Mi reseña de La lengua suelta y su apéndice no
es totalmente negativa; viene a ser lo que en inglés llaman “a mixed review”. A
ello apuntaba, al final, esa metáfora del ajedrez que a Ponte ha disgustado: en
mi opinión, el libro es evidencia de una partida perdida en el sentido de que,
si el proyecto esbozado en El libro perdido de los origenistas -ser el
heredero de los grandes escritores cubanos, autor, como ellos, de poemas y ficciones canónicos- se hubiera cumplido en las dos últimas décadas, posiblemente
la parte turbia de La lengua suelta y su "diccionario" no existirían, y Ponte
habría cumplido cabalmente con esa apuesta por la “limpidez” del “espacio
literario” que reclamaba para sí en su refutación de las memorias de Garrandés. Si Contrabando de sombras no
fuera, hasta hoy, su única novela, probablemente no insistiría tampoco, con
argumentos poco convincentes, en que La fiesta vigilada es una novela. (NOTA 1)
Pero La
lengua suelta es también una partida ganada: las crónicas son, en muchos
casos, excelentes, y el humor que hay en las mismas, lejos de ser cuestionado,
es celebrado en mi reseña. Ponte prefiere, sin embargo, obviar esa parte,
tergiversado completamente el sentido de mi crítica al afirmar que yo “propugno el
suicidio de la sátira y el humor”. Cuando está más que claro que las entradas
del glosario en las que legítimamente me detengo no contienen absolutamente nada de humor. Para
los lectores que no disponen del libro sobre el que discutimos, trascribo a continuación la ficha dedicada a Ronaldo Menéndez:
“La publicación de su libro de cuentos El derecho
al pataleo de los ahorcados (Fondo Editorial Casa de las Américas, La
Habana, 1997), así como su inclusión entre los escritores de Bogotá 39,
permitieron augurarle una carrera no del todo cumplida hasta ahora. El mejor de
sus libros, Las bestias (Lengua de Trapo, Madrid, 2006), tiene un final
que lo desluce, o puede que lo destruya. Su incursión en lo policial -Río
Quibú (Lengua de Trapo, Madrid, 2008) -no resulta convincente, y Rojo
aceituna. Un viaje a la sombra del comunismo (Páginas de Espuma, Madrid,
2014), que lo llevó por Cuba, al sudeste asiático y otras tierras, habría
necesitado de un mayor naipulismo. Conduce en Madrid un taller de escritura y ha escrito manuales que, según me confirman, resultan útiles. Uno de ellos se titula, temerariamente, Cinco golpes de genio. Técnicas fundamentales en el arte de escribir cuentos (ALBA, Madrid, 2013). Otro enseña a viajar para escribir: Contar las huellas. Claves para contar tu viaje (ALBA, Madrid, 2014).” (La lengua suelta, seguido del Diccionario de La lengua suelta, Renacimiento, Sevilla, 2020, p.632)
¿Dónde está la sátira aquí? ¿dónde el humor? No
hay ni siquiera ironía. Yo insisto: aquí Ponte habla como crítico literario, no
como humorista. Está usando el seudónimo (el "diccionario", aunque publicado
con su nombre, no tendría razón de ser sin la existencia previa de la columna
de Fermín Gabor), para un propósito distinto, y mucho menos noble, que el
declarado. Cuando Ponte afirma, en el prólogo, que aspira a “que estas lápidas
sean entendidas como continuación del trabajo lapidario de Gabor” (p.9), está
falsificando, porque las crónicas de Gabor eran crónicas de “las instituciones,
ácido mediante”, y Ronaldo Menéndez no tiene nada que ver con esas instituciones. Los
“personajes de La lengua suelta” son Miguel Barnet, Pablo Armando
Fernández, Ambrosio Fornet, Francisco López Sacha, Arturo Arango, Rufo Caballero..., quienes
pasan de una crónica a otra por su centralidad en el establishment
cubano de los años dos mil, no alguien como Ronaldo Menéndez. Pero Ponte
aprovecha que su nombre fue mentado, a raíz de su inclusión en Bogotá 39, o más
bien, de unos comentarios que a propósito hiciera Jorge Fornet, para incluir
esa entrada donde no hace más que ningunear la obra del mejor cuentista de su
generación. Es sólo ahí, medio camufladas en un pretendido diccionario supuestamente
compuesto para “explicar la sobrevida” de “los personajes” de La lengua
suelta, que puede dar salida a opiniones que, en el marco de una crítica comme
il faut, una reseña o un ensayo (académico o no), tendría que haber argumentado
mínimamente.
