que ellas suponen. Fuera de esa presión, generadora de la resistencia, debemos ser tan libres como las palabras de un poema. Pero las palabras de un poema se deben al poema, están comprometidas con él y están a su servicio, como nuestra libertad y nuestra crítica deben estar al servicio de nuestra resistencia."

Típicamente fascistoide resulta esta estetización de la política, que alcanza a combinar el anhelo romántico de infinitud con aquel otro, clásicamente reaccionario, del justo límite: despejada toda la hojarasca retórica, la “libertad de la obediencia” que predica Vitier no es otra cosa que la libertad de consentir la propia opresión. Sus loas al “estado ético”, no lo olvidemos, llevaron a Giovanni Gentile a convertirse en ideólogo del fascismo, y parecidas ansias de confluencia de lo ético y lo político alimentan el fundamentalismo poético de Vitier. “Poiesis nacional”, “estado nacional pensante”: hay aquí, además, una veta pedagógica que alcanza su mejor formulación en la curiosa paideia martiana que en medio de la etapa más crítica del “período especial” el diputado propuso en un acceso de idealismo rayano en la ingenuidad.

En unas palabras leídas el 4 de septiembre de 1994 en una reunión convocada en el Centro de Estudios Martianos sobre el tema “Martí en la hora actual de Cuba”, Vitier comprendió el éxodo masivo del verano de ese año como una expresión de los fallos de la educación revolucionaria y llamó a hacer el máximo esfuerzo para que la palabra de Martí llegara a todos y cada uno de los cubanos. La existencia de “crecientes zonas de descreimiento y desencanto en los jóvenes tanto iletrados como pertenecientes a las minorías intelectuales” resultaba, según Vitier, un “innegable y doloroso fracaso.” Y el remedio que el autor de Ese sol del mundo moral recetaba para el descreimiento de los nuevos intelectuales, informado por un “nihilismo juvenil” alimentado por “la corriente llamada “posmodernismo””, era el mismo recomendado contra el desarraigo de aquellos que en busca de mejor fortuna decidían echarse al mar en improvisadas balsas: la lectura de Martí. Confiado en que es este nuestra “más segura tabla de salvación nacional”, Vitier propone el “experimento” de una “formación martiana que vaya desde el Círculo Infantil hasta las especialidades universitarias, y que sólo termine con la vida.” Si cada cubano es un martiano, se pregunta, “¿llegará a ser algún día un marginal de la patria, un irresponsable, un antisocial?”. Sólo “una campaña de espiritualidad y de conciencia” basada en Martí puede contrarrestar el escéptico desarraigo que afecta tanto a las masas caídas en el consumismo superficial como a la intelectualidad contagiada de ideas posmodernistas.

Límites del deshielo tropical. (Notas sobre nacionalismo, ideología y política cultural en la Cuba poscomunista) (3)

La “identidad” viene a representar, en tiempos de crisis, un nuevo espacio de integración y tolerancia frente a los sectarismos del pasado. Así lo evidencia la lectura, por parte de Luisa Campuzano, del conocido poema “El sol en la nieve” –donde Raúl Hernández Novás imagina una confluencia dialógica de Casal y de Martí–, como un texto pionero de la “reformulación del canon literario nacional” que, marcando el fin de la “intolerancia” y el “dogmatismo” predominantes en los setenta, se descubre en textos posteriores como Santa Cecilia, de Abilio Estévez y “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, de Senel Paz. Según Campuzano, la “lección” contenida en el hecho de que el homosexual Diego epitomice la cultura cubana se despliega magistralmente en la película de Tabío y Gutiérrez Alea, donde decorados, música y diálogos contribuyen a componer un “panteón en el que tienen igual cabida todos los dioses tutelares de la cultura cubana. El Che y Bola de Nieve, Lezama y Rita Montaner, Fernando Ortiz y Ernesto Lecuona, Casal y Martí, porque la identidad nacional es un espacio de múltiples negociaciones y de permanente tolerancia, un inmenso puzzle de disímiles y cambiantes piezas en que cada una es necesaria para la sustentación de las restantes y para la lectura completa del conjunto.” (p20) (Luisa Campuzano, “Raúl Hernández Novás: el encuentro de Casal y Martí”, Revolución y cultura, septiembre-octubre de 2000.)

