La sorpresiva reaparición de Pavón y Serguera en sendos programas de la televisión cubana ha constituido, indudablemente, un desvío de la línea trazada por la política cultural en los últimos tres lustros. El deshielo tropical se ha legitimado en un calculado reconocimiento de los “errores” del pasado, un reconocimiento que, evitando detenerse en sucesos y personajes concretos, declara “superada” aquella etapa oscura mientras la integra en un continuum histórico que, desde las Palabras a los intelectuales hasta la actualidad, marca una diferencia con respecto a la URSS y sus satélites.
Según Abel Prieto, la “la convocatoria, la confluencia, la apertura” ha definido históricamente a la “política cultural de la Revolución”. “Entre nosotros –afirma en una interesante entrevista donde Santiago Alba, el más inteligente, con mucho, de los castristas de Rebelión, se muestra algo menos complaciente que de costumbre y que, por ello mismo, no se ha publicado nunca en los medios cubanos–, no prosperó aquella aberración que se llamó “realismo socialista”, y se fundó, no sin contradicciones, una política cultural genuinamente cubana donde está presente la herejía como un componente imprescindible, fecundante, de la vida en la cultura.”
Lo primero a destacar de estas declaraciones del ministro sería, claro, esta consideración despectiva del realismo socialista, ahora que la Unión Soviética no existe; se trata, evidentemente, de algo semejante a la crítica del “socialismo real” por parte de los intelectuales oficialistas, justo cuando aquel ya no existe; o a la crítica del error de pensar que con métodos capitalistas se puede llegar al socialismo que hizo Castro hace un año en la última ofensiva de la Batalla de Ideas. El patrón es claro: una vez que se ha reconocido oficialmente desde la cúpula, se puede criticar, pero a quien lo hiciera antes se le cortaba la cabeza.
Ese “rechazo” que, según Prieto, se dio entre los artistas y escritores cubanos “al realismo socialista y a otros obvios errores de política cultural...”, sólo pudo manifestarse al precio de la libertad: es un hecho que quienes no estaban de acuerdo con el estalinismo, los “liberales” de los sesenta (Pogolotti, Retamar, Fornet), tuvieron que callarse y “entrar por el aro”, cuando no cayeron en desgracia. Basta con cotejar los números de Casa de las Américas de los setenta con los de la década anterior.
“Contradicciones” llama Abel Prieto al terror, la delación, la censura, el adoctrinamiento y la cárcel, a la confesión de Padilla, la prisión de Arenas, el ostracismo de Lezama... Todo eso que de hecho constituye la más nítida expresión del totalitarismo del régimen queda minimizado en el cuento de hadas de una “política cultural antidogmática, antisectaria, que ha garantizado una gran unidad de nuestros escritores y artistas en torno a la Revolución.” Una política cultural que no solo manifiesta una determinada ideología sino que también constituye una expresión de cierta originalidad nacional, de una suerte de resistencia autóctona al realismo socialista. “Inútilmente se trató de imponer un dogma que jamás prendió. La tierra cubana es demasiado fértil para tan áridos tubérculos”, declara Miguel Barnet. (Helena Núñez: “Miguel Barnet: Yo amo la historia, soy devoto de la tradición, no puedo olvidar”(Unión, enero-marzo, 1995) Ante lo que hay que plantearse: ¿Era la tierra de Europa del Este propicia? ¿Lo era Checoslovaquia, cuya cultura alcanzó un indudable esplendor entre las dos guerras mundiales, inmediatamente antes de languidecer bajo el estalinismo? ¿Lo era la Rusia de los futuristas y de la Sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético, de Maiakovsky y Sklovsky? La tierra cubana no es indemne al totalitarismo, como ninguna lo es: ya que Barnet usa la metáfora agrícola, valdría recordar que, literalmente, esa tierra ha perdido buena parte de su fertilidad: el daño que se le ha hecho a la agricultura es aun mayor que el que ha soportado la cultura.
Es preciso desprenderse de un pensamiento y una retórica nacionalistas que contribuyen no poco al maquillaje de nuestra historia reciente. No fueron los funcionarios, sino el gobierno; no fue tampoco un ascenso de los mediocres, como dice Reinaldo González en su discurso de aceptación del Premio Nacional de Literatura, sino una determinación del estado; si bien favoreció el ascenso de mediocres y oportunistas, muchos de los marginados eran también mediocres. Y las aguas no “han tomado su nivel”, como afirma uno de los marginados de entonces en un reciente número de una revista cubana dedicada a homenajear a otro, Abelardo Estorino. Las aguas no tomarán su nivel hasta que no se reconozca que no se trata de simples errores; que aquel horror fue la manifestación del totalitarismo del sistema y no sólo la consecuencia del dogmatismo, los prejuicios o la envidia de una legión de funcionarios; que todo ello es parte de la historia lamentable del comunismo.