De modo
que esto es la muerte, donde se incluyen cuentos antológicos como “Carne” y
“Eguereguá, la potencia”, no es mencionado en la ficha, donde sí se consignan
los manuales de técnica narrativa que ha escrito Ronaldo Menéndez, que
obviamente son secundarios, o no forman parte de su obra literaria. De modo
que esto es la muerte se publicó en Lengua de Trapo en 2002, el mismo año
en que Mondadori sacó Contrabando de sombras. Ronaldo Ménendez ha publicado, después, cuatro libros de ficción: Las bestias, Río Quibú,
Covers. En soledad y compañía y La casa y la isla. Antonio José
Ponte ninguno. Si el envés de la trama urdida en El libro perdido de los
origenistas eran los libros por venir, la promesa literaria, el envés de
la trama de este último libro suyo es el incumplimiendo de esa promesa, los libros que no llegaron. En su lugar, Ponte usa el
prestigio adquirido en la crítica de comisarios y censores para ningunear a escritores no oficialistas.
Es difícil
imaginarse a Borges haciendo una triquiñuela parecida, pero Ponte recurre ahora a él para no tener que hacerse cargo de lo
que escribió. Es humor, no hay que tomárselo tan en serio, no es un ensayo académico… Colocándome prácticamente en el lugar de un personaje inspirado, por cierto, en Borges, el
bibliotecario ciego de El nombre de la rosa, que quería quemar la Comedia
de Aristóteles. La tergiversación no puede ser más burda. Porque fue
Antonio José Ponte quien escribió, a propósito de Ena Lucía Portela: “Su
especialidad consiste en tomar algunos conocidos y convertirlos en personajes
de sus historias, y tal vez ella sea la mejor exponente de eso que podría
llamarse narrativa saprofítica.” (p.31) Es él quien negó todo valor a la sátira
(“carente de imaginación como para inventar personajes o situaciones”, p.32); yo
quien vino a recordarle que la misma tiene larga prosapia literaria. ¡Y ahora quiere
presentarme como enemigo de la sátira!
Es una contradicción,
por otro lado, que afirme que los personajes de las sátiras de Ena Lucía
Portela son “conocidos”, y por el otro lado niegue que esas adjudicaciones puedan
hacerse. (Si, por tratarse de novelas, no se pudieran adjudicar personajes a
personas, entonces no existirían las novelas en clave, obras de ficción donde
algunos personajes son caricaturas o trasuntos de personas reales y la
adjudicación, para quienes conocen el contexto, es relativamente fácil.) La
sátira en cuestión, ciertamente, no es tan maliciosa, pero tampoco es tan
benévola como afirma Ponte. Es verdad que, después de describir a “el Centro
del Centro” como “un hombre con muchísimo poder que se iba a dedicar por el
resto de su vida a escribir (y publicar) reseñas malévolas sobre los libros de
sus enemigos, de esos infames cuyos cadáveres esperaba ver pasar por delante de
su puerta en el estilo de Al Andalus, ya que los muy necios se habían atrevido
a faltarle el respeto al no concederle no sé qué premio que nadie merecía más
que él”, Camila se pregunta por un instante si él no sería Emilio U”(El
pájaro: pincel y tinta china, Unión, La Habana, 1998, p.155). El retrato continúa, sin
embargo (y esta es la parte que Ponte omite): “Pero no lograba imaginar al
objeto de su búsqueda convertido en Centro de nada”(p.156). Para Camila, ese
objeto de su búsqueda “de ninguna manera podía ser el Centro”. Porque a la
jovialidad “nunca la escucharás decir “como enemigo soy malo”, ni tampoco
proferir amenazas: es tan descarada que se cree buena”.(p.156)
En todo
caso, yo no he dicho que esta sátira sea la única motivación de la saña de
Ponte hacia Ena Lucía Portela. Dije que podría, dada la existencia de la misma,
haberle reclamado a él un “disclaimer” como ese que él me reclama a mí, pero que
tales “disclaimers” son innecesarios. Lo que yo sostengo es justo lo contrario:
da lo mismo; como da lo mismo si mi única motivación es que me haya molestado
la entrada que Ponte me dedicó en su glosario. Lo que importa es la crítica en sí, lo que se ha escrito sobre la obra de los demás: lo que escribe Ponte de
las novelas de Portela es, insisto, una tergiversación burda, y como tal la
refuto sin necesidad de atribuirle o “inventarle una causalidad”. Mi reseña de
su libro no lo es –ofrece evidencias textuales, prescinde de argumentos ad
hominem-, y es Ponte quien, incapaz de refutar mis señalamientos, ha sugerido
que la ficha que me escribió es el origen oculto de mi crítica a
su libro.
