lunes, 29 de enero de 2007

Más de García Borrero

Aquí nuevas reflexiones de García Borrero, en carta a Gustavo Arcos. Mañana o pasado colgaré algunas reflexiones mías sobre este tema del ICAIC, la propaganda revolucionaria y la política cultural. Por ahora, saludo esta nueva contribución de Juan Antonio, quien es uno de los mayores conocedores del cine cubano de antes y después de 1959.


Mi querido Gustavo:

Como todo en esta vida, Internet tiene sus innegables ventajas, pero también su parte oscura. Si por un lado, gracias a Internet la esfera pública parece recobrar algo de su autonomía (como demuestra este debate que ahora mismo nos mantiene ocupados, y que por suerte, nadie puede controlar o conducir hacia un fin expreso), por el otro se corre el riesgo de la dispersión total. Admito, pues, que ha sido un error esto de decir que Colina es el único crítico cubano en mostrarse sensibilizado con el asunto. Debí decir que era el único que conocía, y evitar de esta manera esa visión simplificada que yo mismo he intentado combatir con el anterior escrito. Te agradecería, pues, me enviaras las consideraciones de Luciano, Frank, y las tuyas, que seguramente me resultarán bien útiles. Como ha dicho el mejor de los filósofos que alguna vez se ha asomado a una pantalla: “Nadie es perfecto”.

Otro aspecto que debo matizar es esa referencia a un pensamiento crítico “desde dentro”. Es una afirmación que parece decir que aquellos que habitamos en la isla tenemos el monopolio de la verdad, cuando hay de todo en la Viña del Señor. Hay quien vive en Miami, y nunca ha salido del Vedado prerrevolucionario. Hay quien vive en Mayarí Arriba y desde allí percibe con mucho más claridad lo que es el mundo actual, sobre todo cuando va a una bodega que no se parece a las del Vedado. Pero hay quien vive en algún lugar incierto de la nación cubana, no la física sino la imaginada, y sabe que esta no es una película de buenos y malos, sino algo más complejo. El pensamiento crítico (si es real, e intenta ajustarse al rigor de los contrastes) seguramente beneficia a los adversarios, y los hace descubrir zonas inéditas de la discusión, lo mismo en La Habana que en Madrid. Al final, nadie discute para imponer una visión de por vida, sino para que los que vienen detrás obtengan un punto de vista superior.

Pero hablemos de cine, que es lo que ahora mismo me interesa (aún cuando sepa que el cine no es el problema que con más urgencia debe resolver este país). Veo que desde su blog Duanel Díaz polemiza con mi visión del cine revolucionario. La suya es una mirada que respeto, aunque no comparto. No quiero pecar de ingenuo, pero tampoco de ingrato. Admito que ninguna película es inocente, y desde Juan Quin Quin hasta la fecha, pasando por “Fresa y chocolate” y llegando hasta “Suite Habana”, los cubanos de mi generación hemos sido formados por las visiones del mundo que se articulan en esos filmes.

Y eso lo agradezco, porque me ha permitido asistir a un cine que no es simple evasión, que no es sucedáneo de esa pacotilla que acostumbran a vendernos acríticamente en “La película del sábado”, y que lejos de incentivar un espíritu crítico en el espectador, lo que hace es contribuir a su enajenación. No me opongo al entretenimiento, porque sin este seguro iríamos directo al suicidio, pero sí me deja insatisfecho esa actitud de la televisión nacional, que por un lado habla horrores del imperialismo en la Mesa Redonda, y dos horas después exhibe en los mismos canales lo peor del cine del “enemigo”. O que censura a las películas del ICAIC, y convierte en zona franca de las ideas más discutibles de Hollywood a la mayor parte de sus espacios fílmicos (siempre hay excepciones, y sabemos de colegas que insisten en promover otro tipo de cine, ya sea latinoamericano, iraní, europeo o norteamericano).

