Hace cinco años La gaceta de Cuba pidió a cuatro reconocidos intelectuales cubanos que opinaran sobre las Palabras a los intelectuales, cuyo cuarenta aniversario se conmemoraba entonces. Graziella Pogolotti, Lisandro Otero, Roberto Fernández Retamar y Julio García Espinosa coincidieron en percibir aquel discurso de Castro como la base de una política cultural aperturista, de la que los “errores” cometidos en los setenta fueron una lamentable desviación felizmente corregida en la década siguiente. Y es justo el haber retomado la senda correcta lo que, ya en los noventa, con el país “liberado de la sombra que las estrecheces espirituales” de las naciones que “se decían socialistas” (RFR) echaban sobre él, garantizaría un nuevo esplendor de la cultura cubana.
Fernández Retamar cita una carta de 1967 en la que Juan Marinello le confesaba haber “creído siempre que el discurso del compañero Fidel en 1961, dirigido a los intelectuales, tiene un relieve capital: nos salvó de caer en los terribles dirigentismos que ensombrecen en otras latitudes la tarea creadora”. Otero es aun más explícito al afirmar que fue ese discurso lo que evitó que se implantaran en Cuba los dogmas del realismo socialista: “las Palabras a los intelectuales de Fidel Castro ayudan a comprender por qué, pese a parciales retrocesos, coyunturales nubarrones y desaciertos, la cultura cubana ha atravesado en los últimos decenios una etapa de desarrollo.”
Sólo la estulticia o la amnesia podría hacernos tragar este cuento de hadas. Si, como demuestran las declaraciones de Armando Hart a propósito de la creación del Ministerio de Cultura o el discurso de Carlos Rafael Rodríguez en el IV Congreso de la UNEAC, es cierto que las aperturas y rectificaciones en materia de política cultural que siguieron al llamado “quinquenio gris” se han realizado en nombre de la correcta interpretación de la palabra de Castro, también lo es que lo que los intelectuales orgánicos del régimen consideran “errores” o “desviaciones” coyunturales fueron igualmente legitimadas por el Comandante. No fueron simples funcionarios ni oscuros burócratas sino el propio Fidel Castro quien clausuró el Congreso de Educación y Cultura de 1971, cuya “Declaración final” decía, entre otras cosas, que “el arte es un arma de la Revolución” y que “nuestro arte y nuestra literatura serán un valioso medio para la formación de la juventud dentro de la moral revolucionaria, que excluye el egoísmo y las aberraciones de la cultura burguesa”.
Al escamotear interesadamente todo esto, Fernández Retamar y compañía presentan a Castro, limpio de toda mácula, como nuestro Salvador, cuando es evidente que el tan llevado y traído dictum según el cual “dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada” legitimó lo mismo la relativa apertura de los sesenta que la absoluta cerrazón de los setenta. Tanto “liberales” como “dogmáticos” se han autorizado como seguidores de la palabra de Castro, pero lo que subyace a esta querella de familia es justamente la indiscutida autoridad del Padre que se reserva el derecho a establecer, en cada momento y según sus conveniencias, los límites de la legalidad.
Entre los coloridos años sesenta y los grises setenta no hay, como sugieren Retamar, Otero y Pogolotti, una fractura accidental, sino más bien una solución de continuidad: los funestos decretos de mayo de 1971 son la lógica consecuencia de esas Palabras a los intelectuales que, al disponer la clausura de Lunes de Revolución y la creación de la UNEAC, marcaron el comienzo de un proceso de institucionalización de la cultura acelerado en 1968, cuando el dogmatismo marxista y antiintelectualista tuvo una agresiva formulación en el prólogo a Fuera del juego y, sobre todo, en los artículos publicados por Leopoldo Ávila en la revista Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Más allá de su contenido, la performance misma del discurso de Castro evidencia la autoritaria conversión del diálogo en monólogo. Como ha señalado César Leante, de aquellas tres sesiones sostenidas los días 15, 23 y 30 de junio de 1961, fueron precisamente las palabras del único no intelectual las únicas publicadas y reproducidas una y otra vez. No hubo debate luego de hablar Castro; su discurso fue considerado la conclusión de aquel diálogo, en una falacia semejante a aquella de Portuondo según la “Declaración final” del Congreso de Educación y Cultura “resume” las copiosas polémicas de la década anterior.
