La “identidad” viene a representar, en tiempos de crisis, un nuevo espacio de integración y tolerancia frente a los sectarismos del pasado. Así lo evidencia la lectura, por parte de Luisa Campuzano, del conocido poema “El sol en la nieve” –donde Raúl Hernández Novás imagina una confluencia dialógica de Casal y de Martí–, como un texto pionero de la “reformulación del canon literario nacional” que, marcando el fin de la “intolerancia” y el “dogmatismo” predominantes en los setenta, se descubre en textos posteriores como Santa Cecilia, de Abilio Estévez y “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, de Senel Paz. Según Campuzano, la “lección” contenida en el hecho de que el homosexual Diego epitomice la cultura cubana se despliega magistralmente en la película de Tabío y Gutiérrez Alea, donde decorados, música y diálogos contribuyen a componer un “panteón en el que tienen igual cabida todos los dioses tutelares de la cultura cubana. El Che y Bola de Nieve, Lezama y Rita Montaner, Fernando Ortiz y Ernesto Lecuona, Casal y Martí, porque la identidad nacional es un espacio de múltiples negociaciones y de permanente tolerancia, un inmenso puzzle de disímiles y cambiantes piezas en que cada una es necesaria para la sustentación de las restantes y para la lectura completa del conjunto.” (p20) (Luisa Campuzano, “Raúl Hernández Novás: el encuentro de Casal y Martí”, Revolución y cultura, septiembre-octubre de 2000.)
Considerada por los intelectuales oficialistas como una obra que, a diferencia de otros exorcismos basados en el “revanchismo” y el “resentimiento”, constituye “un modelo de cómo se puede, desde una visión revolucionaria y plenamente cubana y original, tocar fondo en el análisis de nuestros problemas con un saldo favorable y alentador para la sociedad en su conjunto” (Pedro de la Hoz, "Desterrar prejuicios", La gaceta de Cuba, No.2, 1994), ciertamente Fresa y chocolate no podía faltar en esa relación de obras que han reformulado satisfactoriamente la identidad nacional. Esa película de 1993, adaptación de en un relato publicado en 1990, es el mejor ejemplo de cómo, utilizada como una mediación en el rescate de figuras cimeras de la tradición cubana, la identidad nacional se convierte en objeto de un culto que alimenta aquella otra falsa identidad que interesa al régimen sostener: la que existe entre sí mismo y la nación.
Como en el cuento de Senel Paz, donde David es a un tiempo narrador y protagonista, en la película la historia se cuenta siempre desde la perspectiva de este personaje que representa a una Revolución renovada, liberada de prejuicios, ilustrada gracias al reconocimiento de sus propios errores. Diego, en cambio, resulta simbólicamente aprovechado por el mismo dispositivo que lo rechaza y lo condena al exilio. La sacralización de la “cultura cubana” en este filme delimita el nuevo espacio ideológico de un estado que, aunque más generoso en sus inclusiones, mantiene la misma hegemonía que antes excluyó a homosexuales y religiosos. Sacado del aire el programa de Nitza Villapol, que hubiera sido inconveniente en tiempos de tanta carestía, llega la cena lezamiana con retrato del Maestro en la pared, música de Lecuona y altar de la Caridad del Cobre incluidos: todo ello viene a ser una suerte de comprimido pedagógico de “Cultura cubana al minuto”, al que sólo faltaría integrar en off aquella frase rotunda de Armando Hart que sin pizca de ironía afirma que “La cultura cubana es una de las mayores síntesis de la cultura occidental.”
A la imagen totalizante de la identidad ofrecida por Campuzano a partir de Fresa y chocolate, subyace la idea de una cultura en cierto modo “desinteresada”, situada por encima de las pugnas políticas y civiles. En el relato de Senel Paz es evidente el reclamo, a través de la figura de Lezama, de cierta autonomía del arte: más que propaganda política, que esta sea expresión última de las esencias nacionales. El culto a la identidad nacional implica, en cierto modo, la adopción de una idea “burguesa” de la cultura como cultivo de la interioridad, al margen del espacio público de la confrontación política. Al defender la relativa autonomía de la cultura y la política, este giro humanista parece implicar un regreso a aquella “neutralidad de la cultura” que, propuesta por primera vez en tiempos de la primera dictadura de Batista, fue esgrimida por algunos de los intelectuales que colaboraron con la segunda.
