lunes, 30 de junio de 2025

Ponte no puede; no puede Ponte

 

Ponte no puede, no puede Ponte

 

 

 

      Antonio José Ponte dedicó sendos artículos a refutar un par de detalles en unas memorias de Alberto Garrandés, poniendo mucho empeño en dejar bien claro que este fue, en los años noventa, “un comisario político más”. A raíz de la salida de mi ensayo “La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crítica e interpretación”, hace un tiempo, y ahora del libro donde el mismo aparece junto a otros escritos míos sobre el mismo autor, Ponte ha sacado un par de notas en Facebook, que ni siquiera tangencialmente se ocupan de mis argumentos. El contraste es llamativo. ¿Por qué él, que dedicó tiempo al asunto de Garrandés, todo a partir de unas supuestas páginas en blanco o una nota aclaratoria que mencionaba a Guillermo Cabrera Infante pero no a Antonio José Ponte, no intenta refutar mis señalamientos sobre la mala lectura a que ha sido sometida la obra de García Vega, uno de cuyos gestores es justamente Antonio José Ponte?

         No es que él no crea en la necesidad de la polémica razonada. En su polémica con Amauri Gutiérrez Coto en la revista Vitral, rechazaba el “pensar a medias”, el “miedo a razonar” a partir de las evidencias a mano. Replicando a una reseña de El libro perdido de los origenistas, Ponte le pedía al autor de la misma que mostrara “más respeto por los hechos históricos y que impusiera un mayor número de pruebas a sus tesis antes de publicarlas” (“Contra la fábula del pequeño funcionario”, Vitral, Pinar del Río, No. 68, julio-agosto de 2005). En esa primera réplica, y en la siguiente, donde igualmente le señalaba “una terca despreocupación frente a los hechos”, Ponte citaba con abundancia a su oponente, antes de proceder a refutarlo.     

      Ahora, en cambio, Ponte rehúye el debate. En lugar de detenerse en mis críticas y defender consecuentemente su lectura de García Vega, a la publicación de “La invención de Lorenzo García Vega” respondió con una nota donde se metía de forma pueril con aquellos que la habían elogiado -comentario tan insustancial que no merecía réplica. Ahora, ante la noticia de que ese ensayo está recogido en libro, en vez de reseñarlo comme il faut, enzarzarse con él como hizo en su momento con las memorias de Garrandés -que eran, por cierto, unos cuantos artículos, ni siquiera un libro-, o con la reseña de Gutiérrez Coto -¿tenían las objeciones de este a El libro perdido de los origenistas más mérito que las mías a “Por Los años de Orígenes”, ensayo incluido en ese mismo libro?-,  Ponte se apresura, de nuevo, a hacer una fácil caricatura, esta vez a partir de la nota de contraportada, sacándola de contexto.  

       Se trata, según Ponte, de meras diferencias de opinión, y yo caigo en el dogmatismo al criticar a todos los que han leído a García Vega de una manera distinta a la mía. Culpable de mala fe, Ponte no lo es de originalidad: he aquí la misma falacia que esgrimieron, desde Rialta, los escritores con quienes polemicé en 2017, quienes me tacharon de comisario “como si yo hubiera criticado Devastación del Hotel San Luis por no ser El libro negro del castrismo, o Ritmos acribillados por faltarle el lenguaje claro y combativo de Fuera del juego”, y merece ahora la misma respuesta, que se puede encontrar en el ensayo “La nueva ortodoxia, el marxismo, y la literatura cubana según García Vega”, uno de los siete recopilados en La invención de García Vega. Anatomía de un culto literario. Y es que no se trata, fundamentalmente, de una cuestión de opiniones. El propio Ponte reconoce que "lo que ofrece García Vega es una serie de interpretaciones sobre Orígenes" (El libro perdido de los origenistas, Aldus, México DF, 2002, p.82) Hay en Los años de Orígenes, más allá de ello, una tesis sobre la tradición literaria cubana e incluso, sobre la historia de Cuba; cuestionar esa tesis -que se encuentra también en El oficio de perder y en otros ensayos de García Vega, algunos de los cuales no han sido recogidos en libro- es tan legítimo como, pongamos por caso, hacerlo con El laberinto de la soledad -cosa que ha ocurrido, por cierto, en México-, o con Lo cubano en la poesía, cosa que, desde luego, ha ocurrido en Cuba.