Más que el amable intercambio que aparentaban, aquellas Palabras a los intelectuales eran un sutilísimo pero rotundo veni, vidi, vici. La pistola sobre la mesa simbolizaba la guerra de las armas contra las letras, una guerra de león contra mono que marcaría el fin de la inteligentsia y de la autonomía del arte. Nadie, desde luego, reparó entonces en que el papel de árbitro correspondió a alguien que, según propia declaración, no había visto la película cuya prohibición era el motivo inmediato de las reuniones. Pero para Castro eso era irrelevante, pues lo que le interesaba dejar claro era el derecho del gobierno a la censura, que justificó apelando a lo que ha sido la base del discurso de legitimación del gobierno cubano hasta el día de hoy: la identidad de la Revolución con el pueblo y la nación toda.
La afirmación del “derecho del Gobierno a revisar las películas que vayan a exhibirse ante el pueblo” no puede ser más paternalista: concibe al pueblo como a un niño que, incapaz de pensar por cabeza propia, hay que proteger de las malas influencias. A ello se unía por un lado, una tácita ecuación entre “la educación del pueblo” y “la formación ideológica del pueblo”, y, por el otro, una considerable tensión entre educación y cultura que se resolvería definitivamente a favor de la primera en el congreso de 1971, donde, desde el propio nombre del evento, la cultura se subordina a la educación que a su vez es concebida sub specie ideologiae.
En su discurso del 30 de junio de 1961 Castro establecía, pues, la jerarquía de la Revolución sobre la libertad de expresión al tiempo que, con suma habilidad, dejaba claro que “dentro de la Revolución” cabían también aquellos que no se identificaban del todo con el régimen. Su estrategia maestra consistió justamente en convertir a esa categoría a aquellos que se creían auténticamente revolucionarios. Por un lado, afirmaba que “la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario”; por el otro, deslegitimaba las dudas sobre la posibilidad de que la Revolución acabara con la libertad de expresión, expresada por algunos de los asistentes. “Si la Revolución comenzó trayendo en sí misma un cambio profundo en el ambiente y en las condiciones, ¿por qué recelar que la Revolución que nos trajo esas nuevas condiciones para trabajar pueda ahogar esas condiciones? ¿Por qué recelar de que la Revolución vaya precisamente a liquidar esas condiciones?”
Pasando enfáticamente por alto el hecho de que la duda de los intelectuales estaba plenamente justificada por la historia de las revoluciones anteriores, Castro daba a entender que aquellos que expresaron dudas no eran verdaderamente revolucionarios. A la pregunta de Piñera de por qué los intelectuales tenían miedo de su revolución, oponía una andanada de preguntas retóricas: “¿Cuál debe ser hoy la primera preocupación de todo ciudadano? ¿La preocupación de que la Revolución vaya a desbordar sus medidas, de que la Revolución vaya a asfixiar el arte, de que la Revolución vaya a asfixiar el genio creador de nuestros ciudadanos, o la preocupación de todos no ha de ser la Revolución misma?” Y más adelante: “¿Dónde puede estar la razón de ser de esa preocupación? Solo puede preocuparse verdaderamente por este problema quien no esté seguro de sus convicciones revolucionarias.”
De donde se derivaba, claro está, una celebración del sacrificio. Al ser la Revolución un absoluto, “el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución.” Quien fuera “más artista que revolucionario” no podía pensar como aquellos a los que Castro representaba: los que hicieron la Revolución. “¿Y quién no cambiaría el presente, quién no cambiaría incluso su propio presente por ese futuro? ¿Quién no cambiaría lo suyo, quién no sacrificaría lo suyo por ese futuro? Y ¿quién que tenga sensibilidad artística no tiene la disposición del combatiente que muere en una batalla, sabiendo que él muere, que él deja de existir físicamente para abonar con su sangre el camino del triunfo de sus semejantes, de su pueblo?”
La historia quedaba así sacralizada. Castro habla del extraordinario privilegio que es, para quienes como ellos leían las historias de las revoluciones francesa o rusa, poder vivir en su país un acontecimiento histórico de trascendencia semejante. Los insta a ser partes de la Revolución, amedrentándolos con el juicio de la posteridad. “A lo que hay que temerle no es a ese supuesto juez autoritario, verdugo de la cultura, que hemos elaborado aquí. ¡Teman a otros jueces mucho más temibles, teman a los jueces de la posteridad, teman a las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra!”.
