jueves, 10 de julio de 2025

Antonio José Ponte: crítica literaria al minuto

 

 

       “Seremos leídos, es decir, vigilados”, afirmó Ponte en una entrevista realizada en 2009 (La vigilia cubana. Sobre Antonio José Ponte, Beatriz Viterbo, Rosario, 2010, p.264). Pero no le ha sentado bien que yo haya releído sus polémicas con Alberto Garrandés y Amauri Gutiérrez Coto, trayéndolas a colación para evidenciar la inconsecuencia entre sus posiciones de entonces y las que ahora asume ante mi crítica a su desatinada lectura de Los años de Orígenes. Polemizaba él con aquellos, sosteniendo la necesidad de la argumentación rigurosa, sólo porque defendían al castrismo, o actuaron a su servicio, dice Ponte, y como ninguno de esos dos es mi caso, este tipo de polémica razonada no vale la pena.

       Peca, de nuevo, de mala memoria, o, más bien, de mala fe. ¿No reseñó muy críticamente el libro de Enrique Saínz sobre la poesía de Virgilio Piñera en una revista habanera (“Reclamaciones equivocadas a Virgilio Piñera”, Extramuros, enero-abril, 2002), cuando el autor, si bien repetía en buena medida la lectura de Vitier, no ofrecía argumentos a favor del oficialismo? ¿No dijo del grupo Diáspora(s), muchos años después, que “No plantaron batalla. Ni Rolando Sánchez Mejías ni Carlos Alberto Aguilera, que eran sus dos probables polemistas. Y les faltó pelear contra alguna figura, donde pudieran lucirse”(Edición facsimilar, Linkgua, Barcelona, 2013, p.95), desconociendo la polémica de Rolando Sánchez Mejías con Abel Prieto, entonces Ministro de Cultura? ¿No se leyó con lupa las novelas de José Manuel Prieto, para criticarlas tras un seudónimo en las páginas de La Habana Elegante, en lo que viene a ser el caso más flagrante de competencia desleal que encontramos en el campo literario cubano del siglo XXI? Que Ponte se presente ahora como únicamente movido, en su escritura crítica, por la batalla contra el castrismo, mueve a risa.

        Ponte reduce mi trabajo de crítico literario a la “sociología de la literatura”. Vamos a ver; hay, al menos, dos formas de entender la sociología de la literatura. Una es, digamos, estricta; es la que encontramos en el libro homónimo de Roger Escarpit. Comprendiendo la literatura como un fenómeno  social, Escarpit distingue tres polos: el autor, entendido como productor; la obra, como producto; y el público, como consumidor. Se interesa por los medios de difusión, la sociología del lector, el mercado editorial… Puede vérsele, en parte, como un precursor de Pierre Bourdieu, un teórico mucho más complejo e importante; sin ser propiamente marxistas, ambos están influidos por la tradición del materialismo histórico. Mi “sociología de la literatura” evidentemente no es esta: ni analizo yo lectores -hablamos de lectores anónimos, no de los que escriben sobre las obras, que son ya críticos literarios- o redes de distribución, ni informan mis trabajos de crítica literaria principios marxistas. (Aunque creo que la lectura de la tradición marxista es, para un crítico, tan importante como la lectura de la tradición formalista; de hecho, si conocieran bien aquella, mis adversarios habrían entendido mejor “La opereta cubana en Julián del Casal”.)

       Mi “sociología de la literatura”, si la hay, es más mestiza, y autóctona. En el prólogo a Malos tiempos para la lírica. Ensayos sobre literatura cubana, rechacé ya esa crítica fácil que ahora lanza Ponte, repitiendo a mis contrincantes de Rialta, quienes repetían a su vez a Jorge Luis Arcos en Kaleidoscopio. La poética de LOrenzo García Vega, quien reciclaba entonces, como demuestro en uno de los escritos  recopilados en este libro de Casa Vacía, nociones origenistas; en ese prólogo, decía, yo recordaba “El estilo en Cuba y su sentido histórico”, el ensayo que Mañach leyó en ocasión de su entrada a la Academia Nacional de Artes y Letras en 1943, como una alternativa no marxista al llamado "sociologismo", un modelo para una crítica interesada en los vínculos entre ideología y literaratura que no tendría por qué concentrarse, exclusivamente, en el contenido de las obras. “Está claro -escribí- que en la literatura el mundo de las ideas no es abstracto, tiene un cuerpo; el texto no debe reducirse a “envoltura material del pensamiento” (como definían al lenguaje en los manuales de marxismo), pero la literatura, a diferencia de la música, no vive al margen de las ideas. Para mí, la literatura es y no es autónoma, y reivindicar su absoluta autonomía, su trascendencia de todo lo que con ligereza mis críticos llaman “sociología”, es tan empobrecedor como comprenderla, como hacía la ortodoxia marxista, como una simple manifestación de la “conciencia social”.”(Malos tiempos para la lírica, Casa Vacía, 2018, p.6)