       Aunque, para ser del todo justo, debo admitir que hay una parte que sí resulta, en última instancia, materia de opinión; me refiero a la valoración de la obra propiamente literaria de García Vega, de su poesía y su narrativa. Ahí se produjo, por cierto, lo que es acaso el mayor cambio que el lector podrá advertir a lo largo de estos textos escritos en un lapso de casi dos décadas. Si todavía a fines de 2017, dejando claro que no estaba cuestionando esa parte, concedía yo que García Vega era un autor “importante”, esa opinión ha cambiado tras la lectura de su obra completa que hice para “La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crítica e interpretación”. Me impresionaron, sobre todo, para mal, Espirales del Cuje y Devastación del hotel San Luis, sus dos novelas, y eso me dio aún más la medida de lo sobrevalorado que ha sido García Vega desde que Ponte comenzara su canonización en 1994. Se trata, en mi opinión, de un escritor menor, no ya comparado a clásicos de la literatura cubana como Novás Calvo, Piñera y Sarduy, a quienes García Vega minimiza en su interesado relato, sino incluso a muchos autores contemporáneos.  

       Pero, insisto, eso que puede reducirse en última instancia a opinión, a valoración literaria, es marginal en los textos compilados en este libro de Casa Vacía. Ponte lo sabe, y es por eso que busca desesperadamente convertir el asunto en una discrepancia de opiniones. De ser así, no habría espacio para el debate; si todas las lecturas son legítimas, ¿cómo afearle a Vitier su lectura de La isla en peso en Lo cubano en la poesía? ¿su lectura de la República en Ese sol del mundo moral? Ponte ha afeado aquella, ha criticado esta; cuando se trata, sin embargo, de debatir esa caricatura de la obra de Piñera que de modo sistemático ofrece García Vega, o esa caricatura de la tradición literaria cubana que ofrece, también de modo sistemático, García Vega, o esa caricatura de la República que ofrece siempre García Vega, él cae en un subjetivismo ramplón. Pretender, con obvia mala fe, que todo se reduce a una cuestión de perspectiva es su único modo de esquivar las evidencias, porque “La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crítica e interpretación” demuestra que su lectura, la de Ponte, de Los años de Orígenes es, objetivamente, una mala lectura, y demuestra también que Ponte ni siquiera se ha leído bien a García Vega, porque de haberlo hecho no habría escrito cosas tan disparatadas como que “podría afirmarse que la casi veintena de libros publicados por García Vega pertenece” al género del zuihitsu, o que “cercano en su juventud a José Lezama Lima […] no hay que buscar en sus páginas influencias de aquél.” (“El hombre que quería escribir una novela mala”, Babelia, 15 de junio de 2007) La respuesta a la pregunta de marras -¿por qué Ponte refuta las memorias de Garrandés, y refuta “Sobre la orinología pontiana”, de Gutiérrez Coto, pero no “La invención de Lorenzo García Vega”, de quien esto escribe?- es, entonces, obvia: Ponte no refuta, no argumenta, no debate como se debe, porque, sencillamente, en este caso no puede.

      Él, que en su polémica con Garrandés escribía: “A esta trivialización de autores habría que añadir su anticuada comprensión del hecho literario. Cita al Brodski que apela al derecho de la literatura a meterse en los asuntos de la política y el poder pero, apenas se siente amenazado por unas objeciones, niega a la literatura cualquier posibilidad que no sea la de las bellas letras. Entonces se refugia en la composición de libros, contrapuesta a todo aquello que pueda brindar una «espuria notoriedad». Descalifica así algo esencial de la literatura desde fines del siglo antepasado: el activismo público. Y en esto viene a coincidir con los comisarios que en Cuba animan a escritores y artistas a ocuparse únicamente de las bellas letras y las bellas artes. A mí, por el contrario, me resulta difícil pensar que hago obra literaria solamente cuando escribo libros. Estas líneas son también parte de una obra literaria”; que esgrimía ahí, digo, una noción tan amplia de la literatura (más amplia incluso que la mía, porque no creo que artículos como “Garrandés, confusión para medrar” y “Garrandés, siempre al servicio de la censura”, contribuyan a la obra literaria de Ponte), ahora, como los de Rialta, recae en una concepción estricta de la literatura, eso que él llama “belleletrismo”, como ya hizo, por cierto, en nuestra anterior polémica, con idéntico argumento.