En su réplica,
titulada “Esto es lo que pasa cuando Duanel Díaz Infante lee literatura”, él señala,
a propósito de un email que recientemente le enviara Laidi Fernández de Juan, “cierta lógica,
extendida en el gremio”, según la cual “las objeciones literarias o políticas
brotan de una ofensa previa”. Y luego afirma que “al pasar de reseñar y citar
favorablemente libros míos anteriores a mostrar su desacuerdo crítico con este
último, donde su nombre aparece referido, y al silenciar tal referencia, Díaz
Infante da indicios de incurrir en esa lógica”. Ponte insiste así en que mi
reseña es, en lo fundamental, consecuencia de mi disgusto por la “lápida” de marras, y menciona un supuesto cambio mío de perspectiva en relación a su
obra como prueba de que ando movido por semejante “lógica” gremial. (NOTA 2) Se trata de
una nueva falsedad, como demostraré a continuación.
Todas mis referencias favorables a la obra de Ponte son de lo que en mi opinión constituye la parte más valiosa de
la misma. A saber, estos tres volúmenes: el que forman Las comidas
profundas y Un seguidor de Montaigne mira a La Habana (ensayos que
se publicaron originalmente de forma independiente pero fueron reunidos por Verbum en
2001), El libro perdido de los origenistas y La fiesta vigilada.
La mayoría de mis citas son, de hecho, a los ensayos de El libro
perdido de los origenistas, cuya calidad reconozco en mi reseña de La lengua suelta. (Sin que
esto implique, por supuesto, que esté de acuerdo con todo lo que ahí se afirme.)
En “Spleen y revolución”, por ejemplo, cito dos frases de “Casal
contemporáneo”, justamente uno de los ensayos que menciono en mi
reseña al señalar la diferencia de calidad
entre aquellos escritos en los noventa y los tres ensayos que componen Villa
Marista en Plata. Jamás he hecho referencias a la poesía de
Ponte (a otros poetas de su generación, como Juan Carlos Flores, Pedro Marqués de Armas y otros poetas del grupo Diáspora(s) sí les he dedicado
reseñas y elogios), ni tampoco a su obra narrativa, que en mi opinión carece de
interés.
Con una
única excepción: el relato “Un arte de hacer ruinas”. En el último capítulo de
La revolución congelada, propongo una lectura de ese cuento junto
a “Visión sobre los escombros” de Pedro Juan Gutiérrez, en el contexto de la
serie literaria de las casas tomadas, que es una de las líneas maestras de mi
interpretación de la Revolución. Allí lo llamo, como a Pedro Juan Gutiérrez,
“uno de los más reconocidos narradores cubanos contemporáneos”.(La
revolución congelada, Verbum, Madrid, 2014, p.204) No hago sino consignar
un hecho: la obra de Ponte ha conseguido atraer la atención de la crítica
mucho más que las de Ena Lucía Portela, Ronaldo Menéndez, Rolando Sánchez
Mejías o cualquier otro de los narradores de su generación que, en mi criterio, lo
superan ampliamente en calidad. En mi lectura del cuento de Ponte, como en el
de Pedro Juan Gutiérrez, no hay juicio de valor alguno, como sí lo hay,
evidentemente, cuando he calificado la obra narrativa de Ena Lucía Portela de
“extraordinaria”, y algunos cuentos y noveletas de Ronaldo Menéndez de
“magistrales”. En otro ensayo mío, “Flâneur, Prometeo, ruinas”,
vuelvo a la obra de Ponte, y a ese cuento en particular, “el relato más
conocido de Ponte”(Malos tiempos para la lírica, pp.70-71), que me
interesa sobre todo por el tema que aborda y que es, indudablemente, el mejor
de los recogidos en Cuentos de todas partes del imperio y Corazón de
skitalietz. Y afirmo, ahí mismo, que Un seguidor de Montaigne
mira a La Habana es “uno de los más bellos ensayos
escritos en Cuba en las últimas décadas”(Malos tiempos para la lírica,
p.68). No hay, como se ve, contradicción o solución de continuidad alguna entre estas
referencias y lo que he escrito en mi lectura
de La lengua suelta y su apéndice.