Era ya la guinda del pastel. Junto con el pueblo y la nación, Castro se anexaba el futuro. El juez temible no era la posteridad, sino él hablando en su nombre. La última palabra era la suya.
Fernández Retamar cita una carta de 1967 en la que Juan Marinello le confesaba haber “creído siempre que el discurso del compañero Fidel en 1961, dirigido a los intelectuales, tiene un relieve capital: nos salvó de caer en los terribles dirigentismos que ensombrecen en otras latitudes la tarea creadora”. Otero es aun más explícito al afirmar que fue ese discurso lo que evitó que se implantaran en Cuba los dogmas del realismo socialista: “las Palabras a los intelectuales de Fidel Castro ayudan a comprender por qué, pese a parciales retrocesos, coyunturales nubarrones y desaciertos, la cultura cubana ha atravesado en los últimos decenios una etapa de desarrollo.”
Sólo la estulticia o la amnesia podría hacernos tragar este cuento de hadas. Si, como demuestran las declaraciones de Armando Hart a propósito de la creación del Ministerio de Cultura o el discurso de Carlos Rafael Rodríguez en el IV Congreso de la UNEAC, es cierto que las aperturas y rectificaciones en materia de política cultural que siguieron al llamado “quinquenio gris” se han realizado en nombre de la correcta interpretación de la palabra de Castro, también lo es que lo que los intelectuales orgánicos del régimen consideran “errores” o “desviaciones” coyunturales fueron igualmente legitimadas por el Comandante. No fueron simples funcionarios ni oscuros burócratas sino el propio Fidel Castro quien clausuró el Congreso de Educación y Cultura de 1971, cuya “Declaración final” decía, entre otras cosas, que “el arte es un arma de la Revolución” y que “nuestro arte y nuestra literatura serán un valioso medio para la formación de la juventud dentro de la moral revolucionaria, que excluye el egoísmo y las aberraciones de la cultura burguesa”.
Al escamotear interesadamente todo esto, Fernández Retamar y compañía presentan a Castro, limpio de toda mácula, como nuestro Salvador, cuando es evidente que el tan llevado y traído dictum según el cual “dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada” legitimó lo mismo la relativa apertura de los sesenta que la absoluta cerrazón de los setenta. Tanto “liberales” como “dogmáticos” se han autorizado como seguidores de la palabra de Castro, pero lo que subyace a esta querella de familia es justamente la indiscutida autoridad del Padre que se reserva el derecho a establecer, en cada momento y según sus conveniencias, los límites de la legalidad.
Entre los coloridos años sesenta y los grises setenta no hay, como sugieren Retamar, Otero y Pogolotti, una fractura accidental, sino más bien una solución de continuidad: los funestos decretos de mayo de 1971 son la lógica consecuencia de esas Palabras a los intelectuales que, al disponer la clausura de Lunes de Revolución y la creación de la UNEAC, marcaron el comienzo de un proceso de institucionalización de la cultura acelerado en 1968, cuando el dogmatismo marxista y antiintelectualista tuvo una agresiva formulación en el prólogo a Fuera del juego y, sobre todo, en los artículos publicados por Leopoldo Ávila en la revista Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Más allá de su contenido, la performance misma del discurso de Castro evidencia la autoritaria conversión del diálogo en monólogo. Como ha señalado César Leante, de aquellas tres sesiones sostenidas los días 15, 23 y 30 de junio de 1961, fueron precisamente las palabras del único no intelectual las únicas publicadas y reproducidas una y otra vez. No hubo debate luego de hablar Castro; su discurso fue considerado la conclusión de aquel diálogo, en una falacia semejante a aquella de Portuondo según la “Declaración final” del Congreso de Educación y Cultura “resume” las copiosas polémicas de la década anterior.
