Ha llegado a mi buzón electrónico una carta pública donde Desiderio Navarro critica la reciente aparición de Luis Pavón en un programa de la Televisión Cubana que ha exaltado su supuesta contribución a la cultura nacional. Además de sumarme al merecido repudio de ese oscuro comisario cuya obra literaria carece de toda importancia, me gustaría ahora compartir un par de reflexiones sobre la propia denuncia de Navarro; señalar, sobre todo, los límites de su posición, que son, básicamente, los de quienes a estas alturas de la partida afirman que la libertad de crítica y el socialismo cubano no son incompatibles.
Al colocar casi toda la culpa en el funcionario, por importante que este sea, Navarro libera en gran medida de ella al gobierno revolucionario. “Cierto es que Pavón no fue en todo momento el primer motor, pero tampoco fue un mero ejecutor por obediencia debida. Porque hasta el día de hoy ha quedado sin plantear y despejar una importante incógnita: ¿cuántas decisiones erróneas fueron tomadas "más arriba" sobre la base de las informaciones, interpretaciones y valoraciones de obras, creadores y sucesos suministradas por Pavón y sus allegados de la época, sobre la base de sus diagnósticos y pronósticos de supuestas graves amenazas y peligros provenientes del medio cultural?”, afirma, colocando en el origen –en la “base”– del entuerto al director de Verde Olivo, y atribuyendo las erradas decisiones de la cúpula a los “datos” suministrados por él.
Pero no fue Pavón quien inventó el estalinismo, ni quien decidió seguirlo en Cuba: esas valoraciones, que son las que fundamentan la doctrina del realismo socialista, ya habían presidido la obra crítica de las cabezas pensantes del Partido Socialista Popular: Carlos Rafael Rodríguez, Mirta Aguirre, Juan Marinello, José Antonio Portuondo, Nicolás Guillén. En un principio enfrentados con los partidarios de otras posiciones estéticas que reivindicaban para sí la originalidad de la Revolución, estos intelectuales estalinistas fueron adquiriendo más importancia en el dictado de la política cultural a medida que el gobierno revolucionario, declarado marxista-leninista desde 1961, fue estrechando sus lazos con el bloque soviético y los límites de la legalidad revolucionaria.
Navarro afirma que la impronta de Pavón “condicionó el resentimiento y hasta la emigración de muchos de aquellos creadores no revolucionarios, pero no contrarrevolucionarios, cuya alarma había tratado de disipar Fidel en Palabras a los intelectuales”, como si entre este discurso de Castro y los dictámenes del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura hubiera una simple solución de continuidad. La memoria que propugna en su carta no alcanza, pues, a recordar que fue el propio Castro quien pronunció el discurso de clausura de ese congreso, consagrando elocuentemente todos sus dictámenes; tampoco recuerda que Pavón, en tanto director de la revista de las FAR, estaba directamente subordinado a Raúl Castro. Las causas de las cosas que Navarro invoca en su cita de las Geórgicas llevan, entonces, directamente hasta ese Comandante en Jefe de cuya convalecencia todos están pendientes, y hasta aquel otro Castro que lo ha sustituido en sus funciones.
Preconizar la necesidad de ir a las raíces y quedarse en las ramas es, así, la contradicción medular de la crítica que ya en el ensayo “In media res publicas” ofrecía Desiderio Navarro. Allí apunta: “La suerte del socialismo después de la caída del campo socialista está dada, más nunca que antes, por su capacidad de sustentar en la teoría y en la práctica aquella idea inicial de que la adhesión del intelectual a la Revolución –como, por lo demás, la de cualquier otro ciudadano ordinario– “si de veras quiere ser útil, no puede ser sino una adhesión crítica”; por su capacidad de tolerar y responder públicamente la crítica social que se le dirige desde otras posiciones ideológicas –las de aquellos “no revolucionarios dentro de la Revolución” a quienes se refería la célebre máxima de 1961”. Ante esta reivindicación del derecho a crítica para los revolucionarios y los no revolucionarios de “dentro” cabe preguntarse dónde está el límite en que comienza la “contrarrevolución”, quién establece el “afuera” sino ese Máximo Líder en cuyo dictum de 1961 estaban ya, in nuce, las determinaciones de 1971.
Lo cierto es justo lo contrario de lo que dice Navarro: la existencia misma del socialismo, antes y después de caerse el muro, depende de reprimir la crítica de fondo, pues esta, ejercida públicamente por intelectuales y no intelectuales, lo derretiría como un trozo de hielo expuesto al mediodía cubano. La Revolución no admite “conciencia crítica”. Para criticarla de verdad hay que situarse “fuera del juego”. Salir de su propia lengua: pasar de “Fidel” a “Castro”. Mientras exista “Fidel”, no ya sólo en tanto ser físico sino en tanto concepto proveedor de legitimación, la simetría entre “políticos” e “intelectuales” que sugiere Navarro resulta falsa; de hecho, en Cuba no hay “políticos” puesto que no hay partidos ni parlamento. Tampoco creo que una mayor resistencia de los intelectuales hubiera cambiado mucho la cosa en los setenta: más hubieran sido reprimidos, pues el sistema era una eficaz máquina de producir represores. Más criticables que los que en aquella coyuntura callaron o colaboraron, me parecen esos que, entonces marginados, se han convertido luego de rehabilitados en grandes adalides del régimen.