En cuando
a reseñas de su obra, como ya señalé en la que ha dado origen a esta polémica,
en este propio sitio reseñé La fiesta vigilada. Es el
único libro de Ponte que he reseñado, entre otras cosas porque yo empecé a
escribir reseñas por allá por 2003 o 2004, y desde entonces, aparte de reediciones, Ponte sólo ha
publicado, además de La fiesta vigilada, Villa Marista en Plata,
y ahora La lengua suelta, seguido del Diccionario de La lengua suelta. Ponte quiere creer que la
diferencia entre mis reseñas de esos dos libros suyos está en la “lápida” que
me dedicó; yo afirmo que está en los respectivos objetos: La fiesta vigilada
es un libro excelente; este último uno desigual, defectuoso, sobre todo su
segunda parte. Si el libro no tuviera los defectos que le señalo (y algunos de
ellos son, por cierto, estéticos, a saber, la adición de un apéndice
impropiamente llamado, con errores factuales, demasiado heterogéneo y que
atenta, al fin y al cabo, contra la redondez de un volumen que habría quedado
mucho mejor si sólo incluyera las crónicas de Gabor bien editadas por Ponte), por
mucho que yo quisiera reseñarlo negativamente, no lo habría conseguido.
De
haberme, en tal caso, empeñado, habría escrito una cosa tan basta como
las opiniones de Gabor/Ponte sobre las novelas de Ena Lucía Portela en La
Lengua suelta y su glosario. Ahora él dice en su descargo que no ha
“aspirado a reseñar el trabajo literario de Portela”. Y ahí está el problema:
que sí lo hace, a medias. Esto escribe, a propósito de Con hambre y sin
dinero:
“Ena Lucía Portela es esa profesora con pánico a no
conectar con sus alumnos que intenta, a toda costa, ser divertida. O la
estudiante que desea ocultar su sapiencia de la burla de los condiscípulos,
pero no puede dejar de lucirla, y por eso la humilla antes. Le toca iniciar los
trabajos de rechifla, a ver si así desanima a los demás a rechiflarla. Envarada
cuando intenta pasar por desenvuelta, pedante a fuerza de evitar serlo, gasta
demasiado esfuerzo en introducir un título o el nombre de un autor. Si se propuso
restar engolamiento, termina por resultar aún más engolada. La voz de sus
ensayos permanece en esos pasillos universitarios en los que se debate entre
ocultarse o brillar, en tanto sus novelas abundan en sueltas alusiones
literarias, si bien acogidas al modelo del Julio Cortázar novelista, tan
postizo y esnob.”(p.668)
Mientras en entradas dedicadas a otros autores él menciona
varios de los títulos de los mismos, en este caso Ponte se concentra en un solo
libro, una recopilación de artículos, ensayos y notas testimoniales que apenas
tiene peso en la obra literaria de Ena Lucía Portela. Pero no deja de colar, en
la conclusión de la “lápida”, un juicio global sobre sus novelas. Ponte reseña
y no reseña, tira la piedra y esconde la mano. Si no conoce todas las novelas
de la autora de Djuna y Daniel, como ahora parece sugerir, ¿cómo se
atreve a hablar de ellas, a calificarlas?
Confrontado con las evidencias de sus turbios manejos, Ponte afirmó, primero, que yo era un académico, por lo que le hacía exigencias impertinentes a su libro. Ahora va más allá, descalificándome con una frase en el estilo vernáculo de La lengua suelta pero aquí resulta algo fuera de tono: “no sabe ni dónde está parado”. No sé, según él, nada de
literatura. Soy como el filisteo tan denostado por los literatos del fin de
siglo: celui qui ne comprends pas. Donde se trate de una obra de
imaginación, mejor que no me lance al agua, porque no doy pie. Este argumento
es un no-argumento, doblemente falaz. Primero, La lengua suelta no es
una obra de imaginación, y mucho menos su apéndice: Ponte -ya lo señalaba en mi
reseña- no deriva hacia la ficción como Arenas en las sátiras y trabalenguas de
El color del verano. El libro suyo es fundamentalmente referencial. Tiene,
eso sí, un estilo propio, distintivo, pero una cosa es el estilo y otra la
imaginación. Ni él es André Breton, ni yo Anatole France o cualquier otro
miembro de la Academie Française.