       Que es como decir, idéntica falacia: el Diccionario de la letra suelta era literatura y yo, por provenir de un espacio ajeno a la misma -la academia, decía entonces, pidiéndome “credenciales literarias”, como si estas fueran necesarias para reseñar ese o cualquier libro- carecía de legitimidad. Cuando le conviene, la literatura no tiene límites para Ponte, pero cuando, para usar palabras suyas a propósito de Garrandés, “se siente amenazado por unas objeciones”, se refugia en ella, como en un club exclusivo para perros de raza, a salvo de los ladridos de los perros satos. Cuando se trata de criticar él, todo es literatura, incluso un par de articulitos disputando si Garrandés censuró o no censuró; cuando es él -o García Vega, el autor cubano al que ha dedicado más páginas- el objeto de la crítica, la exclusiva, divina literatura lo protege, como una diosa griega a los héroes homéricos o una armadura a los caballeros de antaño. Con tamaña inconsistencia pasa Ponte del ámbito democrático al aristocrático, del “yo estoy haciendo obra literaria en todo lo que escribo” al “yo hago literatura pero tú no” y “esto es literatura, por tanto es inmune a la crítica que tú haces”.

       Esta nueva nota a raíz de La invención de García Vega no hace más que poner en evidencia esa hipocresía tan suya que señalé, hace ya cinco años, en mi larga reseña de La lengua suelta seguido del Diccionario de la lengua suelta. Ese texto lo tachó, por cierto, de “deshonesto”, porque no advertía yo en él a los lectores que había sido objeto de una de las entradas del libro que reseñaba, pero él mismo, en el pasado, no se había aplicado esa regla suya sobre la absoluta obligatoriedad del “disclaimer”: reseñó en su momento críticamente La familia de Orígenes sin señalar que en ese libro (Unión, 1997, p.68) aparece una crítica de un ensayo suyo, justo “Por Los años de Orígenes”. Él, que anuncia libros que nunca ven la luz (“Finalmente, Ponte comentó sobre los proyectos literarios en los que está trabajando. Mencionó el volumen Nitza. Retrato malo –un título que difiere del que hasta ahora había anunciado–, que clasificó como una “novela breve” y que ya se encuentra en proceso de edición”); que reeditó una mala novela como Contrabando de sombras (Bokeh, 2018) y un libro de relatos como Cuentos de todas partes del imperio (Bokeh, 2017) acompañados de sendos estudios críticos, dándose a sí mismo el tratamiento que correspondería a un narrador canónico, me acusa de caer en un ejercicio de "monumentalización" propia, por reunir una serie de textos sobre García Vega escritos a lo largo de veinte años y el último de los cuales, por cierto, estaba terminado hace año y medio.

      Él, que se escondió detrás de un seudónimo para desacreditar a sus competidores literarios, me acusa de no seguir las reglas del “fair play”. Esto es equivalente a aquella descalificación de mi reseña de La lengua suelta seguido del Diccionario de la lengua suelta como “deshonesta de origen”. El patrón es fácilmente discernible: Ponte busca una falla ética en el origen de textos que, de manera razonada, con citas abundantes y sin tergiversaciones, someten a crítica sus obras. Evita así lidiar con esa crítica, hacer el esfuerzo de refutarla o, ante la imposibilidad de hacerlo, admitir sus méritos. Es él, así, quien rompe con las reglas del “fair play”; Ponte es el tramposo que acusa a los demás de hacer trampas. Si pudiera, polemizaría, citaría a García Vega, escribiría unas cuantas paginitas en defensa de su lectura de Los años de Orígenes, pero -ay- Ponte no puede. No puede Ponte. Incapaz de refutar mis argumentos, tergiversa Ponte, enreda Ponte; recurre Ponte, una vez más, a las consabidas estratagemas y tejemanejes de eso que, en nuestra anterior polémica, llamé “valdesianismo elegante”.

