martes, 7 de julio de 2020

Academicismo no, rigor


      Pillado en una nueva contradicción, Antonio José Ponte apela a un recurso último: la literatura. Ya en su réplica de Facebook a mi extensa reseña de La lengua suelta y su apéndice, señalaba “la inefectividad que tienen los símiles deportivos a la hora de explicar la literatura y otras artes”. Ahora, aludiendo a mi breve nota, dice que “confunde las normas del ensayo académico con las de la literatura […] Lee el trabajo de Gabor/Ponte como si literatura académica fuera, y le hace exigencias académicas”. Es decir: como él no es académico, no tiene que poner “disclaimer” cuando se refiere a las sátiras de Ena Lucía Portela; puede criticarlas sin señalar que él es objeto de una. Como yo soy académico, estoy obligado a incluir un “disclaimer”: criticar las lápidas del Diccionario de la lengua suelta sin advertir al lector que una de ellas me está dedicada es deshonestidad de raíz, una suerte de pecado original que invalida mis argumentos.
     Además, como él no es académico, es injusto hacerle exigencias como las que yo le hago. Él puede decir que a cierto libro de viajes le falta “naipulismo” sin explicar exactamente qué es eso y por qué falta; puede decir que toda una obra narrativa se basa en meter a unos cuantos conocidos en la ficción cuando este recurso sólo es usado en un capítulo de cuatro novelas y en un cuento entre más de una decena... Esto es, él puede decir lo que quiera, tergiversar a sus anchas la obra de los demás, señalar supuestos defectos de libros sin ofrecer evidencia alguna, pero criticarlo a él, poner de manifiesto su doble rasero, sus inconsecuencias, es una impertinencia, porque él hace literatura y todo le está permitido.
      Este argumento no es nuevo; en ocasiones anteriores mis adversarios han apelado al mismo, señalándome, desde la supuesta altura que les otorgaría su condición de escritores, una falta de sensibilidad literaria que según ellos lastra la fuerza o pertinencia de mi crítica. Me resulta, sin embargo, el argumento de marras, particularmente impropio en el caso de Ponte, porque entra en flagrante contradicción con lo que él mismo ha sostenido públicamente en los últimos años. ¿No fue él quien, criticando con acritud la “anticuada comprensión del hecho literario” de Alberto Garrandés, escribió: “Descalifica así algo esencial de la literatura desde fines del siglo antepasado: el activismo público. […] A mí, por el contrario, me resulta difícil pensar que hago obra literaria solamente cuando escribo libros. Estas líneas son también parte de una obra literaria. De ninguna manera creo perder el tiempo en ellas, como supone el Garrandés antigualla. Pues no se trata de cuestión de tiempo, sino de espacio. Del espacio literario, y de un espacio literario como el cubano, en el que se mueven, en antagonías y negociaciones y acuerdos tácitos, escritores y comisarios políticos, y escritores que son comisarios. / Yo apuesto y he apostado por una mayor limpidez de ese espacio […]”?
     Pues bien, yo he mostrado cómo, a contrapelo de esa apuesta que Ponte reivindicaba contra las memorias de Garrandés, La lengua suelta y su mal llamado diccionario tienen una parte turbia, cenagosa. El seudónimo, cuyo propósito original era la crítica de las instituciones, es abusado para ningunear a escritores que nada tienen que ver con la oficialidad, en lo que viene a ser, en propiedad,  una suerte de contrabando. Pero no contrabando legítimo, ese al que se ha recurrido en Cuba, en tiempos de colonia y de castrismo, para sobrevivencia, sino contrabando innecesario, mezquino, de baja estofa. 
     Me concentré en los casos de Ena Lucía Portela y Ronaldo Menéndez, posiblemente los dos narradores más talentosos de la generación de Ponte, pero pude haber traído a colación otros ejemplos, como la entrada dedicada a Abilio Estévez, el mejor narrador de la generación anterior. Cierto que Ponte reconoce que “ha hecho una obra alejada, para bien, de la de los narradores de su generación” (La lengua suelta, p.550), pero toda la ficha la ocupa en hablar del libro aún no escrito por Abilio Estévez: el que contaría su amistad con Virgilio Piñera. “Agárrate a tu biografema”, cuenta Ponte que le dice a Abilio cada vez que se encuentran, instándolo a escribir ese libro de memorias, y ninguneando de paso todas las novelas de Abilio Estévez. Ni Tuyo es el reino, ni Los palacios distantes, ni El bailarín ruso de Montecarlo, ni Archipiélagos son mencionados, sino el libro aún por escribir, el libro que sin ser novela “será uno de sus mejores títulos, si no el mejor”: ese, justo ese, es el que destaca Ponte en su lápida. 
    Así, de manera ciertamente elegante, escamotea el mérito de la obra novelística de Abilio Estévez, mientras sigue insistiendo, para agrandar su escuálido curriculum de novelista, en que La fiesta vigilada es una novela. Ponte ridiculiza mi negativa, señalando que “desespera porque algo que no es novela sea entendido como novela”, cuando es él quien, en rigor, desespera; en lugar de esperar a haber escrito una nueva novela, se apresura en catalogar como novela un libro de ensayo, cayendo en una ridiculez semejante a algunas de las que critica en La lengua suelta. El argumento que, en otros lugares, ha dado al respecto no convence. La afirmación de que “La fiesta vigilada fue publicada por su editor español en una colección de novela” es, cuanto menos, inexacta. Esa de Anagrama no es una colección de novela; es una colección titulada “Narrativas hispánicas”, que ha publicado libros como El último lector y Formas breves de Ricardo Piglia, que no son para nada novelas. De "Panorama de narrativas", que viene a ser la contraparte dedicada por la misma editorial a escritores de otras lenguas, tengo en mi biblioteca Historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald. ¿Es este libro, por el mero hecho de haber salido en esa colección, una novela? Evidentemente no, es un ensayo. El uso de la primera persona, y el contar hechos acaecidos al autor, han sido desde siempre  parte de este género. Lo han hecho, entre nosotros, también Iván de la Nuez en La balsa perpetua y Roberto González Echevarría en Cuban Fiestas. Señalar esto no es prurito o pesadez académica, es sentido común y un mínimo de rigor. 