Según Abel Prieto, la “la convocatoria, la confluencia, la apertura” ha definido históricamente a la “política cultural de la Revolución”. “Entre nosotros –afirma en una interesante entrevista donde Santiago Alba, el más inteligente, con mucho, de los castristas de Rebelión, se muestra algo menos complaciente que de costumbre y que, por ello mismo, no se ha publicado nunca en los medios cubanos–, no prosperó aquella aberración que se llamó “realismo socialista”, y se fundó, no sin contradicciones, una política cultural genuinamente cubana donde está presente la herejía como un componente imprescindible, fecundante, de la vida en la cultura.”
Lo primero a destacar de estas declaraciones del ministro sería, claro, esta consideración despectiva del realismo socialista, ahora que la Unión Soviética no existe; se trata, evidentemente, de algo semejante a la crítica del “socialismo real” por parte de los intelectuales oficialistas, justo cuando aquel ya no existe; o a la crítica del error de pensar que con métodos capitalistas se puede llegar al socialismo que hizo Castro hace un año en la última ofensiva de la Batalla de Ideas. El patrón es claro: una vez que se ha reconocido oficialmente desde la cúpula, se puede criticar, pero a quien lo hiciera antes se le cortaba la cabeza.
Ese “rechazo” que, según Prieto, se dio entre los artistas y escritores cubanos “al realismo socialista y a otros obvios errores de política cultural...”, sólo pudo manifestarse al precio de la libertad: es un hecho que quienes no estaban de acuerdo con el estalinismo, los “liberales” de los sesenta (Pogolotti, Retamar, Fornet), tuvieron que callarse y “entrar por el aro”, cuando no cayeron en desgracia. Basta con cotejar los números de Casa de las Américas de los setenta con los de la década anterior.
“Contradicciones” llama Abel Prieto al terror, la delación, la censura, el adoctrinamiento y la cárcel, a la confesión de Padilla, la prisión de Arenas, el ostracismo de Lezama... Todo eso que de hecho constituye la más nítida expresión del totalitarismo del régimen queda minimizado en el cuento de hadas de una “política cultural antidogmática, antisectaria, que ha garantizado una gran unidad de nuestros escritores y artistas en torno a la Revolución.” Una política cultural que no solo manifiesta una determinada ideología sino que también constituye una expresión de cierta originalidad nacional, de una suerte de resistencia autóctona al realismo socialista. “Inútilmente se trató de imponer un dogma que jamás prendió. La tierra cubana es demasiado fértil para tan áridos tubérculos”, declara Miguel Barnet. (Helena Núñez: “Miguel Barnet: Yo amo la historia, soy devoto de la tradición, no puedo olvidar”(Unión, enero-marzo, 1995) Ante lo que hay que plantearse: ¿Era la tierra de Europa del Este propicia? ¿Lo era Checoslovaquia, cuya cultura alcanzó un indudable esplendor entre las dos guerras mundiales, inmediatamente antes de languidecer bajo el estalinismo? ¿Lo era la Rusia de los futuristas y de la Sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético, de Maiakovsky y Sklovsky? La tierra cubana no es indemne al totalitarismo, como ninguna lo es: ya que Barnet usa la metáfora agrícola, valdría recordar que, literalmente, esa tierra ha perdido buena parte de su fertilidad: el daño que se le ha hecho a la agricultura es aun mayor que el que ha soportado la cultura.
Es preciso desprenderse de un pensamiento y una retórica nacionalistas que contribuyen no poco al maquillaje de nuestra historia reciente. No fueron los funcionarios, sino el gobierno; no fue tampoco un ascenso de los mediocres, como dice Reinaldo González en su discurso de aceptación del Premio Nacional de Literatura, sino una determinación del estado; si bien favoreció el ascenso de mediocres y oportunistas, muchos de los marginados eran también mediocres. Y las aguas no “han tomado su nivel”, como afirma uno de los marginados de entonces en un reciente número de una revista cubana dedicada a homenajear a otro, Abelardo Estorino. Las aguas no tomarán su nivel hasta que no se reconozca que no se trata de simples errores; que aquel horror fue la manifestación del totalitarismo del sistema y no sólo la consecuencia del dogmatismo, los prejuicios o la envidia de una legión de funcionarios; que todo ello es parte de la historia lamentable del comunismo.
La aparición de Serguera ha puesto en evidencia que quienes denuncian este “error” de hoy recordando los “errores” del pasado no alcanzan a salirse de un edulcorado relato que resulta, para decirlo en términos marxistas, la superestructura ideológica del actual statu quo. Hoy que Pavón es un blanco de paja, toca al verdadero pensamiento crítico oponerse a esos escamoteos que se dicen “revolucionarios” cuando son efectivamente conservadores. De lo que se trata no es de mantener bajo control los niveles del deshielo, sino de acabar con él, de que el bloque se derrita de una buena vez.
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