         Ponte incurre ahora en una nueva contradicción al señalar, por un lado, como una limitación el hacer “sociología de la literatura”, y por otro rehuir una polémica sobre un texto que él mismo calificó como “un extenso ensayo” (El libro perdido de los origenistas, p.82), por el sólo hecho de que este no ofrece un servicio directo a la dictadura cubana. Parecería, entonces, que quien está totalmente determinado por todo lo exterior al texto en sí -las instituciones, la UNEAC, etc.-, es el propio Ponte. Él exagera hasta el absurdo el hecho de que la crítica de Vitier a la República redundara en beneficio del castrismo, mientras que la de García Vega no. Esa diferencia sería, en su percepción, tan mayúscula que lo exime a él de toda responsabilidad, como lector de Los años de Orígenes y de El oficio de perder, autor del primer ensayo escrito sobre aquel y del prólogo de este, de reparar siquiera en el asunto. Como García Vega no fue diputado a la Asamblea Nacional, su visión de la República, por cónsona que sea con la doctrina castrista, no merece atención alguna. Garrandés, por haber estado supuestamente “siempre al servicio de la censura”, merece todo el escrutinio de que se libra García Vega, aun cuando está claro que lo turbio que pudiera haber habido en la ejecutoria de aquel como jefe de redacción de la sección de narrativa de la editorial Letras Cubanas en los años noventa es una nimiedad, comparado con la visión de la historia de Cuba que ofrece García Vega no sólo en Los años de Orígenes sino también en El oficio de perder, libro donde, tres décadas después, reencontramos, sistemática y consistente, esa misma idea jacobina de la tradición nacional y de la República -un ancien régime tan decadente que justifica, en gran medida, lo que vino después-, idea en cuyo reverso está, en palabras de García Vega que Ponte pasa siempre por alto, “aquel deseo de que “la aventura espiritual de Orígenes pudiera estar unida a una realidad revolucionaria”.

       Si hablamos de instituciones y de ortodoxia castrista, habría que recordar, también, que García Vega trabajó, cuando todavía se llamaba Centro Cubano de Investigaciones Literarias, en el mismo Instituto que, décadas después, empleó a Garrandés, y escribió en esos años ensayos tan cercanos a la perspectiva revolucionaria, si no más (tendría que revisar el libro de Garrandés sobre los cuentos de Piñera, que no tengo a mano), que los de este: reléase bien “La opereta cubana en Julián del Casal” (no como hace Ponte, a quien se le escapa el quid del ensayo: afirma que “Lezama propuso el descoyuntamiento como posibilidad de apropiación del XIX y García Vega se acoge a esa posibilidad”(El libro perdido de los origenistas, p.69), cuando lo cierto es que García Vega rompe tácitamente con Lezama en ese ensayo, en lo que viene a ser su declaración de independencia del Maestro); reléase “Miguel de Carrión en la metáfora”, y se encontrará en esos escritos una notable consonancia con la ideología marxista-leninista que por entonces cobraba fuerza, impulsada desde las instituciones oficiales del nuevo régimen.

       Nueva paradoja: Antonio José Ponte, que no parece tener en gran estima a la “sociología de la literatura”, ha canonizado a un libro que, como pocos en la tradición cubana, y desde luego mucho más que cualquier obra de Cintio Vitier, resulta “sociología de la literatura”; el método de Paul Goodman, que García Vega intenta, con escaso éxito, adoptar en su lectura de poetas cubanos como Regino Boti y Agustín Acosta, Casal y Lezama, es “sociología de la literatura”; su visión de La Habana Elegante, de la vanguardia cubana, del origenismo y, en última instancia, de prácticamente toda la tradición literaria cubana como expresión de una clase social decadente -la pequeña burguesía cubana-, es “sociología de la literatura”. Ponte cae, de nuevo, en la misma contradicción que les señalaba yo a los de Rialta: quienes criticaban mi supuesto "positivismo", defendían a alguien que leía una revista tan literaria como Espuela de Plata en función exclusiva de un contexto no ya político sino económico: la caída del precio del azúcar que, como señalo en “La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crítica e interpretación”, había ocurrido, para más inri, dos décadas atrás. 