Se trata,
por otro lado, como ya señalé en una ocasión anterior a propósito del mismo
no-argumento, de una petición de principio: ni Ponte ni ninguno de los que lo
han esgrimido antes ha demostrado esa incapacidad mía para leer literatura (a
la que se refieren como un hecho dado, tan evidente e inalterable como mi
complexión física o el color de mis ojos), de modo que la conclusión está ya contenida en la
premisa: mi reseña es equivocada porque yo no sé leer literatura. Esto es,
porque señala cosas que a Ponte le habría gustado que no se señalaran. Él quería pontificar, tergiversar y ningunear a su gusto, sin que nadie lo pusiera en
evidencia; sin que ninguna voz crítica viniera a desentonar entre los aplausos. Si
yo hubiera escrito una reseña completamente elogiosa de La lengua suelta
y su pretendido diccionario, entonces Ponte no habría afirmado que “esto es lo que pasa
cuando Duanel Díaz Infante lee literatura”; le habría parecido, en ese caso,
una buena lectura. Se trata, evidentemente, de un enunciado circular,
tautológico: mi reseña es equivocada porque yo no sé leer literatura, y yo no
sé leer literatura porque mi reseña es equivocada. Duanel Díaz Infante "no sabe ni donde está parado" es una afirmación al estilo de "Ena Lucía Portela ha escrito algunas de las páginas más bobas de la reciente literatura cubana" (p.31), justamente de esas que yo destaco en mi crítica del Diccionario de la lengua suelta.
A los hechos remitámonos. Aunque
ahora se parapete detrás del humor, Ponte ha colado en su último libro, con el pretexto de unas crónicas
que se burlan del oficialismo, un conato de canon de la narrativa cubana de su
generación que nada tiene de humorístico. Lo escrito, escrito está: es Ponte
quien señalado que las novelas de Ena Lucía Portela carecen de valor literario,
que Las bestias y Río Quibú son libros defectuosos. Yo, no ahora
por llevarle la contraria, sino en ensayos y reseñas anteriores, he celebrado
la calidad de la narrativa de Ena Lucía Portela y Ronaldo Menéndez. Ponte niega
esa calidad, mientras se muestra complaciente con las novelas de Wendy Guerra y dedicó una reseña elogiosa a Todos se van, que
es mucho mejor que las posteriores novelas de su autora pero notablemente
inferior a las de Ena Lucía Portela y Ronaldo Menéndez. Descontando algún que
otro artículo de juventud, nunca recogido en libro, no creo que yo haya jamás errado
tanto en cuanto a valoración literaria se refiere. Si esta polémica, como
espero, sirve para que más lectores se acerquen a las novelas de Ena Lucía
Portela, Ronaldo Menéndez y Wendy Guerra mencionadas aquí, con el tiempo se
verá quién de los dos, Ponte o yo, en el caso de la narrativa cubana contemporánea (ficción,
no estamos discutiendo del ideario autonomista o de Fernando Ortiz), está
acertado y quién no. Una de dos: o él es un mal crítico literario, y entonces
no puede dar lecciones de apreciación literaria, o, actuando de mala fe, ha
escrito lo que ha escrito para influir en los lectores que lo siguen, rebajando en provecho propio las obras de los mejores narradores de su generación.
Tan crítico de los exabruptos de Zoé
Valdés en contra de sus detractores y de sus competidores literarios, tanto que
los vinculó con su señalamiento de que “la carrera de Zoé Valdés está agotada”
(p.221), tanto que dijo que Zoé Valdés “falsifica” (p.455), ¿no viene a hacer,
después de todo, algo parecido, primero con el espurio canon que ha pasado
de contrabando y, luego, con la manera impropia en que ha reaccionado a mi reseña
crítica, tachándola, primero, de "deshonesta" (por la falta del "disclaimer"); tergiversando, luego, groseramente el sentido de mi crítica al pintarme como enemigo del género humorístico, y descalificándome, por último, como crítico literario usando una frase demasiado coloquial? No es Ena Lucía Portela, después de todo, quien derivara hacia el
“valdesianismo”(p.221), como señala Fermín Gabor en una de las entregas de La lengua suelta; es
el propio Antonio José Ponte quien de cierta forma, no ajena a la justicia
poética, ha caído en el valdesianismo. Un valdesianismo menos chusma, más
taimado; un valdesianismo elegante, pero igual de lamentable.
