El libro Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902, de Marial Iglesias, ha recibido el importante premio Haring de la American Historical Association. Con este trabajo, Iglesias, historiadora y profesora de filosofía de la Universidad de la Habana, obtuvo el Premio Enrique José Varona de la UNEAC en 2002 y el Premio de la Academia de Ciencias de Cuba. Se trata, pues, posiblemente del libro más reconocido dentro de la ya considerable producción de los nuevos historiadores cubanos, entre los que destacan también Pablo Riaño, Alain Basail, Ricardo Quiza y Reinaldo Funes. Como saludo al premio obtenido por Marial, aquí dejo esta breve reseña que escribí en 2004 y publiqué el año pasado en la Revista Hispano-cubana.
Un valioso acercamiento a uno de los períodos menos estudiados y más estereotipados de la historia de Cuba es el libro que nos proponemos comentar. Cuestionando tácita pero contundentemente las simplificaciones ideológicas de cierta historiografía escrita en la Isla en las últimas cuatro décadas, Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902 reconstruye con notable perspicacia y no menos amenidad el complejo entramado de discursos y prácticas nacionalistas y modernizadoras que singulariza los tiempos de la “primera Intervención”, cuando la transformación institucional de la sociedad cubana según el patrón civilizatorio norteamericano corrió pareja a la consolidación de un nacionalismo prorrepublicano sustentado en el reservorio simbólico de las luchas por la independencia.
A estos dos movimientos que confluyeron y entraron en tensión en el desmontaje de la dominación colonial española se acerca Iglesias no de la manera tradicional sino con la perspectiva de las nuevas escuelas de la historiografía contemporánea, sobre todo la historia cultural preconizada por Chartier y la última generación de los Anales. Más que la vida cotidiana y el orden de lo simbólico, como inexactamente indica su título, este libro enfoca primordialmente ese ámbito público en que, al tiempo que el gobierno interventor deja su huella modernizadora, los antiguos súbditos de la corona española comienzan a reconocerse como ciudadanos de un futuro estado nacional. Transformaciones como el retiro de los blasones alusivos a la monarquía española de las fachadas de edificios y documentos oficiales, la conversión de cuarteles en escuelas, la urbanización “a la americana” de los espacios públicos de la capital, el emplazamiento de tarjas o monumentos conmemorativos de la memoria patriótica y la creación de una galería de próceres y mártires cuyos retratos comienzan a exhibirse en aulas escolares e instituciones estatales, son ampliamente documentadas mediante un variado registro de fuentes que incluye desde fondos del Archivo Nacional de Cuba hasta un buen número de periódicos de pueblos pequeños del occidente cubano.
El análisis de este vasto corpus documental a lo largo de los seis capítulos que conforman Las metáforas del cambio –dedicados, respectivamente, al estudio del “desmontaje de los símbolos del poder colonial”, “las fiestas católicas, yankees y patrióticas”, “los intentos de colonización del idioma y la batalla por la preservación del castellano”, “la “descolonización de los nombres”, la “socialización de los símbolos patrios” y “cultura pública y nacionalismo”– destaca la ambivalencia que adquieren entonces los Estados Unidos, los que a la vez que representan, frente al atraso de la insalubre y despótica colonia española, la modernidad higiénica y democrática, por sus pretensiones hegemónicas vienen a sustituir a la antigua metrópoli en tanto nuevo otro para la constitución de la identidad nacional cubana.
Las controversias sobre prácticas tan arraigadas como las lidias de gallos o el bailar danzón, consideradas como propias por las clases populares y como incivilizadas por la élite social y los funcionarios interventores, evidencian justamente las tensiones entre el afán de modernizar la sociedad colonial según el modelo político y cultural norteamericano, y la aspiración a un fortalecimiento de la identidad cultural que legitimara la institución de un estado nacional independiente. Al esclarecimiento de los orígenes de ese conflicto entre el deseo de modernidad “a la americana” y el ansia nacionalista de la plena independencia, que atraviesa toda la historia de la República y aun de todo el siglo XX cubano, el libro de Iglesias constituye una contribución fundamental.
Y lo es en no menor medida al estudio de los comienzos del nacionalismo poscolonial. Alejándose de la tendencia a considerar todo nacionalismo como discurso producido y reproducido por élites letradas para el mantenimiento de su hegemonía, Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902 pone énfasis en “la activa participación de los sectores populares y el peso relevante de la cultura política subalterna en la gestación de la comunidad imaginada de la nación”(p.185). Este activismo de los de abajo, autor de interesantísimas “apropiaciones” nacionalistas de las ceremonias del cambio de soberanía, responsable en buena medida de la socialización de los símbolos patrios y de la difusión de la memoria de las guerras de independencia en la Cuba “entre imperios”, fue, según Iglesias, decisivo en la frustración de los planes anexionistas de un sector del gobierno interventor y de la élite cubana.
Paralelo a la separación de la iglesia y el estado decretada por las autoridades norteamericanas, aquel espontáneo nacionalismo de los tiempos en que “el Himno de Bayamo era una melodía tarareada o silbada en las esquinas, las décimas a la bandera llenaban las páginas de los cancioneros de moda, el escudo se bordaba en los pañuelos que las novias regalaban a los novios, y las “estrella solitarias” se llevaban en broches prendidos al pecho o en la hebilla del cinturón”(p.13), tiene, como en los primeros años de la Revolución Francesa, tanto de fiesta como de religión patriótica. Y justo en ello radica, según sugiere el libro de Iglesias, la gran aproximación de la vida cotidiana y la esfera pública que caracteriza a aquel período enmarcado entre las grandes celebraciones colectivas del 1 de enero de 1898 y el 20 de mayo de 1902.
Restituir esa memoria que por décadas ha sido en buena medida escamoteda a los cubanos de la Isla es, en mi opinión, uno de los principales méritos del presente libro. No se trata, sin embargo, en modo alguno de una suerte de romance nacionalista. Conocedora de los recientes aportes de autores como Benedict Anderson, Ernest Gellner y Eric Hobsbaum, Iglesias no pierde de vista el hecho de que las diferencias de clase y raza, momentáneamente suspendidas durante la fiesta, regresan a medida que se va consolidando el orden burgués. Quien lea este libro encontrará pruebas documentales de que en el baile que en muchos liceos siguió a los discursos patrióticos los negros fueron segregados. Y quien eche un vistazo a las ilustraciones de época que acompañan el texto notará que en el coro de niñas que con gorros frigios y banderas cubanas cantaron el 10 de octubre de 1900 el himno “Patria” en el Liceo de Camajuaní, retratado en El Fígaro el 18 de noviembre de ese año, no había ninguna negra o mulata.
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