      Mi reseña tiene muchas páginas. Cito abundantemente: cada juicio debe estar fundamentado, por respeto a los lectores y al propio autor que es objeto de la crítica, Antonio José Ponte en este caso. Pero estos señalamientos míos son, según Ponte, fruto de una confusión: aplicarle al libro suyo “exigencias académicas”. Él, tan crítico de “la inexactitud y la flojera de pensamiento”,  de la “abulia del pensamiento” de los demás (José Prats Sariol;  Ambrosio Fornet, La lengua suelta, p.443), ahora, ante las evidencias de su propia falta de rigor, reclama para sí semejante lasitud, con la dudosa excusa de la naturaleza no académica de su obra. Pero, ¿no son también Ambrosio Fornet y José Prats Sariol, escritores? Ponte, no obstante, les exige a ellos rigor, sin creer que su exigencia sea exigencia academicista. Señalarle a él que no explica por qué "Río Quibú no resulta convincente" o por qué el final de Las bestias lo destruye (La lengua suelta, p.632), le parece, por otro lado, exigencia sin sentido. No esforzarse mínimamente en demostrar semejantes afirmaciones no es, en su caso, "abulia del pensamiento"; es "literatura". Decir que Ambrosio Fornet era partidario de la novela policial revolucionaria, cuando era partidario de otro tipo de novela, no es, en su caso, "inexactitud"; es "literatura". Manga estrecha para otros, manga ancha para él. Que argumenten sus juicios los académicos...
      Ponte, que reivindicaba estar haciendo "obra literaria" cuando escribía sus dos artículos contra Alberto Garrandés, ahora se parapetra detrás del muro de una literatura entendida en un sentido mucho más purista, postulando una polaridad entre lo literario y lo académico que resulta, en el caso que nos ocupa, notoriamente falaz. Porque ni su objeto -La lengua suelta y su apéndice- es propiamente literario, ni mi reseña es propiamente académica. Aunque se haya publicado en un sitio llamado Academia, no habría sido aceptada (como tampoco, por cierto, la mayoría de los ensayos reunidos en Días de fuego, años de humo y Malos tiempos para la lírica) en publicaciones académicas como Revista Iberoamericana, Revista Hispánica Moderna o Modern Languages Notes. Está situada, justamente, en ese espacio que él mencionaba en su demoledora crítica a Garrandés, el campo intelectual cubano que Ponte y yo compartimos. Y donde más de una vez, significativamente, hemos coincidido: si revisa el lector mis críticas a Padura y las que le ha hecho Ponte (NOTA 1), observará la diferencia entre dos estilos de crítica intelectual, pero no aquella entre un literato puro y un académico puro. Se ve que mi mirada hacia la obra de Padura es más afín a la de Ponte que a otros acercamientos a la obra de Padura producidos en la academia norteamericana (Detective Fiction in Cuban Literature and Society, de Stephen Wilkinson (Peter Lang, 2006), o las partes dedicadas a Padura en Comunity and Culture in Post-Soviet Cuba (Routledge, 2014) de Guillermina de Ferrari, por dar sólo dos ejemplos), en tanto proceden del mismo lugar, ese campo, literario y también crítico y también político, a que él se refería en su polémica con Garrandés. El cotejo de las sendas reseñas que dedicamos recientemente a Plaza sitiada de Norberto Fuentes (NOTA 2) arrojaría más evidencia de lo mismo. 
      Es una inconsecuencia, entonces, afirmar, por un lado, que se hace "obra literaria" cuando se escriben artículos como "Garrandés, confusión para medrar" y "Garrandés, siempre al servicio de la censura", y, por el otro, encasillar el tipo de crítica que yo practico en un marco estrictamente académico que ha de seguir otras reglas de juego. Si entre Ponte y yo hubiera esa distancia abismal, difícilmente nos habríamos encontrado nunca; es justo el espacio común lo que ha hecho posible un texto como mi reseña crítica de La lengua suelta y su mal llamado diccionario. El énfasis de Ponte en marcar una diferencia absoluta, destacando una y otra vez mis estudios universitarios en Cuba y Estados Unidos, como si todos mis ensayos y reseñas estuvieran determinados por los mismos, es un vano intento de blindar su obra a la crítica, un nuevo ardid, otro más, muy poco convincente.
         
   
      



NOTA 1: Reseñé La novela de mi vida en La Habana Elegante en 2003. En Encuentro en la red publiqué el artículo "Padura: política y literatura" en 2006. En Días de fuego, años de humo (Almenara, 2014) incluí el ensayo "Las furias, la "escualidez"..., donde contrasto la novelística de Padura con la de Ena Lucía Portela. Ponte reseñó La novela de mi vida en Encuentro de la cultura cubana, otoño-invierno de 2002/2003. Fermín Gabor dedicó la entrega 19 de La lengua suelta, publicada en 2004, íntegramente a Padura. Ponte reseñó El hombre que amaba a los perros en Diario de Cuba en 2011. 

NOTA 2: Mi reseña de Plaza sitiada (1 de octubre de 2018) puede leerse en Hypermedia magazine; la de Ponte (1 de septiembre de 2019), en Diario de Cuba.