lunes, 8 de enero de 2007

El desastre de La ciudad perdida

Al cabo de varios meses de su estreno, he visto finalmente La ciudad perdida, curioso por comprobar si la película escrita por Cabrera Infante sobre la Revolución era en verdad tan mala como reconocía casi toda la crítica. Y, lamentablemente, así me ha parecido: un verdadero bodrio, decepcionante desde todo punto de vista. Acabo de leer que Andy García declaró que Cabrera Infante, quien le escribió el personaje protagónico a su medida, le dijo en una ocasión: “yo soy tu sastre y yo sé que la película no va a ser un desastre”, y el juego de palabras no puede ser más errado en la predicción. Tanto, que da para otro: crónica de un desastre –el del impacto catastrófico de la Revolución sobre la ciudad y la familia–, La ciudad perdida es, ella misma, un desastre.
Y lo es no sólo por la evidente impericia del director y por la debilidad de las actuaciones, sino también por los fallos gravísimos de un guión que pretende abarcar mucho pero aprieta muy poco: en medio del cataclismo histórico que los determina, los personajes protagónicos apenas tienen profundidad y consistencia, mientras muchos de los secundarios, como ese Meyer Lansky interpretado por Dustin Hoffman, sobran. La historia, bastante previsible para los espectadores cubanos, está repleta de cosas inverosímiles: no resulta muy creíble, por ejemplo, que el dueño de uno de los mayores cabarets de La Habana se vea obligado a lavar platos en Nueva York para sobrevivir, ni tampoco que la viuda de un mártir del asalto al Palacio Presidencial, por el sólo hecho de serlo, sea agasajada por los líderes del gobierno revolucionario como si se tratara de una heroína de la Revolución.
Pero lo más lamentable de la película de Andy García es el simplismo con que muestra las consecuencias devastadoras de la Revolución de 1959: realmente caricaturesca resulta la escena de la intervención del cabaret, y más aún aquella otra en la que el hermano revolucionario del protagonista, encargado de nacionalizar las tierras del tío, le dice con suprema frialdad que va a “desalojarlo”, ocasionándole un ataque al corazón que termina con su vida. La escena en que el Che en la Cabaña le comunica al protagonista que su amigo, un oficial batistiano que años atrás lo ayudó a sacar de la cárcel a su hermano del 26 de Julio, ha sido fusilado resulta, asimismo, tan falsa como la imagen de caballero biencomúnhechor que reproduce la izquierda castrista: Guevara no es ese asesino ordinario que disfruta fusilando gente, su diferencia con los esbirros de Batista no es de grado sino de esencia; él pertenece a otra estirpe, la de los fanáticos del heroísmo y de la ingeniería social, y es justo por ello que ha resultado tan funesto.
La ciudad perdida nos deja una importante lección: no se debe oponer una verdad de la República a la verdad de la Revolución, pues este legitimismo, frontalmente opuesto a los contenidos del discurso oficial del castrismo, termina repitiendo sus formas. Mitifica a la República como se sacraliza, desde el bando contrario, a la Revolución. Ciertamente, la Revolución que muestra esta película –una “oscuridad” en el mediodía luminoso de Cuba, dice uno de los personajes– se parece bastante a la República que en la escuela primaria nos definían con tres rotundas palabras: “hambre, miseria y explotación”. Y la República no es, ciertamente, ese Mal absoluto, pero tampoco es este cabaret, esta casa familiar llena de lujos, esta Habana llena de coches americanos nuevos y relucientes como luces de neón.
Esta película resulta, en fin, un invaluable regalo a los críticos oficialistas de La Habana. Ya puedo imaginarme a Pedro de la Hoz destripándola en Granma.

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