       Ahora pretende neutralizar mi crítica recordando una antigua conversación donde yo habría reconocido no encontrar valor alguno en la obra de Lezama. Pero mis reparos se concentraban sobre todo en las novelas; y creo recordar que, más que el valor en sí de los ensayos de Lezama, lo que se debatió fue su valor en relación a los de Octavio Paz (yo sostenía que Paz era superior a Lezama, Ponte lo contrario). Es cierto, sin embargo, que en un artículo mío en Encuentro en la red hablé de mi “desafección a casi toda la obra de Lezama” e hice afirmaciones que hoy no sostendría en modo alguno. Ese artículo es un pecadillo de juventud, nunca recogido en libro. Luego mi valoración de la obra del autor de Paradiso evolucionó, como se aprecia en otros ensayos míos, por ejemplo el titulado primero “Lezama entre dos revoluciones” y luego “Catedrales en el futuro”, escrito en 2010, a raíz del centenario del escritor. Diré también, en mi defensa, que, más que la estima en que se tenga a la obra de un autor, lo que cuenta, a efectos de los méritos de la crítica, es lo que se logre decir sobre esa obra. Remito, a propósito, a mi lectura de las “sucesivas o coordenedas habaneras" en contrapunto con las Estampas de Mañach, en Límites del origenismo. O, en ese mismo libro, a mi lectura de su polémica con Mañach, donde se ve, por cierto, que jamás le di la razón a Mañach, como habría hecho quien no reconoce la extraordinaria originalidad de la poesía de Lezama.

       En todo caso, Ponte también ha evolucionado en sus criterios y valoraciones literarias, desde la época en que entrevistó a Antón Arrufat en La gaceta de Cuba. Sabemos que en aquellos años la obra de Arrufat le parecía lo suficientemente buena como para dedicarle todo un discurso de homenaje por sus sesenta años; en ese momento, 1996, Ponte tenía treinta y dos años; yo tenía veintisiete en 2005, cuando aquel diálogo en Madrid, pero Ponte se reserva para sí el derecho a evolucionar (en La lengua suelta la obra literaria de Arrufat, no ya sólo su incorporación al oficialismo, sale muy mal parada); a mí me lo niega: mi incapacidad de entender la grandeza de la obra de Lezama, manifiesta en una conversación de hace dos décadas, sería evidencia concluyente de una congénita incapacidad mía para la valoración literaria.

       Sería fácil, por cierto, darle la vuelta al asunto, porque en esa velada también se discutió la obra literaria de Martí. Y me tocó entonces defenderla. Mi tesis era que, aunque la obra política de Martí fue funesta -sigo creyendo, como muchos autonomistas, que la Guerra del 95 fue innecesaria y a larga, catastrófica para Cuba, aunque quizás hoy matizaría esa tesis-, su obra literaria no tiene parangón en nuestra tradición -así lo había señalado en uno de mis primeros ensayos: “Bloom, las tareas de la crítica cubana y el debate del canon cubensis”, escrito en 2004. Ponte, sin embargo, no tenía problemas con la acción histórica de Martí; sus reparos iban dirigidos a su obra literaria, en su totalidad: recuerdo que calificó de “retórica” a su poesía, incluyendo los Versos libres. Algo de eso se encuentra, por cierto, en “El abrigo de aire”: muchas páginas de Martí son “demasiado vehementes, demasiado sobreescritas” (El libro perdido de los origenistas, Aldus, Mëxico D.F, 2002, p.114); Martí fue un escritor muy “didáctico”; en conclusión, poco más que “una superstición antillana”(p.116)… Podríamos comparar, entonces, mi incomprensión de la obra de Lezama con su incomprensión de la obra de Martí, porque si grande es uno tan grande -o más- es el otro, pero yo entiendo que “El abrigo de aire” es un ensayo ‘situado’, que reacciona a la saturación de la propaganda martiana en la Cuba de los años noventa, y no creo que su falta de visión para apreciar la grandeza de la obra de Martí determine en sí misma una limitación en Ponte. Él me deja, en cambio, congelado en aquel diálogo de hace veinte años, desconociendo toda la crítica literaria que he escrito después, la cual incluye, en lo concerniente a Orígenes, no sólo aquel ensayo mío sobre Lezama, que conoce pues él mismo lo editó en Diario de Cuba, sino también otros como “Virgilio Piñera: la sede y la fede”, “Madre España: sustancia española del origenismo” y “Las dos casas de Fina García Marruz”.