Al colocar casi toda la culpa en el funcionario, por importante que este sea, Navarro libera en gran medida de ella al gobierno revolucionario. “Cierto es que Pavón no fue en todo momento el primer motor, pero tampoco fue un mero ejecutor por obediencia debida. Porque hasta el día de hoy ha quedado sin plantear y despejar una importante incógnita: ¿cuántas decisiones erróneas fueron tomadas "más arriba" sobre la base de las informaciones, interpretaciones y valoraciones de obras, creadores y sucesos suministradas por Pavón y sus allegados de la época, sobre la base de sus diagnósticos y pronósticos de supuestas graves amenazas y peligros provenientes del medio cultural?”, afirma, colocando en el origen –en la “base”– del entuerto al director de Verde Olivo, y atribuyendo las erradas decisiones de la cúpula a los “datos” suministrados por él.
Pero no fue Pavón quien inventó el estalinismo, ni quien decidió seguirlo en Cuba: esas valoraciones, que son las que fundamentan la doctrina del realismo socialista, ya habían presidido la obra crítica de las cabezas pensantes del Partido Socialista Popular: Carlos Rafael Rodríguez, Mirta Aguirre, Juan Marinello, José Antonio Portuondo, Nicolás Guillén. En un principio enfrentados con los partidarios de otras posiciones estéticas que reivindicaban para sí la originalidad de la Revolución, estos intelectuales estalinistas fueron adquiriendo más importancia en el dictado de la política cultural a medida que el gobierno revolucionario, declarado marxista-leninista desde 1961, fue estrechando sus lazos con el bloque soviético y los límites de la legalidad revolucionaria.
Navarro afirma que la impronta de Pavón “condicionó el resentimiento y hasta la emigración de muchos de aquellos creadores no revolucionarios, pero no contrarrevolucionarios, cuya alarma había tratado de disipar Fidel en Palabras a los intelectuales”, como si entre este discurso de Castro y los dictámenes del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura hubiera una simple solución de continuidad. La memoria que propugna en su carta no alcanza, pues, a recordar que fue el propio Castro quien pronunció el discurso de clausura de ese congreso, consagrando elocuentemente todos sus dictámenes; tampoco recuerda que Pavón, en tanto director de la revista de las FAR, estaba directamente subordinado a Raúl Castro. Las causas de las cosas que Navarro invoca en su cita de las Geórgicas llevan, entonces, directamente hasta ese Comandante en Jefe de cuya convalecencia todos están pendientes, y hasta aquel otro Castro que lo ha sustituido en sus funciones.
Preconizar la necesidad de ir a las raíces y quedarse en las ramas es, así, la contradicción medular de la crítica que ya en el ensayo “In media res publicas” ofrecía Desiderio Navarro. Allí apunta: “La suerte del socialismo después de la caída del campo socialista está dada, más nunca que antes, por su capacidad de sustentar en la teoría y en la práctica aquella idea inicial de que la adhesión del intelectual a la Revolución –como, por lo demás, la de cualquier otro ciudadano ordinario– “si de veras quiere ser útil, no puede ser sino una adhesión crítica”; por su capacidad de tolerar y responder públicamente la crítica social que se le dirige desde otras posiciones ideológicas –las de aquellos “no revolucionarios dentro de la Revolución” a quienes se refería la célebre máxima de 1961”. Ante esta reivindicación del derecho a crítica para los revolucionarios y los no revolucionarios de “dentro” cabe preguntarse dónde está el límite en que comienza la “contrarrevolución”, quién establece el “afuera” sino ese Máximo Líder en cuyo dictum de 1961 estaban ya, in nuce, las determinaciones de 1971.
Lo cierto es justo lo contrario de lo que dice Navarro: la existencia misma del socialismo, antes y después de caerse el muro, depende de reprimir la crítica de fondo, pues esta, ejercida públicamente por intelectuales y no intelectuales, lo derretiría como un trozo de hielo expuesto al mediodía cubano. La Revolución no admite “conciencia crítica”. Para criticarla de verdad hay que situarse “fuera del juego”. Salir de su propia lengua: pasar de “Fidel” a “Castro”. Mientras exista “Fidel”, no ya sólo en tanto ser físico sino en tanto concepto proveedor de legitimación, la simetría entre “políticos” e “intelectuales” que sugiere Navarro resulta falsa; de hecho, en Cuba no hay “políticos” puesto que no hay partidos ni parlamento. Tampoco creo que una mayor resistencia de los intelectuales hubiera cambiado mucho la cosa en los setenta: más hubieran sido reprimidos, pues el sistema era una eficaz máquina de producir represores. Más criticables que los que en aquella coyuntura callaron o colaboraron, me parecen esos que, entonces marginados, se han convertido luego de rehabilitados en grandes adalides del régimen.
En una cosa sí estoy de acuerdo con Navarro: hay que tener memoria. Es por ello que echo de menos, en su enérgica crítica al gremio, una autocrítica, pues no olvido que, aunque le hayan censurado escritos propios y prohibido la publicación de algunos ajenos, él no dejó de ser uno de los cómplices de esa misma política con la que ha quedado identificado el nombre del teniente Pavón. Como si se tratara de un letrado de la revista Cuba Contemporánea súbitamente montado por el espíritu de Zdanov, Desiderio Navarro escribió: “En modo alguno el sistema directivo de la sociedad socialista podría permitir que la cultura llegara a ser ese factor histórico que una vez fue abandonado a la espontaneidad y al libre curso y gracias a su capacidad de acción inversa sobre los demás factores sociales, introduciría en masa lo aleatorio, el desorden, la desproporción y la discordancia en todo el organismo social.” (“El papel conductor del Partido marxista-leninista en el terreno de la cultura”, La gaceta de Cuba)
1 comentario:
Está difícil de arreglar la problemática
cubana.
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