      Todo esto que a Ponte se le escapa, yo lo señalo; pero él, quien ha hecho de la sofística una práctica habitual, me tacha de no ser un “lector agudo”. Ponte cae, de nuevo, en ese tipo de razonamiento circular que los antiguos llamaron petitio principii, una falacia lógica donde se da por sentado lo que se debería probar. Su aseveración de que no soy “un lector agudo” es equivalente a aquella, hace cinco años, de que de literatura no sé ni “donde estoy parado", que es, como entonces señalé, homóloga de la aseveración, en el Diccionario de la lengua suelta, de que la incursión de Ronaldo Menéndez en el policial “no resulta convincente”(p.632), o de que las novelas de Ena Lucía Portela “abundan en sueltas alusiones literarias, si bien acogidas al modelo del Julio Cortázar novelista, tan postizo y esnob”(p.668). Aseveraciones todas tan rotundas como indemostradas. Así como Ponte, si fuera un crítico literario serio, debió haber reseñado Las bestias o Río Quibú, La sombra del caminante o Djuna y Daniel; debió haber reseñado Límites del origenismo, La revolución congelada o Días de fuego, años de humo, libros que tratan, por cierto, de temas que él ha abordado (Orígenes, el cruce de estética y política en el mediodía revolucionario, la ruina habanera…)

       Ponte tendría, ahora, que detenerse más en estos textos míos sobre lo que llamo “la invención de García Vega” para demostrar mínimamente que no soy un “lector agudo”. Objetar que me concentro sólo en tres autores, no en todos los otros que han comentado la obra de García Vega no vale, porque es indisputable que los tres autores en que me concentro son los que han sentado la pauta de lectura de García Vega, su canonización en la tradición cubana (los lectores argentinos podrán apreciar los minicuentos de García Vega y otros textos suyos, pero no creo que estén en la mejor posición para comprender un libro como Los años de Orígenes, y el culto a García Vega que yo analizo procede, obviamente, de ahí. (“Recuerdo la mañana clara y luminosa en que Rubén me pasó las fotocopias del ensayo “Por los años de Orígenes” de Ponte, publicado en un número especial de Unión dedicado al Cincuentenario de la revista. Aún hoy perdura el impacto de aquella lectura”(La vigilia cubana, p.250), escribe Mónica Bernabé, una de las estudiosas argentinas que se ha acercado al tema Orígenes a partir de la lectura de Ponte.) 

       Ponte tendría, entonces, que señalarme errores y desenfoques, como hizo con Gutiérrez Coto, lo cual requeriría, en este caso, volver a “Por Los años de Orígenes” y a su prólogo de El oficio de perder, escritos que yo cuestiono de forma razonada. Su aseveración circular de mi falta de agudeza como lector es su única forma de “escaquearse”, como dirían los españoles; una fuite en avant. Ponte no quiere volver a aquellos textos suyos, quiere pasar la página “García Vega”; ahora Nitza Villapol y Juana Bacallao parecen despertarle más interés que aquel cuyas memorias calificó de “excelentes”. (Esas memorias, por cierto, han sido recientemente reeditadas; animo a los interesados en esta polémica a leerlas y juzgar la validez de ese juicio de Ponte). He aquí, entonces, la diferencia entre Ponte y yo: Ponte dice que "no me tiene por lector agudo. Ni siquiera por buen lector"; yo demuestro en "La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crítica e interpretación" que él es un pésimo lector. Si la célebre advertencia que le hace Sócrates a Gorgias en el diálogo homónimo se resume en que “la condición de todo diálogo es comprometerse a pensar lo que se dice, a no hablar contra lo que se piensa, a no decir una cosa y a la vez la contraria” (José Luis Pardo, Estudios del malestar, Anagrama, Madrid, 2016, p.177), Ponte rompe las reglas del justo diálogo al recurrir, una y otra vez, a argumentos de autoridad, manifiestas contradicciones y afirmaciones de mala fe. “Destruyes, Calicles, las bases de la conversación, y ya no puedes buscar la verdad conmigo si vas a hablar contra lo que piensas”(495a), leemos en el Gorgias, y donde dice Calicles bien podríamos poner Ponte.