Considerada por los intelectuales oficialistas como una obra que, a diferencia de otros exorcismos basados en el “revanchismo” y el “resentimiento”, constituye “un modelo de cómo se puede, desde una visión revolucionaria y plenamente cubana y original, tocar fondo en el análisis de nuestros problemas con un saldo favorable y alentador para la sociedad en su conjunto” (Pedro de la Hoz, "Desterrar prejuicios", La gaceta de Cuba, No.2, 1994), ciertamente Fresa y chocolate no podía faltar en esa relación de obras que han reformulado satisfactoriamente la identidad nacional. Esa película de 1993, adaptación de en un relato publicado en 1990, es el mejor ejemplo de cómo, utilizada como una mediación en el rescate de figuras cimeras de la tradición cubana, la identidad nacional se convierte en objeto de un culto que alimenta aquella otra falsa identidad que interesa al régimen sostener: la que existe entre sí mismo y la nación.

Como en el cuento de Senel Paz, donde David es a un tiempo narrador y protagonista, en la película la historia se cuenta siempre desde la perspectiva de este personaje que representa a una Revolución renovada, liberada de prejuicios, ilustrada gracias al reconocimiento de sus propios errores. Diego, en cambio, resulta simbólicamente aprovechado por el mismo dispositivo que lo rechaza y lo condena al exilio. La sacralización de la “cultura cubana” en este filme delimita el nuevo espacio ideológico de un estado que, aunque más generoso en sus inclusiones, mantiene la misma hegemonía que antes excluyó a homosexuales y religiosos. Sacado del aire el programa de Nitza Villapol, que hubiera sido inconveniente en tiempos de tanta carestía, llega la cena lezamiana con retrato del Maestro en la pared, música de Lecuona y altar de la Caridad del Cobre incluidos: todo ello viene a ser una suerte de comprimido pedagógico de “Cultura cubana al minuto”, al que sólo faltaría integrar en off aquella frase rotunda de Armando Hart que sin pizca de ironía afirma que “La cultura cubana es una de las mayores síntesis de la cultura occidental.”

A la imagen totalizante de la identidad ofrecida por Campuzano a partir de Fresa y chocolate, subyace la idea de una cultura en cierto modo “desinteresada”, situada por encima de las pugnas políticas y civiles. En el relato de Senel Paz es evidente el reclamo, a través de la figura de Lezama, de cierta autonomía del arte: más que propaganda política, que esta sea expresión última de las esencias nacionales. El culto a la identidad nacional implica, en cierto modo, la adopción de una idea “burguesa” de la cultura como cultivo de la interioridad, al margen del espacio público de la confrontación política. Al defender la relativa autonomía de la cultura y la política, este giro humanista parece implicar un regreso a aquella “neutralidad de la cultura” que, propuesta por primera vez en tiempos de la primera dictadura de Batista, fue esgrimida por algunos de los intelectuales que colaboraron con la segunda.

Pero la nacionalización cultural, esa a la que se refiere Toledo y que resulta inseparable de la redefinición del canon celebrada por Campuzano, ocurre tres décadas después que las nacionalizaciones de los centrales y las refinerías precisamente porque los fenómenos de la cultura no son políticamente neutros como las fábricas y los inmuebles. Reivindicar hoy semejante neutralidad no implica entonces ya una posición crítica ante un estado que, falto de coartadas ideológicas, echa mano de los “idealismos” antes rechazados y comienza, si no a promover, sí a tolerar una “noción cultural de la cultura” que garantiza que los “creadores” no metan demasiado sus narices donde no ha sido llamada.

Es en las declaraciones de Arrufat donde mejor se evidencian los límites de la nueva reafirmación de la autonomía literaria. En la entrevista que le realizara Leonardo Padura, Arrufat afirma que “por primera vez la sociedad socialista ha entendido que puede haber un hombre de letras en ella, un escritor que solo se proponga hacer literatura y nada más, sin otras consecuencias, ni relación directa o unívoca con la realidad.” Es justo eso lo que ya se puede ser, y precisamente cuando la sociedad se aleja cada vez más de lo supuestamente socialista: hombre de letras, pero nunca persona que interviene libremente en la esfera pública. Arrufat deja así de lado el perfil de generalista comprometido propio del intelectual moderno, aquel que reivindicara en sus artículos de Lunes de Revolución, para proponer uno más cercano a la del clérigo ocupado en cosas trascendentales que, en un contexto muy distinto, defendiera hace décadas Julien Benda. Habría que objetar, además, que no ha sido la “sociedad”, sino el gobierno que fraudulentamente detenta su representación, quien ha admitido interesadamente a los hombres de letras. Lo que Arrufat percibe como una conquista es, en definitiva, el máximo de tolerancia posible de un régimen que coopta a los escritores mientras reprime a la disidencia cívica y la inteligentsia crítica.