      Yo, por mi parte, no dejo a Ponte “castigado” en aquella conversación en que negó todo valor a la literatura de Martí. Sigo buscando en su trayecto de crítico literario… y no encuentro. Si era cierto que, como se afirma en “El abrigo de aire”, había que sacar la obra de Martí de las santas escrituras e “hincarle el diente por todos los flancos” para que “salga de allí todo lo que esté vivo”(pp.120,121), Ponte nunca llegó a ejecutar ese proyecto. Como no se ocupó más, de manera significativa, de Lezama o Piñera después de los ensayos reunidos en El libro perdido de los origenistas. Todo se queda, en su caso, en programa. Ponte tira zapata pero no levanta edificio. Desde entonces, apenas ha escrito crítica literaria de envergadura; es difícil encontrar en sus contados ensayos alguna luz nueva sobre los autores canónicos cubanos, alguna conexión, algo que otros no hayan visto; y en cuanto a los contemporáneos su perspectiva está viciada, como demostré a raíz del mal llamado Diccionario de la lengua suelta, por la competencia desleal. Hablando del "espacio literario", Ponte afirmaba, al final de su primer artículo contra Garrandés: “Yo apuesto y he apostado por una mayor limpidez de ese espacio”, pero eso no es cierto; si lo fuera, no habría usado un seudónimo supuestamente dirigido a la burla de los intelectuales oficialistas del castrismo tardío para demeritar a escritores no vinculados al régimen como José Manuel Prieto, Ena Lucía Portela y Ronaldo Menéndez.

      Eso, en la crítica y el ensayo; en la narrativa y la poesía, la decadencia de Antonio José Ponte, en las dos décadas que han pasado desde aquella conversación en un apartamento de Madrid, resulta lamentable. Si la carrera de Ronaldo Menéndez está, según el Diccionario de la lengua suelta, “no del todo cumplida hasta ahora”, ¿qué podría decirse de la de Ponte, él que se imaginó, en La fiesta vigilada, nieto de los grandes escritores origenistas? Casi lo mismo que, en la primera página de aquel libro, dice de tantos de los mencionados en La lengua suelta: “literariamente, nada”. (Renacimiento, Sevilla, 2020, p.7) Él, que tanto se burló de Ambrosio Fornet por la desproporción entre el reconocimiento de que este disfrutaba y la escasez de su obra, no saca libro nuevo, más allá de esos dos fiascos que son Villa Marista en plata y el Diccionario de la lengua suelta. Y habría que decir, en descargo de Ambrosio Fornés, que este no vivía anunciando libros inexistentes; Ponte, en cambio, no sólo anuncia el libro sobre Nitza Villapol (si estaba, por cierto, ya en proceso de edición en 2021, ¿cómo es que todavía no ha salido?, ¿falta de papel?); también otro titulado La Tempestá, “un libro del que ya está publicado el primer capítulo pero al que todavía le queda un largo trabajo de investigación y escritura, que calcula en el orden de los diez o quince años”; y otro “centrado en las suertes de Virgilio Piñera y de José Lezama Lima”, tras el caso Padilla. Más que autor de libros, el Ponte de las últimas dos décadas -el mismo que bajo la máscara de Fermín Gabor se burlara, años atrás, de la “desesperación curricular” que atribuía a otros- es inventor de títulos de libros, maquinador de proyectos fantasmas. Si Antonio Fornet “anunció durante décadas el nacimiento de la “novela de la revolución””(Cuadernos Hispanoamericanos, febrero de 2020, p.83), Ponte ha anunciado por años el nacimiento de sus propias novelas. Y si aquel “se mostró como un pésimo pronosticador”(p.84), su empecinado detractor no lo ha sido menos.

        Ponte no puede. No puede Ponte. Si el Diccionario de la lengua suelta, apéndice de La lengua suelta que es en realidad un glosario o, más bien, un cajón de sastre, equivalía a vivir de rentas, este Ponte de los últimos años no hace más que vivir del cuento. Como tantos de los personajes de La lengua suelta, porque en eso se ha convertido, al cabo: en una caricatura de sí mismo, un personaje de Fermín Gabor. Todo mientras representa el papel del Gran Escritor, heredero de la Edad de Oro origenista: gestos, entrevistas, cierta mitología… Pero es, retomando la metáfora de la armadura literaria que usé antes, como el Agilulfo de Calvino: debajo de la armadura no hay nada. No es Martí, al cabo, el que se nos aparece hoy como hecho de aire, sino el propio Ponte, su obra siempre fantaseada, promesa perpetuamente incumplida. Él es nuestro Gran Escritor inexistente.