Pero la nacionalización cultural, esa a la que se refiere Toledo y que resulta inseparable de la redefinición del canon celebrada por Campuzano, ocurre tres décadas después que las nacionalizaciones de los centrales y las refinerías precisamente porque los fenómenos de la cultura no son políticamente neutros como las fábricas y los inmuebles. Reivindicar hoy semejante neutralidad no implica entonces ya una posición crítica ante un estado que, falto de coartadas ideológicas, echa mano de los “idealismos” antes rechazados y comienza, si no a promover, sí a tolerar una “noción cultural de la cultura” que garantiza que los “creadores” no metan demasiado sus narices donde no ha sido llamada.
Es en las declaraciones de Arrufat donde mejor se evidencian los límites de la nueva reafirmación de la autonomía literaria. En la entrevista que le realizara Leonardo Padura, Arrufat afirma que “por primera vez la sociedad socialista ha entendido que puede haber un hombre de letras en ella, un escritor que solo se proponga hacer literatura y nada más, sin otras consecuencias, ni relación directa o unívoca con la realidad.” Es justo eso lo que ya se puede ser, y precisamente cuando la sociedad se aleja cada vez más de lo supuestamente socialista: hombre de letras, pero nunca persona que interviene libremente en la esfera pública. Arrufat deja así de lado el perfil de generalista comprometido propio del intelectual moderno, aquel que reivindicara en sus artículos de Lunes de Revolución, para proponer uno más cercano a la del clérigo ocupado en cosas trascendentales que, en un contexto muy distinto, defendiera hace décadas Julien Benda. Habría que objetar, además, que no ha sido la “sociedad”, sino el gobierno que fraudulentamente detenta su representación, quien ha admitido interesadamente a los hombres de letras. Lo que Arrufat percibe como una conquista es, en definitiva, el máximo de tolerancia posible de un régimen que coopta a los escritores mientras reprime a la disidencia cívica y la inteligentsia crítica.
Muy semejante es la posición de Leonardo Padura. En declaraciones a la revista disidente Consenso, el popular novelista afirma que el desencanto, tal como lo ha definido Jorge Fornet, “es una visión muy interrogadora de la realidad” pero “no es que sea una literatura que se oponga a un sistema o que cree una alternativa política desde la literatura, sino que es una literatura que interroga a la realidad cubana por encima de lo político.” Cabe preguntarse cómo en un país donde la politización totalitaria de la vida implica la privación de los más elementales derechos políticos de los ciudadanos es posible interrogar la realidad por encima de esa dimensión. La razonada decisión de esquivar o sobrevolar lo político no deja de constituir una toma de posición política. La separación de lo literario y lo político no es sino un espejismo; la diferencia entre “valoración política” y “visión más bien social” que esboza Padura, una diferencia de grado entre dos niveles de crítica del statu quo y de compromiso, si no con este, con ciertos valores en los que en última instancia se legitima.
Padura afirma que “el principal cambio que hace (su) generación en la literatura de los 80 es precisamente sacar la ortodoxia política de la literatura, por eso no tiene mucho sentido que (vuelvan) a meterla.” A lo que hay que replicar que la crítica de fondo o la disidencia ideológica no significan en modo alguno reintroducir la “ortodoxia política” en la literatura. La separación que Padura establece entre la literatura y la política, revolucionaria en relación con la total subordinación que establecía la escolástica marxista predominante durante los años setenta, puede volverse más bien conservadora en el contexto de una política cultural que ha tenido que adaptarse al brusco cambio de circunstancias de los años noventa. Ya se puede ser intimista, vanguardista, decadente, feminista, expresionista o absurdo; escribir como negro, como homosexual, como burgués, justo en la medida en que, desaparecido el antiguo contexto comunista, con ello el estado pretende adquirir una cierta respetabilidad democrática mientras mantiene la prohibición original de oponerse abiertamente. “Contra la Revolución, nada”.
3 comentarios:
Hola, Duanel!
Tu trabajo es muy byeno, gracias por hacerlo
Santa Camila de La Habana Vieja es del 62 y su autor es José R. Brene.
Sí, me equivoqué con Santa Cecilia, que es de 1995. Gracias. Ahora mismo lo corrijo.
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