       Como sofista que es, no busca Ponte la verdad sino el éxito retórico; para ello, enreda y se enreda, acude una y otra vez a la tergiversación de la tesis de su oponente. Ahora sigue insistiendo en que mi “matraca” es decir que García Vega es un escritor menor cuando, para cualquier lector de La invención de García Vega. Anatomía de un mito literario, será evidente que eso es una cuestión muy secundaria. Mi “matraca” es que 1) como ya he mencionado, García Vega ofrece una imagen caricaturesca, fundamentalmente falsa, de la que llama “seudorrepública”, 2) Los años de Orígenes no es, como se ha dicho, una crítica original del origenismo, en tanto repite la crítica de Lunes de Revolución, 3) Los años de Orígenes -conjuntamente con los demás ensayos de García Vega- escamotea toda una parte fundamental de la tradición cubana -la de los plebeyos o “proletarios”, que incluye a autores como Novás Calvo, Piñera y Cabrera Infante. Así expreso este último punto en “La invención de Lorenzo García Vega. Historia, crítica e interpretación”: “Al desconocer esa otra tradición, él deja sin cuestionar un aspecto central de la poética origenista, y al no reconocer esta maniobra suya, al aceptar en su totalidad su sesgada visión del origenismo, Ponte reproduce la parcialidad de García Vega, su forzada (e interesada) reducción de la tradición literaria cubana a lo “venido a menos”.(La invención de García Vega, Casa Vacía, 2025, p.148)

        Aquí, por cierto, convendría hacer un excurso, porque es posible que Ponte no repare en ese borrado de media tradición cubana por parte de García Vega no ya sólo por su falta de agudeza crítica, sino también, acaso, porque él es en buena medida el último exponente de la línea patricia que, aunque critica, García Vega no deja de magnificar. El ensayo “A propósito de un plato antiguo”, en El libro perdido de los origenistas, ofrece, a propósito, una clave importante para entender cómo Ponte, en aquellos años en que era una promesa de la literatura cubana, veía su futura posición dentro del canon nacional. Así como, según apunta Ponte, el ensayo de Lezama sobre Casal no es sobre Casal sino más bien sobre el propio Lezama (“una puesta en claro de las posibilidades de su autor José Lezama Lima, una pregunta al montón de cenizas por su secreto: en qué momento se volverá cristal, qué hará falta para ello.”(El libro perdido de los origenistas, p.71), este ensayo de Ponte no es sólo sobre Casal sino también sobre el propio Ponte. El “plato antiguo de bronce dorado con alas de mariposa debajo de un cristal”(p.72) que había en casa de sus abuelos paternos e iban a dárselo cuando se hiciera adulto, es un emblema de ese imaginario burgués que Ponte comparte con García Vega, de lo “venido a menos”, un venir a menos que, si ya existía en tiempos de la República, no hizo sino acentuarse durante la época revolucionaria.

      Pues bien, si lo que caracteriza a aquella otra tradición negada por el origenismo y también por ese crítico parcial del origenismo que es García Vega es la entrada del vernáculo en la literatura cubana -es justo eso, la imposibilidad de captar el lenguaje coloquial, uno de los “límites del origenismo” que exploré en mi libro sobre el tema-, una lectura atenta de la obra narrativa de Ponte (que quedará, acaso, para otro ensayo futuro) revelará que él se esfuerza por incorporar ese lenguaje desde un imaginario cercano al origenista, pero fracasa estrepitosamente, en particular en Contrabando de sombras mas también en algunos de los relatos de Cuentos de todas partes del Imperio. En sus trabajos narrativos, Ponte intenta, de cierta forma, conciliar las dos tradiciones, superando ese límite fundamental del universo literario origenista, pero no lo consigue; el resultado del esfuerzo, en lo concerniente al uso del lenguaje coloquial, es tan desafortunado como en la trilogía novelística de Vitier.