Más que el amable intercambio que aparentaban, aquellas Palabras a los intelectuales eran un sutilísimo pero rotundo veni, vidi, vici. La pistola sobre la mesa simbolizaba la guerra de las armas contra las letras, una guerra de león contra mono que marcaría el fin de la inteligentsia y de la autonomía del arte. Nadie, desde luego, reparó entonces en que el papel de árbitro correspondió a alguien que, según propia declaración, no había visto la película cuya prohibición era el motivo inmediato de las reuniones. Pero para Castro eso era irrelevante, pues lo que le interesaba dejar claro era el derecho del gobierno a la censura, que justificó apelando a lo que ha sido la base del discurso de legitimación del gobierno cubano hasta el día de hoy: la identidad de la Revolución con el pueblo y la nación toda.
La afirmación del “derecho del Gobierno a revisar las películas que vayan a exhibirse ante el pueblo” no puede ser más paternalista: concibe al pueblo como a un niño que, incapaz de pensar por cabeza propia, hay que proteger de las malas influencias. A ello se unía por un lado, una tácita ecuación entre “la educación del pueblo” y “la formación ideológica del pueblo”, y, por el otro, una considerable tensión entre educación y cultura que se resolvería definitivamente a favor de la primera en el congreso de 1971, donde, desde el propio nombre del evento, la cultura se subordina a la educación que a su vez es concebida sub specie ideologiae.
En su discurso del 30 de junio de 1961 Castro establecía, pues, la jerarquía de la Revolución sobre la libertad de expresión al tiempo que, con suma habilidad, dejaba claro que “dentro de la Revolución” cabían también aquellos que no se identificaban del todo con el régimen. Su estrategia maestra consistió justamente en convertir a esa categoría a aquellos que se creían auténticamente revolucionarios. Por un lado, afirmaba que “la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario”; por el otro, deslegitimaba las dudas sobre la posibilidad de que la Revolución acabara con la libertad de expresión, expresada por algunos de los asistentes. “Si la Revolución comenzó trayendo en sí misma un cambio profundo en el ambiente y en las condiciones, ¿por qué recelar que la Revolución que nos trajo esas nuevas condiciones para trabajar pueda ahogar esas condiciones? ¿Por qué recelar de que la Revolución vaya precisamente a liquidar esas condiciones?”
Pasando enfáticamente por alto el hecho de que la duda de los intelectuales estaba plenamente justificada por la historia de las revoluciones anteriores, Castro daba a entender que aquellos que expresaron dudas no eran verdaderamente revolucionarios. A la pregunta de Piñera de por qué los intelectuales tenían miedo de su revolución, oponía una andanada de preguntas retóricas: “¿Cuál debe ser hoy la primera preocupación de todo ciudadano? ¿La preocupación de que la Revolución vaya a desbordar sus medidas, de que la Revolución vaya a asfixiar el arte, de que la Revolución vaya a asfixiar el genio creador de nuestros ciudadanos, o la preocupación de todos no ha de ser la Revolución misma?” Y más adelante: “¿Dónde puede estar la razón de ser de esa preocupación? Solo puede preocuparse verdaderamente por este problema quien no esté seguro de sus convicciones revolucionarias.”
De donde se derivaba, claro está, una celebración del sacrificio. Al ser la Revolución un absoluto, “el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución.” Quien fuera “más artista que revolucionario” no podía pensar como aquellos a los que Castro representaba: los que hicieron la Revolución. “¿Y quién no cambiaría el presente, quién no cambiaría incluso su propio presente por ese futuro? ¿Quién no cambiaría lo suyo, quién no sacrificaría lo suyo por ese futuro? Y ¿quién que tenga sensibilidad artística no tiene la disposición del combatiente que muere en una batalla, sabiendo que él muere, que él deja de existir físicamente para abonar con su sangre el camino del triunfo de sus semejantes, de su pueblo?”
La historia quedaba así sacralizada. Castro habla del extraordinario privilegio que es, para quienes como ellos leían las historias de las revoluciones francesa o rusa, poder vivir en su país un acontecimiento histórico de trascendencia semejante. Los insta a ser partes de la Revolución, amedrentándolos con el juicio de la posteridad. “A lo que hay que temerle no es a ese supuesto juez autoritario, verdugo de la cultura, que hemos elaborado aquí. ¡Teman a otros jueces mucho más temibles, teman a los jueces de la posteridad, teman a las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra!”.
Era ya la guinda del pastel. Junto con el pueblo y la nación, Castro se anexaba el futuro. El juez temible no era la posteridad, sino él hablando en su nombre. La última palabra era la suya.
Publicado en Encuentro en la red el 12 de junio de 2006
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