Muy semejante es la posición de Leonardo Padura. En declaraciones a la revista disidente Consenso, el popular novelista afirma que el desencanto, tal como lo ha definido Jorge Fornet, “es una visión muy interrogadora de la realidad” pero “no es que sea una literatura que se oponga a un sistema o que cree una alternativa política desde la literatura, sino que es una literatura que interroga a la realidad cubana por encima de lo político.” Cabe preguntarse cómo en un país donde la politización totalitaria de la vida implica la privación de los más elementales derechos políticos de los ciudadanos es posible interrogar la realidad por encima de esa dimensión. La razonada decisión de esquivar o sobrevolar lo político no deja de constituir una toma de posición política. La separación de lo literario y lo político no es sino un espejismo; la diferencia entre “valoración política” y “visión más bien social” que esboza Padura, una diferencia de grado entre dos niveles de crítica del statu quo y de compromiso, si no con este, con ciertos valores en los que en última instancia se legitima.

Padura afirma que “el principal cambio que hace (su) generación en la literatura de los 80 es precisamente sacar la ortodoxia política de la literatura, por eso no tiene mucho sentido que (vuelvan) a meterla.” A lo que hay que replicar que la crítica de fondo o la disidencia ideológica no significan en modo alguno reintroducir la “ortodoxia política” en la literatura. La separación que Padura establece entre la literatura y la política, revolucionaria en relación con la total subordinación que establecía la escolástica marxista predominante durante los años setenta, puede volverse más bien conservadora en el contexto de una política cultural que ha tenido que adaptarse al brusco cambio de circunstancias de los años noventa. Ya se puede ser intimista, vanguardista, decadente, feminista, expresionista o absurdo; escribir como negro, como homosexual, como burgués, justo en la medida en que, desaparecido el antiguo contexto comunista, con ello el estado pretende adquirir una cierta respetabilidad democrática mientras mantiene la prohibición original de oponerse abiertamente. “Contra la Revolución, nada”.

martes, 6 de marzo de 2007

Ponte, el último cronista

Vengo de leer La fiesta vigilada, que acaba de presentarse en Barcelona. Publicado por Anagrama en la colección “Narrativas hispánicas”, este libro reflexivo y autobiográfico de Antonio José Ponte ofrece un singular testimonio de nuestra historia reciente. Aunque no escribe siempre en primera persona, la perspectiva de ese escritor cubano que durante su estadía en Porto en 1999 duda sobre si regresar a Cuba, y, ya de vuelta, es represaliado por las autoridades culturales, preside siempre este conjunto de meditaciones donde nombres como los de Sartre, Graham Greene y Simmel son convocados desde la Habana ruinosa y mísera del siglo XXI. El yo de Ponte aparece y desaparece como el Guadiana, confiriéndole a su ensayo una coherencia fundamental y algo de la urgencia que suele conllevar la autografía. “Escribo lo anterior en una casa que desaparecerá en esa marea”, confiesa luego de referirse a las inevitables demoliciones que en La Habana Vieja habrá que emprender. “Cuando pienso en el futuro, mi desesperación es urbanística. / A diferencia de quienes se centran en avizorar en otros campos la naturaleza de lo que vendrá, mi pregunta se centra en la suerte de unas calles.”

Se trata, pues, de la ciudad, de los efectos de la Revolución sobre ella. Ponte no es el último habitante de La Habana, como irónicamente fantasea, pero sí su último gran cronista, aquel a quien ha tocado dar fe de la etapa crepuscular que atravesamos. Si en sus Estampas de San Cristóbal Mañach ofreció el programa regeneracionista de una generación que reaccionaba a la corrupción política, y Lezama en sus artículos del Diario de la Marina vertió su nostalgia reaccionaria por una ciudad colonial de tradiciones criollas y fiestas católicas, a salvo de la impronta desustanciadora de la modernidad á la américaine, Ponte narra el efecto devastador de la Revolución Cubana sobre la ciudad capital, una devastación que constituye quizás el índice más visible de la destrucción de todo un país.