        En cuanto al origenismo, hubo, además de aquel diálogo que él ahora recuerda, uno anterior, en específico sobre Los años de Orígenes. Ponte fue la primera persona en leer, en fase de manuscrito, las páginas sobre ese libro de García Vega que incluí en el último capítulo de Límites del origenismo y ahora abren esta recopilación publicada por Casa Vacía. Consciente de que esa parte del libro podía levantar ronchas entre lo que podríamos llamar el bando antiorigenista de aquella época, al cual yo me sumaba con mi libro, respetuosamente le envié a Ponte esas páginas, destacando la contradicción que advertía entre su lectura de Casal, en 1993, y su apreciación acrítica de “La opereta cubana en Julián del Casal”, y de todo Los años de Orígenes, en 1994. Me respondió, en un largo mensaje electrónico que conservé en un documento de Word, en mi vieja carpeta rotulada “LGV”, fechado en marzo de 2005. Ahí, tras calificar de “excelente” mi fragmento, me decía: “Para mí existiría contradicción entre aceptar a Casal como contemporáneo y apreciar luego “La opereta cubana…”. Pero leída ésta dentro del libro que la envuelve cambia lo suficiente su sentido como para que la contradicción enunciada por ti se desvanezca, o se me haga muy tenue”. Y para explicar ese supuesto cambio de sentido, Ponte proponía un paralelo con “Un amor de Swan”, otro caso de lo que llamaba “incrustamiento”.

      Entonces, aunque no había leído el primer tomo de En busca del tiempo perdido, ese argumento no me convenció; ahora, conociendo la novela de Proust, me parece todavía más forzado. “La opereta cubana en Julián del Casal” no cambia en absoluto de sentido al ser integrado en Los años de Orígenes -esa tesis de Ponte, propuesta en aquel mensaje electrónico para resolver la contradicción por mí señalada, no aparece ni en “Por Los años de Orígenes” ni en "A propósito de un plato antiguo", los dos ensayos donde él habla de Casal y habla de García Vega. Y no aparece porque es insostenible, infiel al texto de Los años de Orígenes, a la letra y el espíritu de un libro donde el autor no hace sino extrapolar su tesis sobre Casal -sorprendentemente afín a la lectura marxista- al origenismo, en lo que viene a ser, al cabo, una repetición de la crítica antiburguesa que los escritores de Lunes de Revolución hicieron a Orígenes en 1959 y 1960.

        Todo ello está argumentado, de forma razonada y documentada, en “La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crítica e interpretación”, que vino a ser, veinte años después, la consecuencia última de aquel fragmento de Límites del origenismo que tuvo en Ponte a su primer, distinguido lector. Dándome a la tarea de hacer la historia de lo que, con propiedad, llamo “culto literario”, era inevitable, en ese largo ensayo, detenerme en “Por Los años de Orígenes”, así como en los acercamientos posteriores de Ponte a la obra de García Vega: a saber, el prólogo a la edición española de El oficio de perder, en 2005, la reseña de Los años de Orígenes que escribió a raíz de la edición argentina del libro en 2007, y los artículos “El hombre que quería escribir una novela mala”, publicado en Babelia en 2007, y “Un cultivador del slapstick”, publicado en Encuentro en la red en 2008.

       Desaparecida la cortesía de aquel intercambio electrónico de hace veinte años, mi crítica es directa y contundente, pero nunca dolosa, nunca injusta. Afirmo que su lectura de Los años de Orígenes, en aquel ensayo de 1994, es “superficial, poco sagaz”, pero lo demuestro; no me invento ningún blanco de paja; no le atribuyo a Ponte lo que él no afirma; doy abundantes citas de su texto, citas que cualquier lector puede cotejar. La lectura de Ponte es superficial y poco sagaz -argumento- porque se le escapa el hecho de que García Vega, en tanto continúa excluyendo esa otra parte de tradición literaria cubana que llamo de los "proletarios" -Novás Calvo, Piñera, Cabrera Infante...-, sigue reproduciendo, a pesar de todo, un tema fundamental del origenismo, y porque se le escapa también que “tanto como una crítica del ceremonial origenista, Los años de Orígenes constituye una impugnación acérrima de la Cuba republicana, un retrato casi tan caricaturesco de aquella época como el que impuso la propaganda castrista”, y, al perder eso de vista, a Ponte se le escapa una parte crucial de un libro que no es sólo sobre “los años de Orígenes” sino sobre la historia de Cuba y, en particular, sobre la República.