He defendido y seguiré defendiendo el cine del ICAIC porque a su sombra se han hecho películas que perdurarán más allá de nuestros conflictos puntuales. Porque en muchas de sus historias se pueden descubrir entre líneas las incertidumbres de una época, y no solamente las anécdotas estrictas de una revolución que, como todas, deja vencedores y vencidos, alegrías y tristezas. Los que insisten en atacar al cine del ICAIC por sus presupuestos ideológicos están perdiendo de vista que hablamos de una producción que fue (es) concebida por seres humanos, y no por máquinas que a todo dicen sí o no. ¿Simple apología del sistema? ¿Entonces dónde dejaríamos la irreverencia de Guillén Landrián?, ¿las preguntas inquietantes de Sara Gómez en aquellos documentales sobre la isla de Miguel?, ¿el desarraigo de Fausto Canel?, ¿la ausencia de Alberto Roldán?, ¿el desenfado de “Memorias del subdesarrollo?”, ¿las dudas existenciales del protagonista de “Un día de noviembre”?.

Si hubiese sido esta solo una producción reafirmativa, entonces el cine realizado por cubanos en la diáspora hubiese obtenido mejores resultados, tomando en cuenta que ha contado con una mayor libertad de expresión, pero ha sucedido que el cine del ICAIC se ha realizado con otro tipo de intencionalidad: lo ideológico se convirtió en estético desde el momento en que coincidió con una época que demandaba esos cambios y más. El cine del ICAIC era uno más dentro de el conjunto de cines (como el polaco, el free cinema, el cinema novo o el tercer cine de Solanas y Getino) que intentaban dinamitar el modelo de representación más usual. Cierto que coincidió con una ruptura violenta en lo político (la Revolución), pero ya desde ante la insatisfacción con el cine cubano de antaño era notorio. Hasta “PM” participaba de ese deseo de experimentar con el lenguaje cinematográfico.

Atacar al ICAIC solo desde el punto de vista ideológico reduce el análisis apenas al respaldo que su producción ha tenido del Estado. Pero es que este respaldo no ha sido tan transparente, si revisamos la relación que ha mantenido esa institución con la vanguardia política: por lo menos tres o cuatro películas han originado desencuentros mayores (piénsese en “Cecilia”, “Alicia en el pueblo de Maravillas” o “Guantanamera”), mientras que otras como “Lejanía”, “Papeles secundarios”, “Techo de vidrio” o “Pon tu pensamiento en mí” han movilizado más de un resquemor oficial.

Por otro lado, juzgar el cine de Titón, por mencionar uno, solo desde la militancia política, hace que se pierda lo que de humano tiene esa creación. Quien lee su epistolario, sabe que Titón tenía las mismas preguntas en los cincuenta, porque ya desde aquella época se interesaba por la finitud del ser, por ejemplo, de allí la presencia casi constante de la Muerte en sus películas. Pero al ignorarse ese asunto puede que la interpretación desemboque en las observaciones políticas que ya conocemos de “Guantanamera”.

Pienso que en ese cine del ICAIC muchas veces, por encima de la ideología, es posible detectar el comportamiento de las mentalidades más comunes, si bien otras veces he comentado que es necesario hablar del cine cubano en general, y no solo del ICAIC, porque en ese cine sumergido que Colina no menciona en las omisiones televisivas (y al que Belkis Vega hace referencia en su reflexión), también se puede percibir mucho de las ilusiones del cubano.

No dudo que el ICAIC tenga zonas cuestionables, y que algunas de sus películas militen en el esquema más maniqueo, pero no creo que haya sido la regla. Precisamente lo que más interés debería suscitar ahora mismo en el historiador de cine cubano, es la exploración de esas tensiones sumergidas entre el individuo y la sociedad, y que han posibilitado tantas películas con más de un mensaje. Esa voluntad de exploración todavía no está a la vista, tal vez porque la prudencia esté contando más que el desafío. O porque sigue predominando ese engañoso mensaje muchas veces interior que alerta que todavía “no es el momento”.