Las crónicas de Mañach, escritas y publicadas en 1925, reflejan la modernización de una ciudad en continuo movimiento, que acoge a inmigrantes europeos llegados por cientos y se encuentra en franca expansión en todas direcciones. La situación actual es justo la contraria: la gente trata de salir del país a toda costa, y, si viven en el interior, emigran a la capital, pero La Habana “no aguanta más” porque ha crecido muy poco en las últimas décadas y se ha deteriorado al punto de convertirse en un paisaje de ruinas habitadas. Tanto Mañach como Lezama lamentaron en sus crónicas habaneras la degradación de las antiguas casonas coloniales convertidas en cuarterías, pero la “tugurización” que describe Ponte va mucho más allá de aquel fenómeno propio de los tiempos republicanos; refleja un tipo de pobreza que, como la libreta de abastecimiento, caracteriza a la época revolucionaria.

Propiciadas por la desidia gubernamental, esas ruinas son el contexto apropiado para el discurso de estado de sitio que ha legitimado al régimen durante décadas: “La Habana es el escenario de una guerra ocurrida nunca”, dice Ponte. Y precisamente la preparación para esa guerra siempre anunciada y nunca producida en la que los cubanos hemos sido carne de cañón está estrechamente relacionada con la represión de la fiesta que convirtió a La Habana de 1958, ciudad de bares y victrolas cantada por Cabrera Infante, en la Habana austera y apagada de 1968, cantada por Cintio Vitier. La censura de PM marca el inicio del fin de la fiesta, que se consumó con aquella Ofensiva Revolucionaria que, nacionalizando lo que quedaba de propiedad privada y rebajando notablemente el poder del dinero, cerró bares y cabarets para una movilización total de la vida en torno a la defensa y la producción. Y no es hasta lo que vendría a ser la “defensiva contrarrevolucionaria” de los años noventa, cuando por causa de la crisis económica el gobierno se ve obligado a legalizar el dólar, que el dinero regresa, y con él la prostitución y la fiesta.

Quienes se interesen en esta parábola histórica no dejen de leer el libro de Ponte, lleno de observaciones agudas y referencias interesantes. Estetas del “período especial” llama a los jineteros y las jineteras, en lo que constituye una clara inversión de valores: la Revolución redimió a las prostitutas convirtiéndolas en taxistas o costureras; ahora las prostitutas vendrían a redimir al país de la grisura, gritando a los cuatro vientos, con todo el cuerpo, el fracaso de la ingeniería social comunista. Mejor que materia prima para la producción en serie del hombre nuevo, ser nuevamente objeto del deseo extranjero, paraíso caribeño como en los cincuenta. Como si la Revolución no dejara más herencia que esa especie de regreso al pasado, pero sin aquel esplendor, sin aquella gracia. Ya no está La Lupe, que tanto impresionó a Sartre y que representaba, con su frenesí y su teatralidad, esa energía erótica que el régimen canalizó en las movilizaciones, las campañas y las consignas, sino Buena Vista Social Club: unos viejitos rescatados por un músico norteamericano, buscando el club del célebre danzón en una ciudad donde la tradicional imprevisión y el choteo criollo sobreviven entre la ruina y la miseria.

Tiene razón Ponte cuando afirma que Buena Vista Social Club marca, simbólicamente, el regreso de la fiesta como la censura de PM anunció su clausura. Aunque no creo, como Ponte, que el documental de Sabá Cabrera infante y Orlando Jiménez Leal representara sólo una fiesta absolutamente ajena a la Revolución. Es cierto que la pareja del borracho y la mujer con la cerveza “adoptan la ligereza de un dios con respecto al momento del triunfo revolucionario”, pero quizás no dejan de expresar, ellos y los otros que fueron grabados aquella noche ordinaria de enero de 1961, una alegría que era también de algún modo consecuencia del triunfo de 1959. En defensa de PM, Jaime Sarusky señaló en la reunión de la Casa de las Américas que justamente por aquellos días había aumentado la producción de cerveza, y es cierto que muchas de las medidas tomadas por el gobierno revolucionario mejoraron notablemente la situación de las clases populares que son las que aparecen representadas en el documental.