          En “La invención de Lorenzo García Vega” señalo cómo Ponte -el mismo Ponte a quien le pareció necesario advertir que Alberto Garrandés incluyó a Omar González en una antología de cuentos publicada por Letras Cubanas y dejó de escribir una carta pública de protesta tras su salida del Instituto Cubano del Libro- nunca repara en el hecho de que García Vega use consistentemente el término “seudorrepública”, propio de la neolengua castrista. De nuevo un flagrante doble rasero: en el caso de Garrandés, Ponte rechazaba “la inexactitud y la flojera del pensamiento”; cada dato debía estar claro y bien establecido, no había minucia que no contara, en aras de esa “limpidez del espacio literario” de la cual él se proclamaba campeón; en el caso de García Vega, la caricatura que este hace de la República o su visión de los comienzos de la ruina de La Habana tras la revolución del 59, no le parecen cosas que merezcan siquiera mención, mucho menos motivos para pensar. Pues bien, a mí me lo parecen; es justo eso lo que examino no sólo en “La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crírica e interpretación” sino también en “García Vega: otras mitologías”, otro de los ensayos recogidos en esta Anatomía de un culto literario.

        En “La invención de Lorenzo García Vega” afirmo que la tesis de Ponte según la cual “No cabe mejor modo de adentrarse en cualquier historia nacional que discutiéndole cada una de sus mitologías, restándole solemnidad, vomitando los pedazos indigestos que pedagogos y oradores intentan hacer tragar” (“El más exiliado de los exiliados”, El cristal que se desdoblaAmagord, Madrid, 2016, p.630), como hace Los años de Orígenes, es un disparate monumental. Si en 1994, en el contexto de la batalla contra Vitier, era, hasta cierto punto, excusable pasar por alto el costado jacobino del libro de García Vega, señalar, a la altura de 2007, a ese libro como un modelo de acercamiento a la historia nacional evidencia, sin paliativos, la falta de agudeza de Ponte, el error fundamental de su lectura de Los años de Orígenes y su limitado conocimiento de la tradición literaria e intelectual cubana. Porque lo cierto es que García Vega, en vez de discutir, como afirma Ponte, esas mitologías letradas, las repite, amplifica incluso. Repite, sobre todo, la última y más perniciosa de todas, que es justo la noción revolucionaria de “seudorrepública”.

         Año y medio ha pasado desde la publicación de “La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crítica e interpretación” en el sitio Academia; en todo ese tiempo no ha conseguido Ponte articular una mínima defensa de su lectura de Los años de Orígenes. No puede Ponte. Ponte no puede. Lo suyo, ahora, es aquella “terca despreocupación frente a los hechos” que le criticara a Amauri Gutiérrez Coto en la revista Vitral, el “pensar a medias”, el refugiarse en la indemostrada validez de todas las lecturas posibles. Aquello que en 2005 escribió de la réplica de Gutiérrez Coto define cabalmente la cínica posición de Ponte ante las evidencias que he dado de su mala lectura de García Vega: “una cultivada inconsistencia le permite no sólo desconocer las opiniones del otro, sino olvidar aquellas suyas poco valederas.” (“Una comedia del pensamiento histórico: respuesta a Amauri Gutérrez Coto”, Vitral, No. 70, noviembre-diciembre, 2005) Ponte no quiere volver a "Por Los años de Orígenes", a su prólogo a El oficio de perder, a su reseña de Los años de Orígenes, porque sabe que no encontrará en esos escritos una lectura entre tantas plausibles, sino una desafortunada serie de pifias y equivocaciones, que ha sido refutada. Que se baje con un diálogo en Madrid donde ni siquiera se habló del autor de Los años de Orígenes para evitar el debate a que ha sido emplazado por “La invención de Lorenzo García Vega”, es la mejor prueba de la razón de mis argumentos.