NOTA 1: En su
entrevista con Lage, él señaló que podía convenirse que era novela porque
-vuelvo a citarlo textualmente, para que se vea que no estoy manipulando en
modo alguno de sus palabras- “La fiesta vigilada fue publicada por su
editor español en una colección de novela”. Yo he demostrado la falsedad de esta
afirmación; mencioné libros de Ricardo Piglia, pude haber mencionado otros como Prosa
y circunstancia de Enrique Lynch, o, publicados más recientemente, Tema
libre de Alejandro Zambra y Hombres elegantes y otros artículos de
Milena Busquets. Quien vaya al catálogo de Anagrama comprobará que “Narrativas
hispánicas” no es una colección de novela: ha publicado novelas, ensayos,
crónicas, artículos, testimonios, memorias…, prácticamente todo menos poesía. Refutado su principal argumento, Ponte presenta ahora una nota de contraportada como evidencia. ¿No sabe él que este tipo de paratextos no son demasiado confiables? (En la nota de contraportada de Domingo de Revolución, leemos: "Con esta novela, Guerra se confirma como una de las autoras latinoamericanas más agudas y sofisticadas en la construcción de sus historias.") A
Ponte le parece que las palabras “narrador” y “narración”, repetidas en la nota de su libro, apuntan a lo novelístico. Sin entrar en disquisiciones teóricas y para no
extenderme más en el asunto, yo sugiero que la palabra que, en vez de “narración”,
apuntaría a la novela como género es “ficción”. La fiesta vigilada es un libro ensayístico. Y como tal
lo considera, por cierto, Teresa Basile en “Interiores de una isla en fuga. El
“ensayo” en Antonio José Ponte”, señalando: “Los dos polos que Montaigne unía
en sus ensayos -el moi-même y el registro del mundo- acá se
entrelazan para narrar el testimonio de un escritor en la Cuba vigilada de los
noventa.”(La vigilia cubana. Sobre Antonio José Ponte, Beatriz Viterbo, Rosario, 2010, p.210.) Así como Ponte no es el único que considera que La fiesta vigilada es una novela, no soy yo el único que afirma que es un libro de ensayo.
NOTA 2: He aquí, por cierto, otro ejemplo del doble rasero en que Ponte, una vez más, incurre. En la entrada dedicada a José Manuel Prieto, él escribe: "Gabor se ocupa de una obra suya no muy feliz, pero yo tuve la suerte de reseñar en La Gaceta de Cuba los cuentos de su primer libro: Nunca antes habías visto el rojo (Letras Cubanas, La Habana, 1996) Y suerte de entusiasmarme." Para luego añadir: "Ninguno de sus libros posteriores me ha traído contento parecido, y ya me aburre tropezarme en ellos con la misma historia. (...) Cambian de un título a otro las formas que engloban esa historia repetida, recurre Prieto a la enciclopedia o el epistolario, pero en ninguno de ellos halla el lector las gratificaciones de un estilo literario, por muy nabokoviano que el autor guste de considerarse. Su español sabe a traducción y es como si, en cada nuevo libro, el traductor se le hiciera más torpe." (p.673) También en el caso de Antón Arrufat, Ponte parece haber elogiado una parte de la obra en algún momento, y adoptar una actitud más crítica en La lengua suelta. En la entrada dedicada a este, él recuerda que pronunció unas palabras en el homenaje público que se le dedicó a Arrufat en 1995, en las cuales le reclamó "alguna pequeña obra maestra en algún género"(p.498), que, afirma ahora Ponte, no llegó: "En cuanto a literatura, nada de lo que ha publicado a partir de los 60 años alcanza a satisfacer la petición que le hice."(p.501) Como se ve, a Ponte le parece normal haberse entusiasmado con el primer libro de Prieto pero no con los siguientes, haber reseñado aquel con entusiasmo y criticar los otros con acritud; le parece natural haber tenido fe en las posibilidades literarias de Arrufat hasta cierto momento y perderla luego. Pero ve sospechoso que yo me haya entusiasmado con La fiesta vigilada y le ponga ahora objeciones a La lengua suelta, seguido del Diccionario de la Lengua suelta.