No me parece exacto, tampoco, atribuirle a la fiesta clausurada por la revolución los valores de la festividad tradicional que Canetti describe en el fragmento citado por Ponte. Pues a esa fiesta donde se superan prohibiciones y separaciones la revolución, en tanto subversión del orden que fue el primero de enero de 1959, se acerca mucho más que el baile y la música de un bar. En el momento intempestivo del triunfo, ese que Piñera contara magistralmente en “La inundación”, la fiesta se une a la historia en un carnaval que dura poco. Luego viene la institucionalización de esa fiesta revolucionaria, la continua conmemoración del triunfo, el decreto de ser felices y de dar gracias por ello: la pedagogía y la policía, el puritanismo y los comités. Esa pretensión de hacer Historia que no nos ha dejado, al cabo de casi medio siglo, más que una ciudad que es, como bien dice Ponte, “un museo en ruinas” y una historia de represiones y miserias que este libro recién publicado nos cuenta como ningún otro.

Aunque hasta ahora me he referido sobre todo a los temas de dos de las cuatro partes que conforman La fiesta vigilada -“Caja negra de la fiesta” y “Un paréntesis de ruinas”- , las otras dos -“Nuestro hombre en La Habana(remix)” y “Una visita al Museo de la Inteligencia”, no son menos interesantes y sugerentes. Pero de seguir con ambas, mi comentario se extendería demasiado. No quiero, sin embargo, dejar de señalar lo mucho que este libro destaca entre los que en su género se han publicado en los últimos años. Se trata de una obra orgánica, no de un conjunto de escritos autonómos reunidos con la pretensión de pasar por tal; un ensayo escrito con el estilo irónico y sobrio al que Ponte nos tiene acostumbrados, haciendo gala de su extensa cultura pero sin referencias impertinentes, con la sensibilidad agudísima y algo melancólica del viandante que lo mismo camina por la ciudad que por la historia.

jueves, 1 de marzo de 2007

Polémicas de los sesenta

Finalmente, ha sido publicada esta compilación que la Dra. Pogolotti había anunciado en el conservatorio sobre las polémicas culturales de los sesenta efectuado en el verano de 2005 en el Museo de Bellas Artes, en el marco del evento "Mirar a los sesenta". El tomo, con un prólogo de la propia Graciella que puede leerse en La jiribilla, incluye algunas de las más sonadas polémicas de aquellos años de efervescencia revolucionaria. A saber: el famoso debate entre José Antonio Portuondo y Ambrosio Fornet a raíz del prólogo de aquel a El derrumbe, de José Soler Puig (del que falta la coda de le puso Manuel Díaz Martínez en su artículo "El poeta y el comisario"), el llamado "debate de los cineastas" en torno a la cultura revolucionaria (Jorge Fraga, Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, Juan Flo, entre otros), así como la polémica sobre el cine contemporáneo que entonces se estrenaba en Cuba, en la que participaron Alfredo Guevara y Blas Roca. Además, dos polémicas bastante conocidas en las que intervino Jesús Díaz en representación de la generación, o el grupo, del primer Caimán: su controversia con El Indio Naborí y la otra, mucho más ácida, que sostuvo con Ana María Simo. Más adelante, cuando tenga tiempo para leer o releer todos estos escritos, me gustaría ofrecer algunas reflexiones sobre estos y otros debates de la época. Por ahora, sólo señalar que es evidente que su rescate sólo es posible en el espacio que se abre a partir de la caída del muro de Berlín y la crisis de aquel dogmatismo marxista que en los sesenta pujaba con las fuerzas más abiertas a la vanguardia y al arte moderno (representadas por Fornet y, en alguna medida, por Díaz) y que terminó venciendo en 1971. La publicación de estos textos nunca antes recogidos en libro se produce, además, en el marco de una especie de nostalgia por los años sesenta, celebrada ahora como una etapa plena de una energía artística e intelectual que la Revolución habría perdido y que habría que recuperar. Ahora, cuando a raíz de las protestas electrónicas por la reaparición televisiva de Pavón se producen llamados al debate como el que acaba de hacer Arturo Arango en el ISA, estas polémicas, más allá de su valor como documentos históricos, cobran una cierta actualidad. Pero el contexto actual, determinado por el quinquenio gris mucho más de lo que parece a simple vista y por los sucesivos exilios de la intelligentsia, es muy distinto, y me temo que la lectura de aquellas polémicas no indica hoy más que la sospecha de que las formidables fuerzas creativas que, en estrecha relación con aquellos debates intelectuales, cuajaron en obras tan grandes como La noche de los asesinos y Memorias del subdesarrollo, están definitivamente perdidas. Pues la revolución terminó hace mucho tiempo, not with a bang, but with a whisper.