       Ponte dice que mis “virtudes críticas” se reducen a la “sociología de la literatura”. Yo digo que sus virtudes críticas se reducen a… prácticamente nada. Insisto: Ponte carece de obra de crítico literario: sus ensayos más importantes -a saber, “Las comidas profundas”, “Un seguidor de Montaigne mira a La Habana” y La fiesta vigilada-, nada tienen que ver con la crítica literaria. En cuanto a El libro perdido de los origenistas, el propio autor lo reconoce: “ejerzo menos la crítica literaria que la biografía. Evito, así, el comentario literario de televisión que narra la jugada como si los televidentes estuvieran escuchando radio” (p.12) La metáfora es, por cierto, no sólo impropia, porque el lector, a diferencia del espectador televisivo de fútbol, no tiene frente a sí la obra en cuestión, de modo que la crítica y su objeto no son nunca simultáneos, sino además reveladora de ese cierto desdén de Ponte por la crítica literaria propiamente dicha. Esta es, por fuerza, comentario sobre las obras, y hay que meterse en ellas, sudar, ensuciarse las manos. Cuando Sebald, por poner un ejemplo que habrá de satisfacer a los que desconfían de la “sociología de la literatura”, hace una crítica acérrima de la literatura alemana de la posguerra, de esa laguna que él advierte en el tratamiento de los bombardeos aliados a las ciudades alemanas, no hace nunca el tipo de aseveraciones gratuitas que caracterizan a Ponte. Sebald discute en detalle la obra de escritores como Hermann Kasack, Hans Erich Nossack y Peter de Mendelssohn; su crítica, en particular a este último, es muy severa, pero está siempre fundamentada. El autor se ha tomado el trabajo de pensar lo que dice, y es justo eso lo que lo diferencia de un sofista como Ponte.

      Escritos ocasionales, como Envidiar a Padura: un alejamiento”, “Padura, lectura de piscina de GAESA”, o sus notas de Facebook a raíz de algún que otro artículo de Padura en El País, son, ciertamente, textos merecidos, incluso necesarios, pero no por ello dejan de resultar, por usar una palabra que Ponte ha reservado para aquellos que considera literariamete inferiores a él, la obra de un “opinador”, no de un crítico literario serio. Sus páginas sobre García Vega, como he demostrado en un escrito que no ha sido refutado, están llenas de pifias y despropósitos. Piñera es, posiblemente, el segundo autor al que ha dedicado más páginas. Pues bien, ¿qué ha dicho, que no hayan dicho otros, Ponte de La isla en peso, de Aifre frío, de "La gran puta", de Dos viejos pánicos? Y eso, cuando escribió sus dos ensayos sobre Piñera -"La lengua de Virgilio" y "La ópera y la jaba"- era en su apogeo como escritor; en su decadencia, que dura ya veinte años, ha aportado menos aún. Insisto: alguien que regala algún elogio a una novela de Wendy Guerra mientras niega todo mérito a las de Ena Lucía Portela carece de autoridad para poner en duda el "gusto literario" de otros. Ponte, sencillamente, no tiene madera de crítico literario, como no tiene madera de novelista. Le falta calado, empeño, fondo.  Lo suyo es ersatz: Antonio José Ponte es a la crítica literaria lo que Nitza Villapol a la cocina cubana: sus conatos de crítica literaria -coyunturales, apresurados, vanos, inconsistentes- podrían ser recogidos bajo el rubro de “crítica literaria al minuto”. Y así como este libro, el famoso de Villapol, “fue haciéndose cada vez peor”(La lengua suelta, p.720), la crítica de Ponte se ha ido haciendo cada vez peor.

       Curiosamente, en el Gorgias Sócrates compara a la sofística con la cocina. No deja de ser sabroso, entonces, que Ponte -el sofista- haya terminado escribiendo un libro sobre Nitza Villapol, uno que se llamaba Libro de una sola mano de Nitza Villapol (Guillermina de Ferrari, “Sobre Eros y tumbas”, en Contrabando de sombras, Bokeh, 2018, p.177) y ha pasado a titularse Nitza. Retrato malo, si no es que ha cambiado ya de nombre. Porque lleva años anunciándolo y no acaba de salir: afirmó, en 2020, que estaba ya concluido, y en 2021, que estaba ya en proceso de edición. Entiendo, a la postre, que Ponte no quiera polemizar con un crítico sociológico como yo, dedicado como está a sus altos empeños literarios, que no escriba ahora unas “Reclamaciones equivocadas a Lorenzo García Vega” como escribió, hace casi un cuarto de siglo, aquellas “Reclamaciones equivocadas a Virgilio Piñera”. Que use mejor ese tiempo para terminar su cacareado libro sobre Nitza Villapol.