Sin embargo, la urgencia de ese debate necesario sobre nuestro cine ha quedado postergado ante la evidencia de un misterio que confieso realmente absurdo: ¿cuál es el motivo exacto que impide que buena parte del cine cubano no pase en la televisión nacional? Para los que han atacado sistemáticamente a la Revolución en virtud de lo que esta reprime, está claro que se trata de un problema de libertad de expresión. Yo me resisto a creer que sea algo tan burdo, porque es evidente que esas películas no son contrarrevolucionarias. Quiero decir, no son “Azúcar amarga” o “La ciudad perdida”.

Por primitiva que pueda resultar la mentalidad de un burócrata con poder, sabe que esta no es la mejor manera de proteger a la Revolución, o al menos tendrá asesores sensibilizados con la cuestión cultural, que lo pondrán al día de esos premios internacionales que han ganado “Fresa y chocolate” y “Suite Habana”, por lo que resulta un verdadero disparate convertir en rehenes de la sombra algo que es tan notorio internacionalmente.

Cierto que estos funcionarios tienen el poder de decisión, pero también me gusta recordar que aquella vez que se anunció la disolución del ICAIC casi por decreto a raíz de lo de “Alicia”, fueron los mismos cineastas (desde dentro) los que echaron atrás esa decisión que venía desde bien arriba. Una prueba de que el poder de la razón no siempre puede ser silenciado por la razón del poder.

Mi sospecha es que ahora mismo, cineastas y críticos andan divididos entre sí por cuestiones de sobrevivencia más que de pensamiento, y eso sí que sabe aprovecharlo la burocracia. Cada cual va a lo suyo, porque es más importante lograr el financiamiento de la película en sí que mantener a ultranza la existencia de un proyecto de un cine nacional (porque solo la exhibición de nuestras películas en la televisión terminaría por confirmar que ese proyecto fílmico existe). Y desde luego, no entra en las prioridades del cineasta ansioso por filmar exigir que nuestras películas sean exhibidas al público para el cual han sido originalmente concebidas esas obras: el del patio. Tampoco fomentar espacios donde el pensamiento y el debate sistemático les hagan intelectualmente imposible la vida a esa burocracia. Es cuestión de época, me dirán, y es cierto: ya no es imprescindible un centro productor estilo ICAIC para impulsar una obra. Pero aunque se ha democratizado la producción, la exhibición, no.

Los cineastas que no son de Hollywood siguen dependiendo primero de los festivales, luego del apoyo de sus respectivos Estados (que fuera de Cuba no lo tienen en exceso, o si no, véase el caso de los cineastas cubanos en la diáspora), y por último de los canales de televisión interesados en mostrar ese tipo de producto. Por tanto, se trata de un problema realmente importante que tiene que ver con nuestra memoria audiovisual (estén donde estén los cubanos), y que merecería trascender a las discusiones de aquellos que discuten de manera general “las políticas culturales”, o de antagonistas políticos que intentan anularse entre sí debido a criterios irreconciliables. No puede pasarnos ni por la mente creer que le televisión cubana no esté orgullosa de exhibir en sus pantallas aquello que en otras latitudes se asume como parte de la cultura revolucionaria. De hecho, va a resultar difícil explicar a nuestros nietos por qué una película como “Fresa y chocolate” tardó más de una década en pasar por la televisión, a pesar de mostrar ese fervor por el proyecto nacional que anunció la Revolución. Si ahora parece absurdo, dentro de cinco décadas parecerá patético.

Seguro se me quedan mil cosas, y no dudo que surjan opiniones que pretendan descalificar todo lo que aquí te expongo, pero como creo te dije en otro mensaje, no me interesa anunciar verdades últimas, solo sembrar un poco de inquietudes alrededor de esto que apenas conocemos: la historia del cine cubano. Esta es solo mi visión del problema, una de las tantas que, según la moraleja de Rashomón, podría admitir el asunto. Nuevas opiniones con seguridad la mejorarán, y ojala que más de un colega se sintiera animado a participar.


Otro abrazo,




Juan Antonio

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